lunes, 6 de abril de 2015

                                              LAS APARICIONES


                                                           I

La convicción de que Jesús vive parece que proviene de una aparición o una serie de apariciones o encuentros con los discípulos más cercanos y que se formulan de una manera muy escueta. Pablo lo escribe: «... se apareció a Cefas y después a los Doce...» (1Cor 15,5). Marcos lo da a entender en el relato sobre la visita de las mujeres al sepulcro vacío: «Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de ellos a Galilea. Allí lo verán, como les había dicho» (Mc 16,7). A este hecho simplemente afirmado se le da más tarde un cuerpo de relato en el que se relaciona a Jerusalén con el sepulcro y a Galilea con las apariciones. Lo mismo sucede con el tiempo, que se concreta en el amanecer del primer día de la semana del sepulcro con el anochecer de las apariciones (cf. Lc 24,29; Jn 20,19). Más tarde las apariciones se diversifican y se usan según los objetivos de Mateo, Lucas y Juan.
El desarrollo de los relatos de las apariciones proviene del lógico interés de las comunidades de fundar la fe en lo que constituye su auténtico arranque histórico, como es la experiencia de la resurrección: «... si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es vana nuestra fe» (1Cor 15,14). Experiencia que se adapta a las situaciones de las comunidades y a las interpretaciones más válidas para que Jesús se mantenga vivo y operante en ellas. Las reconstrucciones del hecho de las apariciones son muy ricas y divergentes. Algunas apariciones transmiten el encuentro entre Jesús resucitado y sus discípulos más cercanos, a los que se les capacita para una determinada misión y con la que se pretende narrar la creación de la comunidad cristiana. Son apariciones que fundan el cristianismo, además de explicar en qué consiste la resurrección. Otras apariciones se orientan a enseñar el proceso creyente para llegar a la convicción y experiencia de la resurrección, toda vez que ya no es posible a los cristianos de las generaciones posapostólicas un encuentro con el resucitado. Por último, hay que afirmar que las apariciones no se deben confundir con el hecho de la resurrección, sino que son la consecuencia lógica de ella y se utilizan para testimoniar la acción divina sobre Jesús. Como no existe una relato pormenorizado de la resurrección, las apariciones determinan lo más cercano a ella.


                                                A LOS DISCÍPULOS

a. Los Once están en Galilea para encontrarse con Jesús resucitado, como les había citado previamente por medio de las mujeres que habían visitado el sepulcro (Mc 16,7; Mt 28,7.10). El lugar del encuentro es un «monte», un sitio donde Jesús revela la voluntad de Dios a su pueblo (cf. Mt 5,1; 8,1) y se revela como enviado suyo a los discípulos (cf. Mt17,1.5). Entonces escribe Mateo que «al verlo, se postraron, pero algunos dudaron» (Mt 28,17). Sucede igual que cuando Jesús sale al paso de las mujeres cuando huyen del sepulcro (cf. Mt 28,9). Es la postración y adoración ante quien ya creen como su Señor, no obstante haya sido difícil el camino de acceso a la creencia, sobre todo a la de la resurrección. Tenemos un ejemplo en las escenas que narra el Evangelista de la tempestad del lago en la que los discípulos creen naufragar (cf. Mt 8,26), o del hundimiento de Pedro en el agua (cf. Mt 14,30-31) como muestras de sus dudas y falta de fe en la fuerza y la veracidad de la palabra de Jesús.     
Pero el señorío de Jesús responde a la debilidad de los discípulos. Jesús ha sido revestido de todos los poderes por Dios Padre. Está capacitado para revelar la voluntad salvífica de Dios y para ejercerla, y como tal la participa en cierta medida en su ministerio público: «Y llamando a sus doce discípulos, les confirió poder sobre espíritus inmundos, para expulsarlos y para curar toda clase de enfermedades y dolencias» (Mt 10,1). Los Doce, unidos a Jesús, se centran en las ovejas descarriadas de Israel, predican el Reino y hacen toda clase de signos para indicar que Dios está cercano o se está acercando a su pueblo (Mt 10,7-8). Sin embargo, todo cambia con la resurrección aunque tenga elementos básicos de continuidad, como es la misión.
Por consiguiente, ahora que está sentado a la derecha del Padre: «Jesús se acercó y les habló: Me han concedido plena autoridad en cielo y tierra. Por tanto, id a hacer discípulos entre todos los pueblos; bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a cumplir cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20). El señorío de Jesús es universal y en este ámbito confiere la misión a los discípulos. Ellos no deben centrarse sólo en las ovejas de Israel, sino recorrer todo el mundo, todos los pueblos, para anunciar la buena noticia del Reino (cf. Mt 25,32). El mensaje es muy concreto a estas alturas. En primer lugar el bautismo es el rito para introducirse a la fe y declarar el sentido de pertenencia a la comunidad. En él se adquiere la filiación divina, que el Padre manifiesta a Jesús en su bautismo realizado por Juan (cf. Mc 1,11par). El Padre es el nuevo rostro de Dios, y su Espíritu, el poder de amor por el que las personas se saben consagradas recreando el mundo en la nueva dimensión que ha inaugurado la presencia histórica de Jesús.

En segundo lugar, el mandamiento del amor, que resume la ley y las enseñanzas de los profetas (Mt 22,37-40), es lo que los discípulos tienen que enseñar y hacer cumplir a los nuevos cristianos para que puedan consagrarse y consagrar la creación a Dios, es decir, hacer de nuevo toda la realidad imagen y semejanza del nuevo rostro misericordioso de Dios revelado por Jesús. En tercer lugar, si los discípulos siguen estas normativas, él no los abandonará. Que Jesús esté con ellos, es la garantía de la validez de su misión significada en su permanencia entre los pueblos a lo largo del tiempo. La compañía de Jesús, en fin, es la seguridad del éxito de la misión, antes que la calidad del discípulo. Un éxito que se verá cuando transcurra todo el tiempo que hay entre la resurrección y la venida como juez a separar la paja del trigo, a los que han amado al prójimo de los que lo han despreciado (Mt 13,49; 25,34.41). 
             II DOMINGO DE PASCUA (B)

                     
                   «¡Señor mío y Dios mío!»

Evangelio según San Juan 20,19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto, entró Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo: —Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos. Tomás, uno de los Doce, llamado «el Mellizo», no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: —Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: —Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: —Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás: —Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: — ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: — ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de sus discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.



          1.- Dios. Los discípulos estaban encerrados por miedo a los judíos. Viven el tiempo muerto que hay entre su amarga experiencia de la muerte en cruz de Jesús y su manifestación gloriosa. Es entonces cuando se encuentran con Jesús, o mejor Jesús se encuentra con ellos, imponiéndose a su vista, a su corazón, a su mente. Es él mismo, pero no el mismo; no vive ni es de la misma forma que cuando predicaba el Reino con ellos en Galilea. Ahora Jesús traspasa paredes y les cuesta reconocerlo. Ante el miedo de los discípulos, Jesús infunde paz y les hace ver que sigue siendo su Maestro, su Profeta, pero ahora, al tener la vida divina y manifestarse lo que es en verdad, es su Señor.  Por eso no deben tener miedo ni a nadie ni a nada. Y prueba de ello, no es su trono glorioso, ni su poder celeste, ni su majestad divina, etc., etc., todo lo que ellos pensaban que rodeaba la gloria de Dios o formaba parte de su ser. La prueba que les da son las marcas de su extremo sufrimiento. Lo que le condujo su amor por ellos y por todos: morir en cruz. El dolor, pues, inevitable en la vida humana, expresión de su debilidad, egoísmo y soberbia, forma ya parte del mismo Hijo de Dios.
           
2.- La comunidad. Jesús le da la paz y ellos se llenaron de alegría al encontrarse de nuevo con él. Pero Tomás al no estar en el encuentro, aún anda en tinieblas. Y los demás, poseídos por la fe pascual, por el Jesús resucitado, repiten el estribillo del día de Pascua: «Hemos visto al Señor». Pero Tomás responde que Jesús debe adaptarse a sus exigencias racionales: debe comprobar que, efectivamente, está vivo, pero vivo como él lo conoció y convivió, como Pedro busca pruebas en la tumba vacía, o María se abraza al Resucitado como si fuera su Jesús antes de morir. Jesús, la Palabra encarnada, la Palabra hecha hombre, cede a las exigencias de Tomás, e inicia de nuevo con él el camino de las pruebas racionales a la fe pascual, de las pruebas de los sentidos a la fe que capta su dimensión filial divina. Unas pruebas que no son ya el compartir alegre la misión en Galilea, sino las señales que deja el dolor. Y pasa a la fe Pascual como don del Señor. Y el Señor indica la bienaventuranza de todos nosotros que sin haber creemos visto al Señor. Hemos aprendido en la familia, en la comunidad eclesial o religiosa que la vida de Jesús empieza en Belén y termina en el Gólgota; se nos ha enseñado en las catequesis y con el ejemplo de nuestros padres y tantos maestros que la vida es paz, perdón, reconciliación, trabajo, cuidado de los demás, salir de sí y ver las necesidades del prójimo. La vida no es sólo poder o imposiciones que originan situaciones de auténticos esclavos, u orgullos fatuos que cubren existencias superficiales y vanas que siguen los dictados de la moda al uso; actitudes que sólo alcanzan una temporada y siempre tienen que empezar de nuevo. La vida, al final, es la de quien es capaz de pronunciar: ¡Señor mío y Dios mío!, como camino de fe y de amor.

           
3.- El hombre. Como el Señor envía a Jesús (cf. Jn 17,18) así les envía él a todos los pueblos de la tierra dándole su Espíritu. Con su relación de amor serán capaces de dar  también su vida por los demás y con las mismas actitudes suyas. Ahora, con su Espíritu, se transforman y viajan por todo el mundo para ofrecer la salvación de Dios centrada en Jesucristo. Y la salvación se transmite por la Palabra, una Palabra que está enraizada en una vida humana, para que todo el mundo la pueda comprender, se pueda identificar con ella y la pueda seguir. El perdón de nuestros pecados no proviene de profesar una filosofía, una ideología, o unos pensamientos buenos y bondadosos. La salvación que es capaz de enquistar y perdonar los pecados humanos proviene de las relaciones de amor que sepamos y podamos establecer con los demás según el modelo de las relaciones de paz y bien que mantuvo Jesús en la vida. Ya tenemos un objetivo: el bien de los demás; un medio: todo lo que sirva para hacerles el bien, para alcanzar su dignidad; un poder: el amor que deposita el Espíritu en nuestros corazones.

           


«A los ocho días, se les apareció Jesús»

               II DOMINGO DE PASCUA (B)

                «A los ocho días, se les apareció Jesús»

Evangelio según San Juan 20,19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto, entró Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo: —Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos. Tomás, uno de los Doce, llamado «el Mellizo», no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: —Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: —Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: —Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás: —Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: — ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: — ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de sus discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.

1.- Contexto. En la Vigilia de Pascua hemos escuchado el anuncio de la resurrección a María Magdalena. En la mañana María, Pedro y Juan comprueban que, efectivamente, el cadáver de Jesús no está en el sepulcro. Vuelven a la casa donde estaban y en ella se les aparece Jesús resucitado. Todo el párrafo trata del camino que deben recorrer los discípulos para llegar a la fe en la resurrección: la aparición a Tomás (Jn 20,24-29), porque, en el tiempo que se redacta este párrafo, ya han desaparecido los testigos directos que se han encontrado con Jesús resucitado.Se trata de cómo se accede a la fe en la resurrección. La escena se dispone en una casa, al atardecer del primer día de la semana. Tomás no cree en la resurrección sólo con la fórmula pascual de la comunidad cristiana que se pone en boca de los discípulos o de María Magdalena: «¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20,18.25). Tomás desea ver e identificar al «Señor» por medio de «Jesús crucificado»: «Si no veo en sus manos la marca de los clavos y no meto el dedo por el agujero, si no meto la mano por su costado, no creeré» (Jn 20,25).  A los ocho días se presenta Jesús de nuevo cuando todos están reunidos en una sala cerrada: es un aviso a Tomás de la nueva identidad del «cuerpo resucitado» que es capaz de traspasar paredes. Después del saludo de paz, se dirige a Tomás y le dice: «Mete aquí el dedo y mira mis manos; trae la mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente»(Jn 20,26-27). Tomás para pronunciar la expresión de fe que ha escuchado a los demás discípulos, «¡Hemos visto al Señor!» necesita verlo físicamente, es decir, verificar por los sentidos que es su maestro y así creer en la resurrección, que a estas alturas es lo mismo que creer en el Señor.
2.- Sentido. Jesús responde a Tomás en la línea de los primeros testigos de la resurrección: porque has visto has creído. Tomás pertenece a esta generación. Pero el Evangelista pone en sus labios esta confesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!», que es la de las comunidades de la tercera generación cristiana, en torno al año 100, cuando Jesús se proclama como «Señor» exaltado y glorificado, y como «Dios» en cuanto indica el camino y lleva a los creyentes al único Dios (Jn 1,18; Ap 4,11). Estamos en el centro y objetivo del párrafo evangélico escuchado. Jesús afirma «dichosos a los que creen sin haber visto» (Jn 20,28-29). Felices serán los que le confiesen como «Dios y Señor». Es una afirmación que pertenece exclusivamente al don de la fe, la que da el Señor para que se experimente y se comprenda a su Hijo como el único mediador de su salvación. Para los cristianos de todos los tiempos la creencia en Jesús como «Señor» no debe fundarse en el ver que compruebe su identidad histórica.
3.-  Acción.  La resurrección, como afirmamos el domingo pasado, indica que Jesús está en la dimensión divina que sólo es posible captar y experimentar por la fe, la gracia que nos da el Señor para poder comunicarnos con Él. Pero no debemos olvidar cómo termina el Evangelio de hoy: «Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de sus discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre». La vida, pues, no podemos enraizarla en la tierra del poder, o de la vanidad, o de la facilidad de vida, como le invita el diablo a Jesús para aplicar el proyecto salvador que el Señor le ha revelado en su bautismo. A la resurrección se llega por una fe que entraña una vida amorosa, humilde, forzosamente débil, que atrae  a todos por el testimonio de que sólo es posible por la relación de amor del Señor. Desaparece la aspiración de los discípulos, de los hijos de Zebedeo, de estar flanqueando a un Jesús poderoso; seguir a Jesús, es seguir a Jesús que tiene incluso en la gloria las marcas de la crucifixión, como expresión máxima de su amor. Y a esto se llega más que corriendo, más que con la ansiedad de Pedro y el discípulo amado, con un andar lento, en el que pasamos de la fe familiar, cultural, escolar, a un encuentro personal con el Señor que nos cambia para darnos un suelo nuevo, una casa nueva, en definitiva, una vida nueva.