martes, 19 de mayo de 2015

El Espíritu y María

                                      TOTA  PULCHRA, ENTERAMENTE HERMOSA

                                               

                                                                                                                                                                                                                           ELENA CONDE GÜERRI
                                                                                                       Facultad de Letras
                                                                                                       Universidad de Murcia


                    

Entre brumas, se les fue difuminando ante su vista. Sin duda, quedarían atónitos. También, muy tristes pero, sobre todo, desconcertados y temerosos ante un nuevo estado de
 orfandad que, probablemente, no habían masticado antes. En esos momentos, quizá ninguno recordaba la promesa que el Maestro les había hecho: "no os dejaré solos, os enviaré al Paráclito".
 Pentecostés, en efecto, está ya aquí y es la confirmación definitiva. Todo parece indicar que en el centelleo de las lenguas de fuego estaba también María, la madre del Señor, unida ya su vida a
 la de los apóstoles en un ritmo cotidiano de evocadora oración.
                    Ella siempre había estado con todos ellos pero sin invadir las escenografías. Por delicadeza voluntaria o por omisión consciente o inconsciente de los Evangelios canónicos (demos licencia a la imaginación), la Virgen se prodiga poco en la vida del Señor. Sus presencias puntuales, no obstante, son como faros potentes para garantizar la serena travesía de los viajeros hacia  el Oriente inmarcesible. Para no perderse, para ahondar en la cristología y deducir que Cristo y su madre eran como una misma cosa "desde el momento, fijado desde toda la eternidad, en que  el Padre envió a su Hijo y el Espíritu Santo, que ya había infundido la plenitud de gracia en María de Nazaret, plasmó en su seno virginal la naturaleza humana de Cristo". Por eso, "la liturgia más  antigua y muchos Padres de la Iglesia desde el siglo IV, como Ambrosio de Milán, saludan a María como a su exordio, viendo en su Concepción inmaculada la proyección anticipada de la gracia  salvadora de la Pascua y porque el hecho de la Encarnación encuentra indisolublemente unidos a Cristo y a María". Con Stella matutina la piropeamos también, porque esa es la estrella que  precede a la salida del sol. María, desde su Concepción inmaculada, ha precedido a la venida del Salvador que es por antonomasia Sol iustitiae. Por ello, desde el principio de la Iglesia María estaba ahí. La iglesia de Jerusalén, esa pequeña y primera comunidad tras la Ascensión del Señor, es ya la Iglesia y María la acompaña. Aunque ellos no lo advirtieran con toda lucidez. Ella  siempre estuvo ahí  y, en consecuencia, "en un futuro, la Iglesia que camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y el encuentro del Señor que llega, procede en este camino recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María, que avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz". María va en cabeza de la infinitud de miembros, que somos todos nosotros, hacia la esperanza escatológica.
                    
Ella quiso construir los cimientos de esa esperanza desde que era casi una niña, cuando dijo al misterioso emisario para que éste se lo trasmitiera a Dios. Su elección fue, sin duda, la mejor de la historia porque sus consecuencias trascendieron las meras categorías de todo proceso histórico. La identidad de la elegida y su perfecta obediencia se evidencian en muchas de sus presencias puntuales en los textos, como se ha dicho. En la Visitación a su prima Isabel, por ejemplo, ésta da testimonio con sus palabras, explícitamente, de que María es la madre del Mesías mientras el Bautista, aún en gestación, lo ratifica con gozosa kinesia. Pero es la frase que Isabel le dice al final del encuentro, feliz la que ha creído , el punto de partida de donde "ella inicia todo su camino hacia Dios, todo su camino de fe cada vez mayor, que tendrá analogías sorprendentes con la fe de Abraham". Y con y por su fe, experimentó en su vida felicidades sublimes, momentos excelsos y oscuros, trazos íntimos para saborear a escondidas. Pero cortados por presagios tremendos: una espada te atravesará el alma. Su vida fue, en efecto, un contrapunto constante de alegrías inmensas y sufrimientos desmesurados, desde el alumbramiento de su Hijo y su adoración, todavía tan pequeño y  anodino, por Magos prestigiosos, hasta la crucifixión, pasando por el  exilio en Egipto y la vida silente en Nazaret donde ella "está diariamente en contacto con el misterio inefable de Dios que se ha hecho hombre". Y, luego, la pérdida momentánea del Hijo adolescente en el viaje al templo de Jerusalén y, algo después, su certera y amorosa insinuación en las bodas de Caná
y tantas y tantas vivencias hasta el rotundo "ahí tienes a tu Madre" de la boca del agonizante. Jesús nos la entregó desde ese momento a nosotros, a toda la humanidad, como la Madre por antonomasia que no nos abandona y jamás lo hará. Ella ocupa, así,  "un lugar especial en toda la economía dela salvación". De la salvación que va implícita al triunfo de la Resurrección de su Hijo y al secreto gozo de que ella siempre supo que su Señor no moriría para siempre. Aunque no lo gritase y aunque los primeros elegidos, entonces, y ahora nosotros seamos lentos de reflejos y torpes en el amor. María siempre ha estado y sigue estando " a través de la historia de las almas".
      En la piedad católica, el mes de mayo ha estado tradicionalmente dedicado a la Virgen María. No me pregunten por qué, tampoco lo he indagado. Pues en la liturgia específica, las tres grandes solemnidades de la Virgen, Anunciación-Encarnación, Inmaculada Concepción y Asunción, se celebran en otros meses. ¿Quizá sea por la eclosión de la naturaleza en aromas y colores diversos ante la que es llamada Rosa mística?. Cuando yo y tantos otros eramos niños, seguíamos en el cole aquella hermosa dinámica de levantar pequeños altares a la Virgen, peanas minúsculas adornadas con florecillas silvestres y efímeras cuyo único legado era nuestro amor por Ella. No comprendíamos mucho más. Pero ahora, nosotros y muchos más somos adultos. Creo que el regalo de la fe, para quien la ha recibido y libremente desea enriquecerla y mimarla, exige comportamientos y acciones de adultos. En este campo específico y en este mes, María lo merece. Voluntariamente, hoy he omitido en las citas evangélicas los versículos pertinentes y sólo en parte el texto completo me pertenece. Todas las frases entrecomilladas son de la pluma del Papa Juan Pablo II, hoy ya canonizado, de su encíclica Redemptoris Mater, rubricada el 25 de marzo de 1987. Anímense a leerla, como reflexión inicial, todos aquellos  que se emocionen con la frase que San Efrén el Sirio, a mitad del siglo IV, dedicó a María : "Tu eres la cítara del Espíritu Santo".