MISERICORDIA
«CARTA A UN MINISTRO» DE SAN FRANCISCO
VII
Obediencia como relación de amor
Francisco inserta los sufrimientos
del Ministro en los sufrimientos de Cristo, sufrimientos que causan la
salvación; por tanto, hay que aceptarlos cuando no hay otra alternativa. Como
hemos visto, el dolor causa la salvación cuando se vive como una relación de
amor con Dios, que significa la obediencia
a su voluntad. La fidelidad de Dios exige a su criatura, después de la
rebeldía, la obediencia para plasmar en la historia el proyecto de salvación
diseñado desde el momento que se le escapó la creación de sus manos. Hay que
considerar tres perspectivas[1].
1º Dios es fiel. Cuando Jesús está crucificado, los judíos le piden
que baje de la cruz. La petición expresa una concepción de Dios, no sólo todopoderoso,
sino también fiel. Dios es fiel a su Alianza (cf. Dt 7,9), a sus
promesas (cf. 2Sam 7,28), incluso se proclama que Dios es fidelidad (cf. Dt 32,4)[2]. Pero la dimensión de fidelidad de Dios se resquebraja con las
injusticias que sufren todos los justos y con la muerte de Jesús en cruz,
cuando se mantuvo fiel a Él en su vida. La Resurrección de Jesús como primicia
de la resurrección de todos los justos y de toda la creación, salida de sus
manos bondadosas, prueba que el Dios omnipotente en su dimensión física no
existe. Dios es Amor (cf. 1Jn 4,8.16) y, por tanto, débil; por eso, es
víctima del poder del mal, como demuestra la cruz. Este Dios está
incapacitado para salvar a su Hijo por su poder físico. Dios sufre la
muerte de su Hijo por ser todo y sólo Amor. Pero este amor es omnipotente: es capaz de
crear y recrear[3].
Obedecer
a Dios es establecer una relación de amor, en este caso un amor filial. Esto
exige en Jesús una intimidad con Dios muy intensa, la propia del amor entre un
padre y un hijo, como se contempla en el siervo: «¡Oídme, islas, atended,
pueblos lejanos! El Señor desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de
mi madre recordó mi nombre […] Ahora, pues, dice el Señor, el que me plasmó
desde el seno materno para siervo suyo, para hacer que Jacob vuelva a él, y que
Israel se le una. Mas yo era glorificado a los ojos del Señor, mi Dios era mi
fuerza». Y se le describe como la Palabra que vive en la gloria divina desde
siempre: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios»[5]. De ahí que Jesús sepa leer lo que quiere
Dios en la historia y lo haga voluntad propia: «Si cumplís mis mandamientos, os
mantendréis en mi amor; lo mismo que yo he cumplido los mandamientos de mi
Padre y me mantengo en su amor» (Jn 15,10).
La relación de amor con Dios, que inserta en la
historia como presencia de la salvación, la simboliza Jesús con un estilo de
vida sencillo y humilde, como corresponde al siervo. Fiel y obediente a la llamada divina, se lanza por los
caminos de Galilea de forma que su disponibilidad a la causa de Dios le conduce
a una vida itinerante que le aleja de su familia y de su trabajo. Es el
servicio de Jesús como sacramento del amor donde viene a parar la obediencia.
Pongamos un ejemplo, antes expuesto desde otra perspectiva. Juan y Santiago, dos componentes de los Doce, se acercan a
Jesús para pedirle ocupar los lugares de más honor en su gloria[7]. La respuesta de Jesús frustra su aspiración y anhelo, y va
en otra dirección: deben asumir su destino de pasión[8]. No es una recompensa con gloria, sino tener capacidad para
transitar por el camino del sufrimiento. La gloria corresponde a la voluntad
divina, a su soberanía y no al deseo de cada uno de conquistarla. Aquí está, en
parte, el nivel de preferencias entre los seguidores. Ellos, con demasiada
confianza en sí, responden: «podemos»[9].
La ambición de los hijos de
Zebedeo provoca la rabia de los restantes discípulos. Entonces Jesús cambia la
ambición por el servicio, que es la expresión externa de la relación de amor,
fundamento de la formación del grupo, y expresa de una manera directa lo que es
la obediencia a Dios: servir a los demás[10]. Y lo ejemplifica en la Última Cena: «[Jesús] se levanta de
la mesa, se quita el manto, y tomando una toalla, se la ciñe. Después echa agua
en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos
con la toalla que llevaba ceñida [...] Pues si yo [...] os he lavado los pies,
también vosotros debéis lavaros mutuamente los pies»(Jn 13,4-5.14).
La actitud que provoca una relación
de servicio mutuo es la obediencia a Dios y a la misión de hacer presente el
Reino, dicha obediencia es la única válida en la comunidad que forma el
discipulado. Y esto no deben perderlo, por más sufrimiento que entrañe su
misión y convivencia: «Todos serán sazonados al fuego [...] Buena es la sal;
pero si la sal se vuelve sosa,¿con qué la sazonarán? Vosotros tened sal y estad
en paz entre vosotros» (Mc 9,49-50par).
[1]
Cf. F. Martínez Fresneda, Madre Paula Gil Cano. Biografía Teológica.
Murcia 2013, 412-426.
[2] Dios protege y recompensa a sus elegidos, como sucede con los
jóvenes arrojados al horno por no comer manjares impuros en la corte de
Nabucodonosor (cf. Dan 1,1-15); o con Daniel, cuando lo lanzan al foso de los
leones (cf. 6,17-29); o con Susana y los dos viejos que quieren abusar de ella
(cf. 13,1-63). Se pone un interrogante a la fidelidad de Dios al justo cuando este
sufre y el injusto tiene suerte. Entonces pregunta Jeremías al Señor: «¿Por qué
prosperan los malvados y viven en paz los traidores?» (12,1). Pero, no obstante
las adversidades del justo, se mantiene la idea de la justicia y bondad de Dios
(cf. Job 38-41).
[3]
Cf. F. Martínez Fresneda, Jesús, Hijo y Hermano, 338-339.
[5] Is 49,1-5; Jn 1,1-2.
[7] Mc 10,35-45 par. La gloria del Hijo del hombre se revelará en la parusía
para llevar a cabo el juicio: «Si uno se avergüenza de mí y de mis palabras,
ante esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del hombre se avergonzará de
él cuando venga con la gloria de su Padre y acompañado de sus santos ángeles»,
Mc 8,38; cf. 13,26; Mt 25,31.
[8] La copa simboliza desgracia y destino como pasión y
muerte: «El Señor tiene una copa en la mano, un vaso lleno de vino drogado: se
lo hace beber hasta las heces a todos los malvados de la tierra», Sal 75,9; cf.
Jer 51,7; 49,12; Ez 23,31-32; Hab 2,26; el bautismo comporta la misma
significación: 2Sam 22,5; Sal 42,8; 69,2-3; Is 43,2; etc.
[9] Mc 10,39. Hay constancia del martirio de Santiago: «Por aquel
tiempo el rey Herodes emprendió una persecución contra algunos miembros de la
Iglesia. Hizo degollar a Santiago, hermano de Juan», Hech 12,1-2. Juan vive aún
cuando Pablo visita Jerusalén por segunda vez, y opina que es una columna de la
Iglesia: Gál 2,9.
[10] Marcos crea la misma escena durante un viaje que
termina en Cafarnaún y después del segundo anuncio de la pasión (Mc 9,30-32).
Discuten los Doce sobre quién es el más grande: «Si uno aspira a ser el
primero, sea el último y servidor de todos. Después llamó a un niño, lo colocó
en medio de ellos, lo acarició y les dijo: Quien acoja a uno de éstos en
atención a mí, no me acoge a mí, sino al que me envió», Mc 9,33-37par. El
significado del gesto de amor de Jesús reafirma la enseñanza previa al dicho
del servicio: la debilidad y la insignificancia social que manifiesta la niñez,
contra el poder político-militar y la relevancia económica de los jefes y
poderosos, es la que encarna la dignidad de Jesús. En su vida y ministerio está
la presencia del Reino, como enviado o embajador o representante del Padre.
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