CARTA A UN MINISTRO
2.2. «Y ten esto por más que un
eremitorio»[1].
2.2.1. Acción y contemplación.
Francisco deja la estructura de pecado de la cultura y la
sociedad y se entrega por entero a Dios,
según el Evangelio de Cristo Jesús. Y tan es así, que la presencia divina crea
la atmósfera que respira: «Verdaderamente son de corazón limpio los que
desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan de adorar y
ver siempre al Señor, Dios vivo y verdadero, con corazón y alma limpia»[2].
Francisco margina los intereses que constituyen las preocupaciones cotidianas y
de siempre de las personas. Pero una cosa son las expresiones típicas de su
tiempo, siempre circunstanciales y secundarias en el contenido de la fe, como
son el desprecio del cuerpo y de los placeres de la vida, y otra cosa es
estructurar la vida al margen de la historia humana. Me refiero a la condena de
la Creación y lo que se entiende como la actividad evangelizadora de los
cristianos siguiendo la predicación del Reino de Jesús por los pueblecitos de
Galilea, una actividad muy distinta a la de Juan Bautista y los eremitas de
entonces, refugiados en el desierto y pregonando el fin del mundo desde su
retiro. Baste recordar el «Cántico del Hermano Sol» para probar el amor de
Francisco a la Creación, en la que hace presente al Señor y la despeja de
espíritus malignos.
La Regla de los eremitorios está redactada con la intención de
recordar a los frailes cuál es el verdadero Señor al que hay que servir, pero
no significa que se dediquen a la vida
contemplativa como se ha entendido entonces y ahora. Y Francisco, con respecto
al Ministro, lo tiene muy claro: retirarse es una cuestión esporádica y
secundaria en la Orden, como él mismo hizo cuando visita el Monte Alverna, pero
no es un estilo de vida como siguen las órdenes contemplativas[3].
La cuestión para Francisco está en cambiar
el sentido de la vida y los criterios para vivir, pero no cambiar los espacios que el Señor ha dado para
escribir la historia, huyendo y despreciando donde la gente desarrolla su
existencia. En un momento de su vida también se lo planteó
Francisco, cuando manda a Maseo para que consulte a Clara y Silvestre si debe
dedicarse a la vida contemplativa. La respuesta de los dos es la misma: «Esto
es lo que has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Dios no lo ha
llamado a ese estado solamente para él, sino para que coseche fruto de almas y
se salven muchos por él»[4]. ¿Por qué Clara y Silvestre dicen a Francisco,
y ahora Francisco aconseja al Ministro que la evangelización está dentro de la
historia humana, y no se puede huir de ella?
Antes se pensaba que hay dos formas de enfocar la santidad en la Iglesia. La
primera era la vida contemplativa, en la que se da prioridad a la oración
personal y comunitaria y a los procesos interiores de unión con Dios. Y la otra
forma es la de la vida activa, en la que se da preferencia a la evangelización
de los pueblos. Estas dos formas de vida no responden a una exigencia del
contenido de la fe cristiana, sino a la de la cultura griega. En ella la primacía
la posee el alma, cuya naturaleza espiritual es la que asegura la eternidad de
la persona. Por el contrario, la temporalidad, a la que está sujeto el cuerpo,
lo desgasta, lo deteriora y lo deshace. Es la dimensión de la persona que está
llamada a desaparecer. Esta visión del hombre se aplica a la historia humana y
al mundo, también llamados a destruirse en su dimensión material, cuya
naturaleza es contingente y finita.
Entonces, y
también ahora, se usaba el párrafo lucano de Marta y María para simbolizar la
vida activa y la vida contemplativa en la Iglesia. Nada tiene que ver el relato
evangélico para fundamentarlas. Cuando Jesús alaba a
María no se refiere a la evasión de las responsabilidades sociales que deben
realizar los hombres, en este caso ayudar a su hermana Marta, sino a saber dar
prioridad (lo «único necesario», es la «mejor parte», la «parte buena») a aquel
trabajo que, aparentemente, no tiene una producción inmediata o una
rentabilidad evidente: escuchar a Jesús y, en la escucha, comprender la
inmediatez de la presencia de Dios en su reino. La actividad responde a la
voluntad de Dios, lo que dimana directamente de Él, porque todo lo que ofrece
es, por sí mismo, bueno; es dar sentido a la vida y al esfuerzo que lleva
consigo. Nadie, por tanto, le quitará a María este don que transmite la palabra
de Jesús al final de la historia.
Jesús es constituido Hijo de Dios en
la Pascua de Resurrección. De una vida oculta en la historia revela poco a poco
su verdadera dimensión, cuya cima alcanza cuando la comunidad de seguidores
experimenta la Resurrección con Pedro al frente. Entonces, la comunidad
cristiana descubre que la naturaleza filial de Jesús es desde siempre. De la
Resurrección, el culmen de la vida de Jesús,
retrocede a su vida pública antes de padecer y morir, en la escena de la
transfiguración[5];
después viene la revelación divina que sucede en su bautismo (cf. Mc 1,9-11par).
El bautismo remite a su concepción[6]; y de aquí solo hay un paso para
remontarse a la misma gloria divina: «En el principio existía el Verbo, y el
Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto
a Dios»[7].
La
relación íntima y permanente entre la Palabra y Dios, en la historia humana
se da entre el Hijo unigénito y el Padre[8], y
abarca tres acciones fundamentales para la vida creada. Primero, Dios crea por
ella[9], de
forma que Dios es conocido en la historia por medio de la Palabra. Segundo, la
presencia de la Palabra que ilumina, tanto al mundo que es creado por medio de
ella, como al hombre que es salvado por medio de ella, se acerca a la historia,
se pone en movimiento para dejarse ver[10].
Tercero, se muestra en la historia lo que ha venido anunciándose: «La Palabra
se hizo carne y acampó entre nosotros»[11]. La
comunión íntima y máxima entre Dios y la Palabra se revela al mundo, y su
gloria se hace visible a los creyentes como en otros tiempos el Señor se
manifiesta a Israel[12]. La revelación
de Dios está ahora en el «Hijo único del Padre, lleno de lealtad y
fidelidad»[13]. Lo que se puede ver de
Dios no es la gloria que el Hijo tenía con el Padre antes del tiempo[14], ni
a Dios todo y totalmente, sino la gloria que se muestra para el creyente en la
historia del «Hijo único del Padre», un don de Dios que la comunidad cristiana
comprueba que es verdad.
Por consiguiente, queda descartada una
de las exigencias de la cultura griega: abandonar el mundo para irse a lo más
alto del cielo, al lugar donde se encuentra la verdadera vida: la gloria divina,
o encerrarse en un claustro para darle la espalda a la historia y fijar la
eternidad en medio del tiempo. El Señor
se ha movido en sentido contrario: ha dejado su gloria para tomar la vida
humana. El Hijo de Dios se ha puesto al alcance de los hombres. No hay que huir
de la historia, pues el Señor se ha encarnado en ella. Aquí reside la clave de
la fe cristiana y franciscana: se apoya en una presencia de Dios en la vida de
Jesús. Para salvarse, el Ministro no puede desertar de sus hermanos, de la
fraternidad, no puede negarlas, sino asumirlas y mirarlas cara a cara.
Francisco lo experimenta según lo
proclama un himno de la primera comunidad
cristiana: el Hijo que se encarna y regresa a la gloria divina cuando cumple su
misión salvadora: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo,
que siendo rico, por vosotros se hizo pobre para enriqueceros con su pobreza»[15]. El rico
asume un modo de ser esclavo, se hace a imagen y semejanza del hombre, lo que
le obliga a despojarse de sí en su relación histórica. Es un vaciarse de sí tan
radical, y lleva consigo una generosidad tan extrema, que se coloca en el lugar
más ignominioso que puede sufrir el ser humano, como es la muerte en la cruz.
[1]
Cf. K. Esser, «Die “regula pro
eremitoriis data” des hl. Franziskus von Assisi», FSt 44 (1962) 383-417; C. Paolazzi,
Escritos 340-345; I. Rodríguez Herrera, Los escritos, 627-632; F. Martínez Fresneda, «Dejar a Dios por Dios». Biografía teológica
de la M. Paula Gil Cano. Murcia 2013, 87-99; Íd., Santa Clara de Asís. Comentario teológico al Testamento. Arántzazu.
Oñate (Guipúzcoa) 2015, 91-101.
[2] Adm 16,2; «Todos
los que aman al Señor con todo el corazón, con toda el alma y la mente, con
toda la fuerza (cf. Mc 12,30), y aman a sus prójimos como a sí mismos (cf.
Mt 22,39), y tienen odio a sus cuerpos con los vicios y pecados, y reciben el
cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y hacen frutos dignos de
penitencia: ¡Oh cuán bienaventurados y benditos son ellos y ellas, mientras
hacen tales cosas y perseveran en ellas!, porque descansará sobre ellos el
espíritu del Señor (cf. Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada
(cf. Jn 14,23), y son hijos del Padre celestial (cf. Mt 5,45), cuyas obras
hacen, y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt
12,50). Somos esposos, cuando por el Espíritu Santo se une el alma fiel a
nuestro Señor Jesucristo. Le somos hermanos, cuando hacemos la voluntad del
Padre que está en los cielos (Mt 12,50). Madres, cuando lo llevamos en nuestro
corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1Cor 6,20), por el amor divino y la conciencia
pura y sincera; lo damos a luz por la santa operación, que debe iluminar a los
otros con el ejemplo (cf. Mt 5,16)» 1CtaF 1-10; cf. Rnb 22,9;
Rb 10,10; cf. 1Cel 5.71.103; 2Cel 9.94; LM 1,4-5; X, 3; LP 71; etc.
[3]
Cf. Cf.
F. Uribe, Strutture e
specificità della vita religiosa secondo la regola di S. Benedetto e gli
opuscoli di S. Francesco. Roma 1979.
[5] Cf. Mc 9,2-8par; cf. Mt 17,1-8; Lc
9,28-36; 2Pe 1,17-18.
[6] Cf. Lc 1,31-32; Is 7,14; Mt 1,21.
[7] Jn 1,1-14; cf.
Gén 1,1ss; 1Jn 1,1-2; Col 1,15-20; Heb 1,1-3; etc; cf. S. Grasso, Il Vangelo
di Giovanni. Roma 2008, 34-66; F. J.
Moloney, El evangelio de Juan.
Estella (Navarra) 2005, 57-71; O. Hofius,
«Struktur und Gedankengang des Logos-Hymnus in Joh 1,1-18», ZNW 78 (1987) 1-25; I. de
la Potterie, «”C’est lui qui ouvert la voie”. La finale du prologue johannique», Bib 69 (1988) 340-370.
[8]Jn 1,1.14: «En el principio
existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios […] Y el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria:
gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad».
[9] Jn 1,3.10: «Por medio de él se
hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho […] En el mundo
estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció».
[12] Cf. Éx 33,22; Dt 5,21.
[13] Jn 1,14; cf. 1Jn 4,2; 2Jn 7; Rom 1,3.
[14] Cf. Jn 1,18; 3,11; 6,46; 17,5; 1Jn
4,12
[15] 2Cor 8,9; cf. Flp 2,6-11. cf. Adm 1,8: «De donde todos los que vieron al Señor Jesús según la humanidad,
y no vieron y creyeron, según el espíritu y la divinidad, que él era verdadero
Hijo de Dios… »; cf. 1CartF
1,7; 2CartF 50-53.56.
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