martes, 27 de octubre de 2015

Noviembre. Los difuntos

                                            EN EL SUEÑO DE LA MUERTE LUMINOSA




             Elena Conde Guerri
            Facultad de Letras
               Universidad de Murcia

          
El mes de noviembre comienza con la festividad de Todos los Santos, a la que sigue en el calendario la conmemoración de los fieles difuntos. Parece indudable la conveniencia de refrescar unas ideas, en cristiano, sobre estas celebraciones en un momento en que todo lo que gira en torno a la antropología de la muerte adolece de mirada superficial, de olvido, o de metamorfosis, en su caso. Nadie está obligado a cambiar de actitud pero una predisposición favorable a la reflexión, ayuda también a la comprensión cultural de un hecho que, en nuestro mundo occidental, hunde sus raíces en la herencia grecorromana. Sobre todo, en la escenografía ritual que los antiguos romanos tributaban a sus difuntos y que degeneró en fastuosidad desmedida cuando los protagonistas pertenecían al rancio patriciado o, en su momento, eran los emperadores. Los pasos esenciales de un código fúnebre meticulosamente fijado por la tradición, sagrada para los romanos, eran iguales para todos los difuntos, con independencia de su sexo o rango social. Sólo quedaban excluidos los niños (de pocos meses o años de vida) y los esclavos, aunque a los segundos se les permitía legalmente proveer en vida a sus últimas voluntades. Todos los demás, uniformados por la "pálida muerte", expresión muy del gusto de los poetas latinos, tenían que almacenar bajo la lengua la moneda para pagar al barquero Caronte. 
             
Soportar que, ante su cuerpo inerte, los más allegados gritasen su nombre por tres veces, para cerciorarse de que estaba realmente muerto y no era víctima de un colapso, y que el coro de plañideras pagadas a sueldo vociferasen su dolor acompañadas de instrumentos de viento y percusión para que la desolación por semejante pérdida fuese aún mayor y se diera publicidad sobre el extinto. El difunto seguía demostrando su paciencia, por decirlo así, ofreciendo su rostro a la mascarilla de cera que inmortalizaría sus rasgos, su cabeza a las coronas o galardones que ganó en vida y su cuerpo, al revestimiento con los atuendos más lujosos con los que le verían expuesto en el catafalco de su propia casa, durante unos cuatro días, todos los que quisieran despedirse y, de paso, ser vistos y mencionados con mayor o menor fortuna en las chácharas de los vivos. Una vez que el cortejo fúnebre se ponía en marcha extramuros de la ciudad, conforme a las disposiciones regladas por la Ley de las XII Tablas, para proceder a su inhumación o a su cremación, la oscuridad más absoluta se cernía sobre ese alter ego del difunto aunque sus restos reposasen en un espectacular mausoleo.
             
Los romanos eran muy supersticiosos y las exequias mencionadas trataban de facilitar a cualquier persona un reposo digno y sin sobresalto en el más allá, ya que les aterrorizaba morir sin sepultura y que sus espíritus vagasen perennemente sin asideros, por universos extraños y gélidos, gimiendo un descanso apacible sin ser escuchados, asimilándose así los Lemures, divinidades menores plasmadas en espectros o fantasmas volátiles que se cernían sobre los difuntos errantes para angustiarlos y que, para ser aplacados, gozaban de unas fiestas propias, las llamadas Lemurias o de "las almas errantes" a mitad del mes de mayo del calendario romano. En realidad, casi todo era duda sobre un mundo post mortem que apenas pudieron definir de modo categórico salvo algunas luces aportadas por las reflexiones de los estoicos. Rituales inmóviles y profundamente sensibles, casi viscerales, en que el valor de una moneda te permitía la travesía de una laguna helada, la Estigia, para desembocar en otros parajes llenos de niebla, tenebrosos, carentes de luz, donde penaban muchos desafortunados, tal como describe magistralmente Virgilio en el  canto VI de La Eneida cuando Eneas masca literalmente ese mundo de los muertos en la cueva de la Sibila en Cumas. Podría decirse que todos sus habitantes deploraban aquí, "donde nadie tiene morada fija", la falta de luz entorpecida por lúgubres sombras. Quizá, en estas líneas he mencionado en exceso el concepto de la falta de luz que ciega toda esperanza en el mundo funerario etiquetado como pagano. Lo he hecho voluntariamente.
                     
Nadie puede vivir permanentemente entre tinieblas. "El pueblo que caminaba entre tinieblas, vio una gran luz", anunciaba el profeta Isaías (9,1) y esta luz inmarcesible irrumpió en las coordenadas de la historia temporal en el momento exacto y oportuno, con la Encarnación del Verbo. Esa Palabra que quiso ser un hombre como todos nosotros, excepto en el pecado, originó la Iglesia y el cristianismo primitivo que, con su expansión, fue poco a poco metamorfoseando las claves del pensamiento, de la sociedad, del sentir y de la acción. En este "mundo nuevo" donde Cristo es el eje, la pervivencia tras la muerte fue probablemente una de las categorías cuya cara cambió sustancialmente y pasó de las tinieblas al resplandor de lo absoluto. Se hacen fuertes y se van clavando en las personas por don de la gracia las palabras de San Pablo: "Si tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres. ¡ Pero, no!, Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron". (1Cor 19-21). El propio Maestro lo había anunciado algunos años atrás, cuando la belleza del mensaje ondeaba itinerante por Galilea, Cesarea y Jerusalén y los Doce eran todavía incapaces de comprender:"El Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres y le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará". (Mc 8,31-32; 9,30-32.  Mt16,21-23; Lc 9, 22-23; Jn11,25). Todos resucitaremos con El. La muerte física se convierte así en un hecho transitorio en que el difunto es más bien "un durmiente" que espera despertarse en Dios. Por eso, las primitivas comunidades cristianas llamaban cementerios a las áreas de enterramiento, lugar donde "se duerme o se reposa", según la raiz del verbo griego koimao. La amplia literatura Patrística muy pronto se hizo eco de esta metanoia aportando páginas de una profundidad y belleza sublimes, desde Tertuliano y San Cipriano, obispo da Cartago, hasta San Agustín y el Papa San Gregorio Magno. Pero los Padres no recriminan el miedo a la muerte, hecho indefectible ligado a la naturaleza humana desde su creación. (Gn 3,19). Somos humanos, es comprensible que todos lo sintamos en mayor o menor grado. Dice San Agustín: "Yo sé que tu amas la vida y no deseas morir. Si fuera posible, querrías pasar de esta vida a la otra sin tener que morir para resucitar". (Ser 344). Pero la muerte física no es un castigo divino sino un remedio, pues es un proceso natural. Sólo la muerte eterna, la del que podría condenarse, es poenalis, es decir implica un castigo definitivo, en la exégesis defendida habitualmente por San Ambrosio en su catequética. Es cuestión, en suma, de cambiar nuestra mirada sobre la muerte, sobre "la hermana muerte",  y hacerlo con los ojos del amor, siguiendo de nuevo a San Agustín. Si cambiamos de amor, la muerte que se nos muestra no es la muerte que nos cogerá, sino que nos arrebatará aquella otra que, queriéndolo nosotros, no es muerte en realidad. Es la Vida. Y ante el regalo que nos espera, toda pompa, toda máscara mortuoria, todo protocolo temporal resultan prescindibles y hasta ridículos.
           
Vivimos una secuencia sociohistórica donde la trivialidad y el ritmo demasiado rápido han llevado a la valoración del momento efímero como sublime y,  por otra parte,  a la banalización de lo trascendente porque esto exige un tiempo de calendario y de implicación del yo que la persona no quiere tener. En un lienzo donde los beati y macarioi  de las bienaventuranzas de la liturgia de estos días brillan  con luz propia, la de los ya elegidos que duermen en el Señor y nos están esperando, deberían borrarse las cucurbitáceas y espectros pueriles que florecen en las iconografías paralelas. A la larga, no creo que tengan vida perdurable. La diosa romana patrona de los difuntos era Libitina, de hados oscuros, y venerada en un santuario situado probablemente en el Aventino. El Aventino es la colina romana situada frente a la Vaticana. Ambas se miran, se remiran, se retan y hasta coquetean a través del Tíber, conscientes de la historia milenaria de cada cual. En la primera, se alza el palacete de los Caballeros de la Orden de Malta. Si uno mira adecuadamente por un orificio practicado encima de la cerradura del portón de entrada, se topa en línea recta y en lontananza con la cúpula de la Basílica de San Pedro, impresionante y luminosa en su símbolo. No hay niebla sino esperanza cierta de que quien quiera confesar a Cristo, como Pedro lo hizo  por inspiración del Espíritu, también entrará en la multitud gozosa de los bienaventurados.




lunes, 26 de octubre de 2015

Domingo XXXI (B): Amar a Dios y el prójimo

DOMINGO XXXI (B)



            Lectura del santo Evangelio según San Marcos 12,28-34.

            En aquel tiempo, un letrado se acercó a Jesús y le preguntó: -¿Qué mandamiento es el primero de todo? Respondió Jesús: -El primero es: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.» El segundo es este: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No hay mandamiento mayor que estos.
            El letrado replicó: -Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
            Jesús, viendo que había respondido sensatamente le dijo: -No estás lejos del Reino de Dios. Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

1.- Arranca el mandamiento de una experiencia irrenunciable para nosotros: Dios, que es uno (Mc 12,29.32), absorbe todas las capacidades humanas para su reconocimiento en la vida por medio de la adoración. Dios desea una reciprocidad intensa y excluye las medianías y cálculos en las respuestas a su entrega amorosa. Corazón, alma, mente y fuerzas resumen la entrega total y sin condiciones: «Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo» (cf. Mt 6,24). Además, el amor  lleva consigo la iniciativa sin interés, el respeto al otro, que cuando es Dios se transforma en alabanza y adoración, y la dimensión cognoscitiva que completa a la afectiva.

2.- Jesús añade, a continuación, el amor al prójimo, que después va a resultar la clave de nuestra salvación: «Venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve encarcelado y me visitasteis;…..»        . Pero en el tema del amor, Jesús da un paso más. Es la última antítesis de Mateo: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo (Lev 19,18) y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos. Si amáis solo a los que os aman, )qué premio merecéis? También lo hacen los recaudadores. Si amáis solo a vuestros hermanos, )qué hacéis de extraordinario? También lo hacen los paganos. Sed, pues, perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto» (Mt 5,43-48; Lc 6,27-28.35). El punto de partida de esta exigencia de Jesús es el amor de Dios a su criatura, la ilimitada ternura o la libre cercanía del amor de Dios a toda persona. Esto provoca la profunda alegría y el gozo interior de los que descubren y aceptan este nuevo movimiento divino, y les obliga a vivirlo con todos los hombres en el contexto de la presencia del Reino.

3.- Si esto es así, el campo de las relaciones humanas se queda sin fronteras al no levantar Dios muro alguno para establecer contacto con los vivientes. Por su paternidad universal fundamenta una dignidad común y un común reconocimiento entre todos. Se supera la obligación de no querer a los que no forman parte del pueblo o de la misma etnia o familia, o son aborrecibles por su conducta, además de borrar la imagen de un Dios que simboliza la violencia humana. Jesús recomienda la oración por los enemigos ―rezad por los que os persiguen― ante la experiencia del rechazo personal y social que muchas personas sufren. La razón no es la participación de una misma naturaleza, o defender la armonía del cosmos como espejo de la bondad de Dios al estilo griego, o el texto del Salmo (145,9): «El Señor es bueno con todos». Jesús absolutiza y radicaliza el amor como obras y acciones concretas que determinan nuestra conducta permanente ante el que nos descalifica y nos hace un daño real. Presupone la afirmación de Lucas: los que os odian, los que os maldicen, los que os injurian (Lc 6,17), lo que lleva consigo ser bien vistos por Dios: «Bienaventurados los perseguidos...» (Mt 5,10-11). Y somos del agrado divino porque reproducimos el amor paterno de Dios a todas sus criaturas (Mt 5,9).



Domingo XXXI (B): Amar a Dios y al prójimo

DOMINGO XXXI (B)



            Lectura del santo Evangelio según San Marcos 12,28-34.

            En aquel tiempo, un letrado se acercó a Jesús y le preguntó: -¿Qué mandamiento es el primero de todo? Respondió Jesús: -El primero es: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.» El segundo es este: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No hay mandamiento mayor que estos.
            El letrado replicó: -Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
            Jesús, viendo que había respondido sensatamente le dijo: -No estás lejos del Reino de Dios. Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

1.- Texto. Un escriba se le acerca a Jesús y le pregunta sobre el mandamiento más grande de la ley con el sentido del mandamiento que está por encima de todos (cf. Mt 22,36). No es cuestión de distinguir entre mandamientos y preceptos más importantes y menos importantes, sino de aquel que manifiesta la única voluntad de Dios más allá de todo el conjunto de la Ley, pero que, a la vez, la funda y la justifica como principio fundamental. No hay mandamiento mayor que amar a Dios y al prójimo. El Reino, pues, revela a un Dios que ama a su criatura como a un hijo, y le exige que le ame. Para esto, Dios da la capacidad para hacerlo con el seguimiento de Jesús, y según la forma con la que Jesús ama: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados…» (Mt 11,27s). La potencia del amor de Dios depositada en la vida humana conduce a confiar plenamente en Él, por lo que se vive cumpliendo sus mandatos y caminando por las vías que señala para serle fiel.

2.- Mensaje. Al darle todo el valor a estos dos mandamientos, Jesús impide confundirlos con la tendencia natural de adorar al Ser Supremo y considerar a los demás iguales a uno mismo, como dicta la mejor filantropía griega. Para Jesús es un mandato divino, no es una cuestión de la naturaleza humana. Aunque amar al prójimo como a sí mismo coincide con la regla de oro (Lc 6,31; Mt 7,12): «Como queréis que os traten los hombres, tratadlos vosotros a ellos», con la que indica el servicio para obrar el bien y defiende los intereses de los demás como se hace con los propios. Así supera al amor individual cuando significa la vida egoísta o centrada exclusivamente en el yo cerrado y alejado de las necesidades sociales.

3.- Acción. El mandamiento del amor al prójimo, al unirlo al del amor de Dios, adquiere la dimensión de universalidad que parte del Padre a todos, justos e injustos, y funda la relación fraterna: el pertenecer a una vocación y destino común filial. Nuestro amor al prójimo, pues, abarca el amor al enemigo (cf. Lc 6,27; Mt 5,43-44), el amor al extranjero (Lc 10,25-37) y el amor al pecador (cf. Lc 7,36-50), todos criaturas de Dios. Por consiguiente, el punto de partida es teológico y no antropológico. Cuando Lucas une a este texto (cf. Lc 10,27) la parábola del Samaritano (cf. 10,30-37) ―un extranjero para los judíos―, y propone su conducta como modelo de este tipo de amor, no está lejos del obrar de Jesús, pues su actuación le conduce a dar la vida por muchos (cf. Mc 10,45). Porque la clave de la parábola no está en quiénes son los prójimos (que son todos), sino en la actitud de amor de una persona que hace que todos sean sus prójimos. Este amor, al alejado como servicio hasta la muerte, se une al destino del Maestro, en cuanto expresa la voluntad divina de salvar al hombre marginado, expoliado de su dignidad, aunque sea extranjero o enemigo. El Medio Oriente nos está dando la oportunidad de practicar la enseñanza de Jesús.



domingo, 25 de octubre de 2015

Santos y Beatos, del 28 al 31 de octubre

28 de octubre
Simón y Judas, apóstoles
            Simón ocupa el undécimo lugar en la lista de los Doce. Tiene como apodo el Cananeo o «Zelotes». JudasTadeo es el que pregunta al Señor por qué se manifiesta a sus discípulos y no al mundo (Jn 14, 22).
                                               Común de apóstoles
Oración. Señor Dios nuestro, que nos llevaste al conocimiento de tu nombre por la predicación de los Apóstoles, te rogamos que, por intercesión de San Simón y San Judas, tu Iglesia siga siempre creciendo con la conversión incesante de los pueblos. Por nuestro Señor Jesucristo.


29 de octubre
Restituta Kafka (1894-1943)
            La beata Restituta Kafka nace el 1 de mayo de 1894 en Hussowitz (Moravia. Chequia); es hija de Antonio y María Stehlik. De niña trabaja como empleada de hogar y como vendedora ambulante de tabacos. En 1914 ingresa en las Hermanas Franciscanas de la Caridad Cristiana, en Viena (Austria). Después de la profesión religiosa, sirve en los hospitales Neunkirchen y Lainz y en 1919 en Mölding. Defiende a la Iglesia y su asistencia a los enfermos contra el nacional socialismo. Tiene una especial devoción a la Santísima Virgen Dolorosa. Es detenida por la Gestapo el 18 de febrero de 1942. Es ajusticiada el 30 de marzo 1943. El papa Juan Pablo II la beatifica en Viena el 21 de junio de 1998.
                                               Común de Mártir
Oración. Padre nuestro del cielo, que nos alegras con la fiesta anual de la beata Restituta Kafka, concédenos la ayuda de sus méritos a los que hemos sido iluminados con el ejemplo de su virginidad y de su fortaleza. Por nuestro Señor Jesucristo.

31 de octubre
Cristóbal de Romagna (1172-1272)
El beato Cristóbal de Romagna nace probablemente en Cesentico (Forlí. Italia) hacia el año 1172. Después de cursar los estudios eclesiásticos, se ordena sacerdote. Cuando ejerce la función de párroco en Cesenatino, recibe la visita de San Francisco. Cautivado por el Poverello, deja la parroquia y se incorpora a su discipulado, entrando en la Orden. Lleva una vida de penitencia, siguiendo a Cristo pobre y crucificado. Cuida a los leprosos en los hospitales. San Francisco lo des-tina al sur de Francia para combatir la herejía albigense e implantar la Orden. En Aquitania se distingue por su predicación, su sencillez y amor a la naturaleza, la devoción eucarística y la mariana. Asiste al capítulo de Arlés, en el que predica San Antonio de Padua y se aparece San Francisco. Muere el 31 de octubre de 1272. El papa Pío X aprueba su culto el 12 de abril de 1905.
                        Común de Pastores o Santos Varones
Oración. Dios Padre, lleno de misericordia, que por la predicación del beato Cristóbal de Romagna llevaste a muchos pueblos a la luz de la fe, concédenos, por su intercesión, que cuantos nos gloriamos de llamarnos cristianos mostremos siempre con las obras la fe que profesamos. Por nuestro Señor Jesucristo.
31.1 de octubre
Rainiero de Sansepolcro (1304)
El beato Rainiero Sinigardi nace en Arezzo (Florencia. Italia). Ingresa en la Orden en su ciudad natal y, después de prepararse para vivir en fraternidad, sirve en los oficios de portero y limosnero. Tales menesteres le ponen en contacto con mucha gente pobre y marginada, a los que ayuda en todo lo posible, sin menoscabar la asistencia fraterna a los religiosos. Es compañero de Fr. Maseo, uno de los discípulos de San Francisco. Pasa los últimos años de su vida en Sansepolcro, una ciudad que nace en torno a las reliquias del sepulcro de Jerusalén. Sigue a Jesús pobre y humilde y es muy devoto de la Virgen María, como defiende la espiritualidad franciscana. Muere el 1 de noviembre de 1304. El papa Pío VII aprueba su culto el 18 de diciembre de 1802.
                                               Común de Santos Varones
Oración. Dios nuestro, que otorgaste al beato Rainiero Sinigardi la gracia de imitar a Cristo pobre y crucificado, concédenos por sus ruegos que, viviendo con fidelidad nuestra vocación, podamos alcanzar aquella perfección que tu Hijo nos propuso con su ejemplo. Que vive y reina contigo..

31.2 de octubre
Tomás de Florencia (1370-1447)
            El beato Tomás Bellacci, originario de Florencia (Toscana. Italia). Ingresa en la Orden en la fraternidad de Fiésole (Florencia). Se conduce en la vida fraterna con una penitencia extrema y una vida de oración continua. Tal es así que sus superiores le nombran maestro de novicios, formando a los aspirantes a la vida franciscana en la más estricta observancia. En 1414 acompaña a Juan Stroncone, que promueve la reforma de los observantes en el reino de Nápoles. En 1420, por recomendación del papa Martín V, regresa a la Toscana para enfrentarse a los “Fraticelli”, en compañía del beato Antonio de Stroncone. Crea varias fraternidades, fijando su residencia en Scarlino. Alberto de Sarzana, legado pontificio ante los jacobitas de Siria y otros disidentes orientales, lleva también como compañero al beato Tomás. En Persia, Alberto envía a Tomás con otros tres hermanos a Etiopía. Hecho prisionero por los mahometanos, el papa Eugenio IV lo rescata. Regresa a Roma en 1447 y muere en Rieti, el 31 de octubre de 1447. El papa Clemente XIV aprueba su culto el 24 de agosto de 1771.
                                   Común de Pastores o Santos Varones
Oración. Dios nuestro, que llamaste al beato Tomás Bellacci para que buscara tu Reino en este mundo por la práctica de la caridad y la oración perfecta, concédenos que, fortalecidos por su intercesión, avancemos por el camino del amor con espíritu gozoso. Por nuestro Señor Jesucristo.
31.3 de octubre
Ángel de Acri (1669-1739)
El beato Ángel nace en Acri (Cosenza. Italia) el 19 de octubre de 1669; es hijo de Francisco Falcone y Diana Enrico. Ingresa en el noviciado de los Franciscanos Capuchinos de Acri. Profesa en1691, y, después de cursar los estudios eclesiásticos, es ordenado sacerdote en 1700. Se entrega a la predicación por los pueblecitos de Calabria y del sur de Italia (Cosenza, Rossano, Bisignano, San Marco, Nicastro, Oppodo, etc.). El cardenal Pignatelli le invita a predicar la cuaresma en la catedral de Nápoles. Es también un apóstol del confesionario. Sus devociones son las de la espiritualidad franciscana: la Eucaristía (las Cuarenta Horas), la pasión de Cristo (el Calvario, el Vía crucis) y la Virgen María (la Dolorosa). Desempeña las funciones de maestro de novicios, guardián y superior provincial. Muere en Acri el 30 de octubre de 1739. El papa León XII lo beatifica el año 1825.
                                               Común de Pastores

            Oración. Dios de bondad y de misericordia, que concediste al beato Ángel la gracia de atraer a los pecadores a la penitencia mediante la predicación y los milagros, concédenos, por sus méritos y oraciones, llorar humildemente nuestros pecados y alcanzar la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

Carta a un Ministro de San Francisco. VI

                                                        MISERICORDIA     
                            «CARTA A UN MINISTRO» DE SAN FRANCISCO
                       


                                                                  VI


            d.- Hemos expuesto que la salvación se origina en las entrañas amorosas del Padre, que envía a su Hijo (cf. Jn 3,16), cuya obediencia hace posible dicha salvación (cf. Rom 5,19); a ello se une su relación de amor con el Padre que se sacramentaliza en el servicio, pero cuando el objetivo del servicio son los colectivos humanos marginados, la salvación se entiende hoy día como solidaridad.
           
Salvación, pues, es la solidaridad del Padre con todos sus hijos y de Jesús con sus hermanos.  La solidaridad de Dios se verifica en la solidaridad de su Hijo con los hombres, un destino que Dios tiene pensado «antes de la creación del mundo» (Ef 1,4) y se explicita con la misión de Jesús y con su pasión y muerte. La reflexión del NT al respecto es: el Hijo deja la gloria divina para asumir una condición de esclavo, abandona las riquezas para hacerse pobre[1]; esclavitud y pobreza propias de la condición humana, que él vence y transforma abriendo las puertas de la salvación para todos los que creen en él[2]; y llega a su plenitud cuando muere para vencer a la muerte y darnos la vida a todos (cf. 2Cor 5,14). La vida de Jesús, una vez resucitado, es una oferta permanente de salvación a los hombres cuando se sacramentaliza con el bautismo (cf. Rom 6,3-11), pues el que participa de su muerte también participa de su resurrección: «Ya que, si por un hombre vino la muerte, por un hombre viene la resurrección de los muertos. Como todos mueren por Adán, todos recobrarán la vida por Cristo» (1Cor 15,21-22). La solidaridad es tal que Cristo y los cristianos forman un solo cuerpo, siendo él la cabeza[3].
           
Habida cuenta de esto, la salvación en la historia pasa a la responsabilidad cristiana. Hemos visto que en el pensamiento franciscano la creación y la encarnación son los dos pilares en los que se asienta el amor de Dios a sus criaturas, el amor del Padre a sus hijos, amor que se centra y visibiliza en la historia de Jesús, su «Hijo amado» por el que fueron hechas todas las cosas y por el que son salvadas[4]. No es extraño que el NT resuma esta inclinación y compromiso amoroso de Dios con los hombres en esta frase: «Dios ha demostrado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único para que vivamos gracias a él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo para expiar nuestros pecados»[5]. Y el amor de Dios lo reconocen los hombres en la vida de Jesús: «Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tuvo»[6], que es solidario con todos al participar plenamente de la historia humana.
            La respuesta a ese amor divino es que el hombre le corresponda, naturalmente según sus posibilidades. Sin embargo, el texto no sigue esta lógica, sino aquella lógica divina que Jesús enseñó: «Queridos, si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos unos a otros»[7]. Es el amor mutuo entre los hombres el que demuestra el amor de Dios, ya que Jesús ha unido ambos amores[8] y ha formado la prueba de que se ama a Dios en la práctica del amor al prójimo. La Carta lo ratifica al afirmar que «a Dios no lo ha visto nadie: si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios está en nosotros consumado»[9]. La prueba, pues, de que el hombre responde al amor de Dios es cuando ama a su hermano.
            Jesús, como Hijo de Dios, es el que da las claves de las relaciones entre los hombres según la relación que mantiene con ellos. Jesús se presenta como el hermano de todos que crea un espacio nuevo en el que encontrarse y un orden nuevo en el que se puede ingresar y pertenecer a él. La solidaridad de Dios con Jesús es la que cimenta la solidaridad de Jesús con toda la creación y la solidaridad mutua de los hombres entre sí, y de los hombres con la naturaleza creada. La solidaridad divina pasa por Jesús y termina forzosamente en la solidaridad entre los hombres.
           
En efecto. La creación divina encierra la solidaridad humana, tanto en el bien[10], como en el mal[11]. Y esta estructura solidaria del ser humano se desarrolla en el origen y destino común que comprende a todo ser viviente. La convivencia, los procesos biológicos e históricos, las instituciones culturales que identifican al hombre a lo largo del tiempo en sus fracasos y conquistas, etc., indican un suelo común de interdependencia que prueban dicha solidaridad, no obstante la singularidad que toda persona conlleva en su ser. En la actualidad es impensable la concepción del ser humano como una individualidad incomunicable. Es, básicamente, un ser social, que se hace a sí mismo por y en su relación con los demás. Esta estructura antropológica deriva en exigencias éticas enmarcadas en la justicia y la libertad que buscan la dignidad humana para todos. Es cierto que la historia sigue siendo ambigua, y se evidencia en la solidaridad defendida en el plano de los principios, pero negada en la realidad, donde los ricos levantan muros para defender sus posesiones, o se esconden en barrios inaccesibles para el común de los mortales. Sin embargo, este individualismo contrasta con una conciencia cada vez más fuerte del destino común de los humanos para el bien expresada en las organizaciones que descubren las bolsas de pobreza, tratan de remediarlas y mostrar, aunque sea a modo de ejemplo, cuál es el camino a seguir para alcanzar la dignidad humana con una relación equilibrada entre la dimensión pública y privada de la realidad, entre economía y ética, etc., que favorezca una cultura solidaria.
           
En este ser común de bondad y maldad se funda la finalidad última de la salvación: alcanzar la estructura filial de toda la realidad creada desarrollando el bien. Viene a cuento citar la imagen del cuerpo de Pablo: Jesús «es cabeza del cuerpo, de la Iglesia»[12], de una comunidad solidaria en el bien, abierta a Dios y abierta a los demás para alcanzar el destino que Dios le dio desde el principio: una comunidad humana que camina hacia la unidad entendida como fraternidad, hacia la liberación definitiva del mal mediada por la reconciliación, hacia la libertad y coherencia personal que haga posible experimentar todos los valores inscritos en la naturaleza, hacia la presencia de Dios en la historia por un diálogo personal y filial en Jesús.




[1]  Cf. Flp 2,6-7; 2Cor 8,9
[2] Cf. Gál 3,13; 2Cor 5,21
[3] Cf. Col 1,19; 2,19; 3,15.
[4] Cf. Col 1,16; Hech 5,31; 1Tim 2,10.
[5] 1Jn 4,9-10; cf. Rom 5,8; 8,31-32. 
[6] 1Jn 4,16; cf. Jn 3,14; 17,6.23.26
[7] 1Jn 4,11; cf. Mt 18,23.
[8] Mc 12,29-33par; cf. Dt 6,4s; Lev 19,18 
[9] 1Jn 4,12; cf. 1,3; 3,2; Jn 1,18; 3,13; 5,37; 6,46; Éx 33,20.
[10] Gén 2,23-24; cf. Mt 19,5 par; 1 Cor 6,16; Ef 5,31.
[11] Gén 3,6-7; cf. 4,8; Sab 10,3; 1 Jn 3,12.
[12]  Col 1,18; cf. Ef 1,22-23.