sábado, 7 de noviembre de 2015

Francisco de Asís y su mensaje: XXII

                                          Francisco de Asís y su mensaje
                                                            XXII

                                                      El camino de la filiación personal


            c. El Espíritu. El proceso humano de desligarse del mal y caminar a la luz del amor, de configurarse con la persona y misión de Jesús, se hace en el Espíritu, que habita en la interioridad humana (cf. Rom 8,9-11). Él une al creyente en Cristo dándole la identidad de hijo de Dios (cf. Rom 8,14-16) y la posibilidad para serlo, pues grava en el corazón la ley de Cristo (cf. Gál 6,2; 1Cor 9,21), que no es otra sino el amor (cf. Gál 5,6.14), el amor de Dios (cf. Rom 5,5), y todos los valores que se derraman de él: «gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio» (Gál 5,22; Ef 5,9). Por eso, el Espíritu es el que reúne a los cristianos concediéndoles la paz (cf. Gál 5,21) y la libertad (cf. Gál 5,18), y también los incorpora al cuerpo glorioso, resucitado del Señor (cf. 1Cor 6,17), dispensándoles la vida eterna (cf. Gál 6,8).

           
Con la experiencia del Espíritu de «Cristo» o del «Señor» (cf. Rom 8,9; 2Cor 3,17), que actúa la vida nueva, Pablo parte de este principio: «Por eso doblo la rodilla ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en cielo y tierra, para que os conceda por la riqueza de su gloria fortaleceros internamente con el Espíritu, que por la fe resida Cristo en vuestro corazón, que estéis arraigados y cimentados en el amor, de modo que logréis comprender, junto con todos los consagrados, la anchura y longitud y altura y profundidad, y conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento. Así os llenaréis del todo de la plenitud de Dios» (Ef 3,14-19; cf. 1,15-21). Esto lo desarrolla en tres etapas: abandono de la existencia fundada en el poder gracias a la fe y al amor de Cristo y a Cristo, muerto y resucitado; Cristo crea el sentido y el centro de la vida porque vehicula la salvación de Dios; y la configuración con él, que se hace gracias al Espíritu, inicia la salvación en esta vida y termina en la futura de resurrección.


           
Pablo lo resume en un párrafo de su carta dirigida a los cristianos de Filipos: «Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el superior conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo y estar unido a él. No contando con una justicia mía basada en la ley, sino en la fe de Cristo, la justicia que Dios concede al que cree. ¡Oh!, conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos; configurarme con su muerte para ver si alcanzo la resurrección de la muerte» (Flp 3,8-11). El conocimiento de Cristo se entiende como una relación personal, como una revelación personal: quien elige es Dios por medio de Cristo, quien obedece es el hombre; y la comunión con Cristo conduce a reconocer su «señorío» en orden a la salvación. Si esto es así, es lógico que dé por perdida toda su fe anterior en la justicia de la ley, en la autosuficiencia que lleva pareja una vida dirigida según las tradiciones emanadas de la ley. Pablo desea que Dios le encuentre en Cristo al final de sus días y, además, los cristianos le encuentren en Cristo en la vida presente para aprender a caminar en la vida «nueva» que él ofrece. Y para ello no existe problema alguno, ya que para llevar a cabo la vida «nueva» Dios ha conferido su potencia de gracia, su relación de amor, a Cristo con la Resurrección. Así es posible superar todas las situaciones de la vida provenientes del hombre «viejo», de la debilidad humana (cf. 2Cor 12,9-10), que impiden caminar en la senda del Señor (cf. Flp 1,21). La comunión con Cristo lleva aparejada, por una lado, la participación en sus sufrimientos, en su cruz en la que quedan fijados todos los males de esta vida y que Pablo los considera muertos en la muerte de Jesús, impotentes para significar algo en la vida «nueva» (cf. Rom 6,6; 8,3; Gál 2,19; 2Cor 4,10); y la comunión con Cristo, por otro lado, entraña la pertenencia a la vida de resurrección que alcanzará a todo su esplendor en la plenitud de los tiempos.  

S. Francisco. Carta a un Ministro. VII

                                                       MISERICORDIA      
                             «CARTA A UN MINISTRO» DE SAN FRANCISCO
                       

                                               VII


                                    Obediencia como relación de amor

            Francisco inserta los sufrimientos del Ministro en los sufrimientos de Cristo, sufrimientos que causan la salvación; por tanto, hay que aceptarlos cuando no hay otra alternativa. Como hemos visto, el dolor causa la salvación cuando se vive como una relación de amor con Dios, que significa la obediencia a su voluntad. La fidelidad de Dios exige a su criatura, después de la rebeldía, la obediencia para plasmar en la historia el proyecto de salvación diseñado desde el momento que se le escapó la creación de sus manos. Hay que considerar tres perspectivas[1].
           
Dios es fiel. Cuando Jesús está crucificado, los judíos le piden que baje de la cruz. La petición expresa una concepción de Dios, no sólo todopoderoso, sino también fiel. Dios es fiel a su Alianza (cf. Dt 7,9), a sus promesas (cf. 2Sam 7,28), incluso se proclama que Dios es fidelidad (cf. Dt 32,4)[2]. Pero la dimensión de fidelidad de Dios se resquebraja con las injusticias que sufren todos los justos y con la muerte de Jesús en cruz, cuando se mantuvo fiel a Él en su vida. La Resurrección de Jesús como primicia de la resurrección de todos los justos y de toda la creación, salida de sus manos bondadosas, prueba que el Dios omnipotente en su dimensión física no existe. Dios es Amor (cf. 1Jn 4,8.16) y, por tanto, débil; por eso, es víctima del poder del mal, como demuestra la cruz. Este Dios está incapacitado para salvar a su Hijo por su poder físico. Dios sufre la muerte de su Hijo por ser todo y sólo Amor.  Pero este amor es omnipotente: es capaz de crear y recrear[3].

           
2º Frente a la desobediencia generalizada, Jesús está dispuesto a obedecer la voluntad de Dios que ha decidido recrear y salvar su creación. Jesús obedece en todo a Dios; su objetivo es someterse a la voluntad del Padre hasta identificarse con Él: «Yo y el Padre somos uno». Así pues, obedece a María y a José y al Padre en el contexto de una espiritualidad donde la Ley regula las relaciones familiares, sociales y religiosas; obedece a Dios en la angustia de Getsemaní (cf. Mc 14,36par), y hasta en su muerte en la cruz (cf. Lc 23,46), donde la obediencia mantenida desde el Bautismo, cuando el Padre le indica la forma de conducirse en Israel, le lleva al extremo de dar su vida: «…y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8). Y porque obedece, Dios le escucha y le salva de la muerte: «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote según el rito de Melquisedec» (Heb 5,7-9). Con la obediencia a la voluntad divina se mantiene fiel a la misión encomendada y consigue la salvación para todos, como el siervo. En este sentido Pablo afirma: «Como por la desobediencia de uno todos resultaron pecadores, así por la obediencia de uno todos resultarán justos»; o con respecto a los creyentes: « ¿No sabéis que si os entregáis a obedecer como esclavos, sois esclavos de aquel a quien obedecéis? Si es al pecado, destinados a morir; si es a la obediencia, para ser inocentes»[4].
           
El seguimiento e identificación con la voluntad del Padre implica una relación especial con Él, un compromiso y un estilo de vida. Obedecer a Dios no significa para Jesús la renuncia a su libertad y a su autodeterminación, que entraña la destrucción de su yo personal. No es la obediencia a unas normas con vistas a la convivencia social. Tampoco es la obediencia debida a los superiores para ejecutar sus órdenes al modo militar, político o económico.
            Obedecer a Dios es establecer una relación de amor, en este caso un amor filial. Esto exige en Jesús una intimidad con Dios muy intensa, la propia del amor entre un padre y un hijo, como se contempla en el siervo: «¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos! El Señor desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre […] Ahora, pues, dice el Señor, el que me plasmó desde el seno materno para siervo suyo, para hacer que Jacob vuelva a él, y que Israel se le una. Mas yo era glorificado a los ojos del Señor, mi Dios era mi fuerza». Y se le describe como la Palabra que vive en la gloria divina desde siempre: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios»[5]. De ahí que Jesús sepa leer lo que quiere Dios en la historia y lo haga voluntad propia: «Si cumplís mis mandamientos, os mantendréis en mi amor; lo mismo que yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y me mantengo en su amor» (Jn 15,10).
           
Como consecuencia de ello viene el compromiso libre con el que responde a Dios y se entrega por entero a todos; porque la voluntad divina a la que se sujeta Jesús es la salvación, es la recreación de todas las cosas para que manifiesten el proyecto que Dios tiene de ellas desde el principio del tiempo. Jesús lo hace con los enfermos, los pecadores, los pequeños, los paganos, los pobres. El Reino que proclama no es anuncio solo, es presencia real en la historia, aunque iniciada, que no cumplida por entero: «También nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve?»[6]. Por el Espíritu anhelamos la salvación, no por nuestra tendencia natural e iniciativa, o porque las calamidades nos empujan a una salvación que en el horizonte histórico aparece como imposible. Pero dicha salvación —escribe Pablo― no se presenta en la historia toda y totalmente, sino desde la experiencia salvadora comenzada en la vida personal y colectiva por la Resurrección de Jesús se desea su aplicación y culminación en todos los bautizados.
La relación de amor con Dios, que inserta en la historia como presencia de la salvación, la simboliza Jesús con un estilo de vida sencillo y humilde, como corresponde al siervo. Fiel y obediente a la llamada divina, se lanza por los caminos de Galilea de forma que su disponibilidad a la causa de Dios le conduce a una vida itinerante que le aleja de su familia y de su trabajo. Es el servicio de Jesús como sacramento del amor donde viene a parar la obediencia. Pongamos un ejemplo, antes expuesto desde otra perspectiva. Juan y Santiago, dos componentes de los Doce, se acercan a Jesús para pedirle ocupar los lugares de más honor en su gloria[7]. La respuesta de Jesús frustra su aspiración y anhelo, y va en otra dirección: deben asumir su destino de pasión[8]. No es una recompensa con gloria, sino tener capacidad para transitar por el camino del sufrimiento. La gloria corresponde a la voluntad divina, a su soberanía y no al deseo de cada uno de conquistarla. Aquí está, en parte, el nivel de preferencias entre los seguidores. Ellos, con demasiada confianza en sí, responden: «podemos»[9].
La ambición de los hijos de Zebedeo provoca la rabia de los restantes discípulos. Entonces Jesús cambia la ambición por el servicio, que es la expresión externa de la relación de amor, fundamento de la formación del grupo, y expresa de una manera directa lo que es la obediencia a Dios: servir a los demás[10]. Y lo ejemplifica en la Última Cena: «[Jesús] se levanta de la mesa, se quita el manto, y tomando una toalla, se la ciñe. Después echa agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba ceñida [...] Pues si yo [...] os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros mutuamente los pies»(Jn 13,4-5.14).
La actitud que provoca una relación de servicio mutuo es la obediencia a Dios y a la misión de hacer presente el Reino, dicha obediencia es la única válida en la comunidad que forma el discipulado. Y esto no deben perderlo, por más sufrimiento que entrañe su misión y convivencia: «Todos serán sazonados al fuego [...] Buena es la sal; pero si la sal se vuelve sosa,¿con qué la sazonarán? Vosotros tened sal y estad en paz entre vosotros» (Mc 9,49-50par).




[1] Cf. F. Martínez Fresneda, Madre Paula Gil Cano. Biografía Teológica. Murcia  2013, 412-426.
[2] Dios protege y recompensa a sus elegidos, como sucede con los jóvenes arrojados al horno por no comer manjares impuros en la corte de Nabucodonosor (cf. Dan 1,1-15); o con Daniel, cuando lo lanzan al foso de los leones (cf. 6,17-29); o con Susana y los dos viejos que quieren abusar de ella (cf. 13,1-63). Se pone un interrogante a la fidelidad de Dios al justo cuando este sufre y el injusto tiene suerte. Entonces pregunta Jeremías al Señor: «¿Por qué prosperan los malvados y viven en paz los traidores?» (12,1). Pero, no obstante las adversidades del justo, se mantiene la idea de la justicia y bondad de Dios (cf. Job 38-41).
[3] Cf. F. Martínez Fresneda, Jesús, Hijo y Hermano, 338-339.
[4] Rom 5,6; 6,16; Jn 8,34; etc.; cf. F. Martínez Fresneda, Jesús de Nazaret, 343-345.
[5] Is 49,1-5; Jn 1,1-2.
[6] Rom 8,23-24; Lc 11,3; Mt 6,10.
[7]  Mc 10,35-45 par. La gloria del Hijo del hombre se revelará en la parusía para llevar a cabo el juicio: «Si uno se avergüenza de mí y de mis palabras, ante esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre y acompañado de sus santos ángeles», Mc 8,38; cf. 13,26; Mt 25,31.
[8] La copa simboliza desgracia y destino como pasión y muerte: «El Señor tiene una copa en la mano, un vaso lleno de vino drogado: se lo hace beber hasta las heces a todos los malvados de la tierra», Sal 75,9; cf. Jer 51,7; 49,12; Ez 23,31-32; Hab 2,26; el bautismo comporta la misma significación: 2Sam 22,5; Sal 42,8; 69,2-3; Is 43,2; etc.
[9] Mc 10,39. Hay constancia del martirio de Santiago: «Por aquel tiempo el rey Herodes emprendió una persecución contra algunos miembros de la Iglesia. Hizo degollar a Santiago, hermano de Juan», Hech 12,1-2. Juan vive aún cuando Pablo visita Jerusalén por segunda vez, y opina que es una columna de la Iglesia: Gál 2,9.
[10] Marcos crea la misma escena durante un viaje que termina en Cafarnaún y después del segundo anuncio de la pasión (Mc 9,30-32). Discuten los Doce sobre quién es el más grande: «Si uno aspira a ser el primero, sea el último y servidor de todos. Después llamó a un niño, lo colocó en medio de ellos, lo acarició y les dijo: Quien acoja a uno de éstos en atención a mí, no me acoge a mí, sino al que me envió», Mc 9,33-37par. El significado del gesto de amor de Jesús reafirma la enseñanza previa al dicho del servicio: la debilidad y la insignificancia social que manifiesta la niñez, contra el poder político-militar y la relevancia económica de los jefes y poderosos, es la que encarna la dignidad de Jesús. En su vida y ministerio está la presencia del Reino, como enviado o embajador o representante del Padre.