martes, 27 de octubre de 2015

Noviembre. Los difuntos

                                            EN EL SUEÑO DE LA MUERTE LUMINOSA




             Elena Conde Guerri
            Facultad de Letras
               Universidad de Murcia

          
El mes de noviembre comienza con la festividad de Todos los Santos, a la que sigue en el calendario la conmemoración de los fieles difuntos. Parece indudable la conveniencia de refrescar unas ideas, en cristiano, sobre estas celebraciones en un momento en que todo lo que gira en torno a la antropología de la muerte adolece de mirada superficial, de olvido, o de metamorfosis, en su caso. Nadie está obligado a cambiar de actitud pero una predisposición favorable a la reflexión, ayuda también a la comprensión cultural de un hecho que, en nuestro mundo occidental, hunde sus raíces en la herencia grecorromana. Sobre todo, en la escenografía ritual que los antiguos romanos tributaban a sus difuntos y que degeneró en fastuosidad desmedida cuando los protagonistas pertenecían al rancio patriciado o, en su momento, eran los emperadores. Los pasos esenciales de un código fúnebre meticulosamente fijado por la tradición, sagrada para los romanos, eran iguales para todos los difuntos, con independencia de su sexo o rango social. Sólo quedaban excluidos los niños (de pocos meses o años de vida) y los esclavos, aunque a los segundos se les permitía legalmente proveer en vida a sus últimas voluntades. Todos los demás, uniformados por la "pálida muerte", expresión muy del gusto de los poetas latinos, tenían que almacenar bajo la lengua la moneda para pagar al barquero Caronte. 
             
Soportar que, ante su cuerpo inerte, los más allegados gritasen su nombre por tres veces, para cerciorarse de que estaba realmente muerto y no era víctima de un colapso, y que el coro de plañideras pagadas a sueldo vociferasen su dolor acompañadas de instrumentos de viento y percusión para que la desolación por semejante pérdida fuese aún mayor y se diera publicidad sobre el extinto. El difunto seguía demostrando su paciencia, por decirlo así, ofreciendo su rostro a la mascarilla de cera que inmortalizaría sus rasgos, su cabeza a las coronas o galardones que ganó en vida y su cuerpo, al revestimiento con los atuendos más lujosos con los que le verían expuesto en el catafalco de su propia casa, durante unos cuatro días, todos los que quisieran despedirse y, de paso, ser vistos y mencionados con mayor o menor fortuna en las chácharas de los vivos. Una vez que el cortejo fúnebre se ponía en marcha extramuros de la ciudad, conforme a las disposiciones regladas por la Ley de las XII Tablas, para proceder a su inhumación o a su cremación, la oscuridad más absoluta se cernía sobre ese alter ego del difunto aunque sus restos reposasen en un espectacular mausoleo.
             
Los romanos eran muy supersticiosos y las exequias mencionadas trataban de facilitar a cualquier persona un reposo digno y sin sobresalto en el más allá, ya que les aterrorizaba morir sin sepultura y que sus espíritus vagasen perennemente sin asideros, por universos extraños y gélidos, gimiendo un descanso apacible sin ser escuchados, asimilándose así los Lemures, divinidades menores plasmadas en espectros o fantasmas volátiles que se cernían sobre los difuntos errantes para angustiarlos y que, para ser aplacados, gozaban de unas fiestas propias, las llamadas Lemurias o de "las almas errantes" a mitad del mes de mayo del calendario romano. En realidad, casi todo era duda sobre un mundo post mortem que apenas pudieron definir de modo categórico salvo algunas luces aportadas por las reflexiones de los estoicos. Rituales inmóviles y profundamente sensibles, casi viscerales, en que el valor de una moneda te permitía la travesía de una laguna helada, la Estigia, para desembocar en otros parajes llenos de niebla, tenebrosos, carentes de luz, donde penaban muchos desafortunados, tal como describe magistralmente Virgilio en el  canto VI de La Eneida cuando Eneas masca literalmente ese mundo de los muertos en la cueva de la Sibila en Cumas. Podría decirse que todos sus habitantes deploraban aquí, "donde nadie tiene morada fija", la falta de luz entorpecida por lúgubres sombras. Quizá, en estas líneas he mencionado en exceso el concepto de la falta de luz que ciega toda esperanza en el mundo funerario etiquetado como pagano. Lo he hecho voluntariamente.
                     
Nadie puede vivir permanentemente entre tinieblas. "El pueblo que caminaba entre tinieblas, vio una gran luz", anunciaba el profeta Isaías (9,1) y esta luz inmarcesible irrumpió en las coordenadas de la historia temporal en el momento exacto y oportuno, con la Encarnación del Verbo. Esa Palabra que quiso ser un hombre como todos nosotros, excepto en el pecado, originó la Iglesia y el cristianismo primitivo que, con su expansión, fue poco a poco metamorfoseando las claves del pensamiento, de la sociedad, del sentir y de la acción. En este "mundo nuevo" donde Cristo es el eje, la pervivencia tras la muerte fue probablemente una de las categorías cuya cara cambió sustancialmente y pasó de las tinieblas al resplandor de lo absoluto. Se hacen fuertes y se van clavando en las personas por don de la gracia las palabras de San Pablo: "Si tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres. ¡ Pero, no!, Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron". (1Cor 19-21). El propio Maestro lo había anunciado algunos años atrás, cuando la belleza del mensaje ondeaba itinerante por Galilea, Cesarea y Jerusalén y los Doce eran todavía incapaces de comprender:"El Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres y le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará". (Mc 8,31-32; 9,30-32.  Mt16,21-23; Lc 9, 22-23; Jn11,25). Todos resucitaremos con El. La muerte física se convierte así en un hecho transitorio en que el difunto es más bien "un durmiente" que espera despertarse en Dios. Por eso, las primitivas comunidades cristianas llamaban cementerios a las áreas de enterramiento, lugar donde "se duerme o se reposa", según la raiz del verbo griego koimao. La amplia literatura Patrística muy pronto se hizo eco de esta metanoia aportando páginas de una profundidad y belleza sublimes, desde Tertuliano y San Cipriano, obispo da Cartago, hasta San Agustín y el Papa San Gregorio Magno. Pero los Padres no recriminan el miedo a la muerte, hecho indefectible ligado a la naturaleza humana desde su creación. (Gn 3,19). Somos humanos, es comprensible que todos lo sintamos en mayor o menor grado. Dice San Agustín: "Yo sé que tu amas la vida y no deseas morir. Si fuera posible, querrías pasar de esta vida a la otra sin tener que morir para resucitar". (Ser 344). Pero la muerte física no es un castigo divino sino un remedio, pues es un proceso natural. Sólo la muerte eterna, la del que podría condenarse, es poenalis, es decir implica un castigo definitivo, en la exégesis defendida habitualmente por San Ambrosio en su catequética. Es cuestión, en suma, de cambiar nuestra mirada sobre la muerte, sobre "la hermana muerte",  y hacerlo con los ojos del amor, siguiendo de nuevo a San Agustín. Si cambiamos de amor, la muerte que se nos muestra no es la muerte que nos cogerá, sino que nos arrebatará aquella otra que, queriéndolo nosotros, no es muerte en realidad. Es la Vida. Y ante el regalo que nos espera, toda pompa, toda máscara mortuoria, todo protocolo temporal resultan prescindibles y hasta ridículos.
           
Vivimos una secuencia sociohistórica donde la trivialidad y el ritmo demasiado rápido han llevado a la valoración del momento efímero como sublime y,  por otra parte,  a la banalización de lo trascendente porque esto exige un tiempo de calendario y de implicación del yo que la persona no quiere tener. En un lienzo donde los beati y macarioi  de las bienaventuranzas de la liturgia de estos días brillan  con luz propia, la de los ya elegidos que duermen en el Señor y nos están esperando, deberían borrarse las cucurbitáceas y espectros pueriles que florecen en las iconografías paralelas. A la larga, no creo que tengan vida perdurable. La diosa romana patrona de los difuntos era Libitina, de hados oscuros, y venerada en un santuario situado probablemente en el Aventino. El Aventino es la colina romana situada frente a la Vaticana. Ambas se miran, se remiran, se retan y hasta coquetean a través del Tíber, conscientes de la historia milenaria de cada cual. En la primera, se alza el palacete de los Caballeros de la Orden de Malta. Si uno mira adecuadamente por un orificio practicado encima de la cerradura del portón de entrada, se topa en línea recta y en lontananza con la cúpula de la Basílica de San Pedro, impresionante y luminosa en su símbolo. No hay niebla sino esperanza cierta de que quien quiera confesar a Cristo, como Pedro lo hizo  por inspiración del Espíritu, también entrará en la multitud gozosa de los bienaventurados.




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