La
Encarnación
II-4
La vida de Jesús como encarnación del Logos
tiene como fin reconducir la vida para transformarla en hija de Dios. Así
lo leen los cristianos, y proponen el paso de estar dominado por el príncipe de
este mundo, o sometido a las estructuras de pecado que nos esclavizan, a estar
en el reino de la luz y de la vida[1]. Para pertenecer al reino de la luz, hay que
saber cuál es, y a partir de este conocimiento, descubrir, renunciar, denunciar
y vencer las estructuras del mal[2]. Jesús lo hace en los exorcismos: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo»[3].
A
las estructuras del mal se las derrota, no se las convierte; se las sustituye
con otras que respondan a los valores que fundamentan la dignidad humana. Quien
se convierte es el hombre individualmente, no la institución. Y esa victoria
sobre el mal institucionalizado la adelanta Dios al resucitar a Jesús, con lo
que se inicia el mundo «nuevo» proyectado desde su principio que inaugura el
Espíritu con la vida humana. Porque Jesús es la primicia de una promesa que
corresponde a toda la creación y, naturalmente, a toda la humanidad[4], que el Espíritu se encarga de llevarla
adelante. El poder del Espíritu que reconduce la historia está ya actuando, y
no es una orientación exclusivamente de futuro, aunque su plenitud se sitúa en
dicho horizonte[5]. La perspectiva divina divisa a todos los
hombres iguales, porque Dios es Creador de ellos. Y esa mirada de Dios
permanece en el tiempo a pesar de la rebeldía humana. Porque Él es, a la vez y
para confianza de todos, «el que da vida a los muertos y llama a existir lo que
no existe»[6].
La potencia de salvación que proviene del Señor y que Él instala en el corazón
humano es gratuita, y la ofrece por su Hijo en el Espíritu, y no está condicionada
por los intereses humanos, a fin de que resplandezca con nitidez la identidad y
función de las criaturas en la creación y la posibilidad misma de realizarse
como persona según la voluntad divina.
Situados,
pues, en la creación y en la historia humana, Francisco parte de una
transformación personal, que alcanza
a toda la realidad al entenderla desde la perspectiva del Señor. Es lo que le
enseña al Ministro.