jueves, 7 de mayo de 2015

VI. Aparición a María de Magdala

                                                                APARICIONES


                                                                       VI

                                               A María de Magdala



 Los discípulos después de visitar el sepulcro vacío por indicación de María Magdalena, vuelven a Jerusalén. María permanece junto al sepulcro llorando, como la otra María, hermana de Lázaro, llora su muerte (Jn 11,31.33). Las lágrimas responden a la ausencia de Jesús del sepulcro, y al comprobar la ausencia del cadáver se encuentra con dos ángeles vestidos de blanco que custodian la tumba, y «le dicen: Mujer, ¿por qué lloras? Responde: Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto» (Jn 20,11-13). Y es que el sepulcro no es el lugar de la muerte en el caso de Jesús; por eso la tristeza que expresan las lágrimas no es la actitud adecuada. Ya lo había advertido Jesús: «Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis mientras el mundo se divierte; estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20).

La primera aparición que cambia la tristeza de los discípulos se reserva a María en el lugar que es el símbolo de la muerte, como es el sepulcro. Por eso María deja de mirarlo, se vuelve y ve, aunque sin conocerlo, a Jesús de pie, signo de que vive. He aquí el relato: «Dicho esto, [María] dio media vuelta y ve a Jesús de pie; pero no reconoció que era Jesús. Le dice Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a recogerlo» (Jn 20,14-15). La pregunta de Jesús refuerza la búsqueda de María y el deseo de encontrarlo, como la esposa del Cantar y el hombre de la Sabiduría. Sólo cuando Jesús pronuncia su nombre, «¡María!», como el esposo a la esposa del Cantar (5,2), como Dios a Israel (Is 43,1), María reconoce a Jesús. Ya lo había predicho antes Jesús comparándose con el buen pastor que cuida de las ovejas: «... El que entra por la puerta es el pastor del rebaño. El portero le abre, las ovejas oyen su voz, él llama a las suyas por su nombre y las saca» (Jn 10,2-3).

Y María le responde «¡Maestro!» creyendo recuperar las relaciones que había mantenido en la historia. Entonces Jesús pronuncia estas palabras: «Suéltame, que todavía no he subido al Padre» (20,17) en el sentido de que pertenece a una nueva dimensión que ella todavía ni ha comprendido ni está capacitada para compartir puesto que sólo podrá hacerlo cuando reciba el Espíritu una vez que Jesús esté en la gloria del Padre, o al menos haya cumplido la etapa de incorporarse a la gloria desde donde vino a encarnarse (Jn 1,14). En efecto, María captará su nueva identidad al acoger el Espíritu, una identidad que reviste una forma diversa a la que conoció en sus relaciones con él anteriores a la muerte. Por eso la resurrección lleva consigo un cambio radical en las relaciones de Jesús con sus discípulos, donde hay que tener en cuenta la rotura de la comunicación histórica por la muerte, la exaltación a la gloria del Padre y la búsqueda y encuentro en una nueva presencia que requiere la fe vivida en comunidad y celebrada en la eucaristía.

A continuación Jesús le da la misión a María: «Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios. Llega María anunciando a los discípulos: He visto al Señor y me ha dicho esto» (Jn 20,17-18). El mensaje de Jesús a María y a los Once es el resumen de la presencia evangelizadora de Jesús. Él ha recreado a los hombres haciéndolos una fraternidad, y los hombres son fraternos en la medida en que son hijos del Padre. Dios se ha revelado en Jesús como Padre de una nueva humanidad que se concibe como hija de Él y hermana de todos. El mensaje de María a los discípulos ha cambiado radicalmente del primero que les dio, el que, sin contenido, avisa que «se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn 20,2). Ahora Jesús vive como «hijo» de Dios Padre y se encuentra como «hermano» entre los «hombres». Es el que ha conseguido para toda la humanidad la relación filial con el Padre y, por ende, revelarnos esta nueva actitud y relación de Dios para con todas las criaturas. La nueva identidad de Jesús y de los hombres es la que deberán los discípulos extender por toda la tierra (Mc 16,15par).