DOMINGO XXIX (B)
Lectura del santo Evangelio según San Marcos 10,35-45.
En
aquel tiempo [se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le
dijeron: -Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir. Les preguntó:
-¿Qué queréis que haga por vosotros? Contestaron: -Concédenos sentarnos en tu
gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda. Jesús replicó: -No sabéis lo que
pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con
el bautismo con que yo me voy a bautizar? Contestaron: -Lo somos. Jesús les
dijo: -El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el
bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi
izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.
Los
otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús,
reuniéndolos, les dijo: -Sabéis que los
que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes
los oprimen. Vosotros nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro
servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del
Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en
rescate por todos.
1.- El relato de
Santiago y Juan termina, también, poniéndose Jesús como modelo en las
relaciones que deben mantener los Doce: «Pues este Hombre no vino a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). El
servicio puede llevar, además de la destrucción de la soberbia, que separa y
enfrenta a los humanos, a dar la vida; al menos, a ponerla en riesgo. Si esta
entrega se funda en el amor, entonces se trueca en salvación de aquellos a los
que sirve. Rescatar es liberar por
dinero de la pena de muerte, hacer recuperar una tierra perdida, devolverle la
libertad a un pobre vendido como esclavo. No es un tema cultual que haga
referencia al sacrificio expiatorio por el que uno sufre en sustitución de
otro, sino que se trata de las repercusiones humanizantes de unas relaciones de
amor concretadas como servicio y entrega mutuas. Servir al estilo de un esclavo
que está pendiente de las necesidades de sus amos, es ofrecer la vida con
generosidad. Jesús, pues, se pone como ejemplo ante los Doce, que deben seguir
su conducta para abrir sus brazos como el Padre: acoger y rodear a los
pequeños, y servirles para que alcancen su dignidad filial. Una ejemplo
emblemático de esta actitud lo relata el cuarto Evangelio: «[Jesús] se levanta
de la mesa, se quita el manto, y tomando una toalla, se la ciñe. Después echa
agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a
secárselos con la toalla que llevaba ceñida [...] Pues si yo [...] os he lavado
los pies, también vosotros debéis lavaros mutuamente los pies» (Jn 13,4-5.14).
2.- La actitud que
provoca una relación de servicio mutuo es el clima que debe reinar en la
comunidad que forma el discipulado. Y esto no deben perderlo, por más
sufrimiento que entrañe su misión y convivencia: «Todos serán sazonados al
fuego [...] Buena es la sal; pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la
sazonarán? Vosotros tened sal y estad en paz entre vosotros» (Mc 9,49-50par).
Que la fraternidad viva en un ambiente de concordia es posible cuando contemple
la vida como servicio mutuo. Así dará un sabor nuevo a la existencia.
Una y otra vez nuestros Papas, Obispos y Sacerdotes nos comunican que la
Iglesia es servicio; que solo tiene relevancia en la sociedad y en los
corazones de los fieles si somos capaces de cumplir la paz que nos damos en la
Eucaristía y estamos convencidos de pertenecer a una misma familia, que no a
una empresa. Y esta sensibilidad debe partir de observar a nuestros pastores
que realmente sean así: siervos de los siervos del Señor.
3.- Jesús es el siervo del Señor que sirve y da la vida por
todos. Así pensaron las antiguas comunidades cristianas de lengua griega. Y
dicho modelo lo transmitieron para los criatianos de todos los tiempos: para
los apóstoles, para los profetas, para la gente de a pié. Asistimos al sacrificio de tantos cristianos
en Oriente Medio, y también cómo nuestra sociedad occidental margina y anula la
incidencia fraterna que todas las personas llevamos en nuestro corazón. La cultura
actual nos enseña que la vida es una carrera sin fin buscando los propios
intereses. Vivimos y morimos pensando y actuando como si fuéramos el centro y
el ombligo del mundo. No somos reyes ni potentados, pero corremos en la misma
pista. Leamos a San Pablo: «Tomad las
armas de Dios […] Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la
coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la
paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias
del maligno. Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu,
que es la palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión
en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los
santos» (Ef 6,13-18).
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