domingo, 21 de junio de 2015

Espíritu Santo: La irrupción dela misericordia

                                                                          ESPÍRITU SANTO


                                                                                       V

                                                                      
                                                           La vida según el Espíritu

           
La acción del Espíritu en la comunidad cristiana y en cada bautizado confiere una vida nueva al constituirse en su «templo»: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguien destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá, porque el templo de Dios, que sois vosotros, es sagrado» (1Cor 3,16-17). Esto lleva consigo que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Dios según la imagen de su hijo Jesucristo: «... consideraos muertos al pecado y vivos para Dios con Cristo Jesús» (Rom 6,11)»; o como Pablo dice de sí mismo: «... y ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Nace un nuevo sentido de vida que deriva en actitudes y actos que expresan el amor de Dios manifestado en Cristo y realizado en nosotros por el Espíritu. El Espíritu es quien inicia y desarrolla la vida nueva del cristiano consagrado a Dios por el Bautismo. Vivir según el Espíritu (cf. Gál 5,16), caminar según el Espíritu (cf. Gál 5,25) es abrir la vida humana al amor, una historia diferente a la del poder, la vanidad y la facilidad de la existencia que le ofreció Satanás a Jesús (cf. Mt 4,1-11; Lc 4,1-13).

           
El concilio Vaticano II lo expresa así: «Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia y de esta manera los creyentes pudieran ir al Padre a través de Cristo en el mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). Él es el Espíritu de vida, la fuente de agua que mana para la vida eterna (cf. Jn 10,1.14; 7,38.39). Por Él, el Padre da la vida a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los creyentes como en un templo (cf. 1Cor 3,16; 6,19), ora en ellos y da testimonio de que son hijos adoptivos (cf. Gál 4,6; Rom 8,15-16.26). Él conduce la Iglesia a la verdad total (cf. Jn 16,13), la une en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1Cor 12,4; Gál 5,22)» (Lumen gentium 4).
 
            En la nueva etapa inaugurada por el don del Espíritu (cf. Hech 2,1-4) se establecen nuevos parámetros para el seguimiento de Jesús y pertenencia a las nuevas comunidades. Se trata de la participación de la filiación divina que el Hijo nos ha ofrecido en su vida y ministerio en Palestina y que el Espíritu hace posible en la historia humana.


                                               La irrupción de la misericordia

           
Jesús inicia la presencia del Reino de Dios en la historia cuando proclama en Galilea: «Se ha cumplido el plazo y está cerca el Reino de Dios: arrepentíos y creed la buena noticia» (Mc 1,15). Poco antes, Juan habla de la necesidad de una penitencia personal para preparar el camino del Señor. Dios toma la iniciativa para recuperar a su criatura, pero es necesario que ésta deje un resquicio de libertad a su endiosamiento y autosuficiencia, que enmascara la maldad en el mundo; debe ceder su poder, en todos los niveles que comporta, a la relación gratuita del amor de Dios, que es la única que puede iluminar las situaciones reales de la persona. Por eso es muy fácil comprender que Jesús sea escuchado en los ámbitos de la pobreza y el pecado, en los que la debilidad abre el corazón a la influencia divina con más libertad, influencia que es de amor misericordioso. Hay dos parábolas que describen esta situación social y esta actitud personal.

           
Jesús es invitado por el fariseo Simón. Entonces se presenta en el convite una pecadora conocida por la gente, que «acudió con un frasco de perfume de mirra, se colocó detrás, a sus pies, y llorando se puso a bañarle los pies en lágrimas y a secárselos con el cabello; le besaba los pies y se los ungía con la mirra» (Lc 7,37-38; cf. Mc 14,3-9; Mt 26,6-13; Jn 12,1-8.). Estas acciones de la mujer provocan, por las reglas de impureza, un juicio del fariseo con el que descalifica a Jesús por no conocer la clase de persona que le está besando los pies: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer lo está tocando, que es una pecadora» (Lc 7,39). Es entonces cuando Jesús propone esta parábola a Simón: «Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta. Como no podían pagar, les perdonó a los dos la deuda. ¿Quién de los dos le tendrá más afecto? Contestó Simón: —Supongo que aquel a quien le perdonó más. Le replicó: —Has juzgado correctamente» (Lc 7,41-43). El fariseo comprende la intención de Jesús por la respuesta que le da: amará más aquel a quien se le ha perdonado más.

           
Después de la parábola, Jesús explica a Simón que Dios ha sido muy benevolente con la mujer al perdonarle sus pecados: «Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra» (Lc 7,47). Es la razón del porqué responde la pecadora a Dios con tanto afecto mostrado en la unción, el perfume y, en definitiva, el gesto de besarle los pies como símbolo de amor a Jesús que se ofrece como intermediario de la salvación de la mujer. Ésta, arrepentida, y sintiendo la cercanía del amor misericordioso de Dios, encauza su amor y lo manifiesta en signos externos que explicitan la relación íntima que existe entre el amor y el perdón en Dios, la «misericordia entrañable» divina (cf. Neh 9,17; Flp 2,1), y entre el amor y la fe como respuesta del hombre a Dios. Por eso le dice Jesús a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz» (Lc 7,50), como antes se cuenta en las curaciones de la hemorroisa (cf. Lc 8,48), del leproso (cf. Lc 17,19) y del ciego de Jericó (cf. Lc 18,42), donde el que percibe la misericordia y se siente perdonado y revitalizado puede caminar en la paz.

           
Simón, como fariseo, basa la fe en la relación legal con Dios. Se fija en el creyente para que sus actos respondan a las exigencias de la Ley. Jesús, al contrario, pone su mirada en Dios. Por eso, viendo a la pecadora y hablándole a Simón, fundamenta la fe en el amor, que es la réplica a la Persona que ama previamente. Y con esta visión tan diferente es como Jesús, de nuevo, cuenta que un fariseo y un publicano suben al templo para orar (cf. Lc 18,10-14). Y los presenta de una manera contrapuesta al pertenecer a dos tipos sociorreligiosos distintos. El fariseo, mirándose a sí mismo, hace una oración de acción de gracias con una orientación horizontal, en este caso comparándose con el publicano. Es la beraká judía con la que se bendice a Dios por los dones que se reciben de Él. Y comienza su oración de forma negativa y fundada en el propio orgullo: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos, adúlteros, o como ese recaudador» (Lc 18,11). El fariseo observa las leyes del decálogo (cf. Éx 20; Dt 5), y a continuación refiere su obras: «Ayuno dos veces por semana y pago diezmos de cuanto poseo» (Lc 18,12), un ayuno que se cumple el lunes y el jueves y los diezmos que se pagan al Señor como dueño legítimo de la tierra de Israel, según prescribe el Deuteronomio (cf. 14,22-23; 12,6-7.17; Lev 27,30-32).
           
El publicano es el que recauda para sí y para el Imperio, que no para Dios. Sin embargo su oración es vertical, su término es Dios. Por tanto tiene una compostura distinta a la del fariseo. Jesús lo describe con signos que remiten a una actitud interior humilde y arrepentida. Distante de la presencia del Señor, en la puerta del atrio de Israel en el templo, no se atreve a levantar los ojos al cielo y se da golpes de pecho (cf. Lc 23,48). Y esta compostura externa responde a la oración que hace, que no es de acción de gracias, sino de súplica: «Oh Dios, ten piedad de este pecador!» (Lc 18,13), y según la pauta que marca el Salmo (51,3): «Misericordia, oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa». Su oficio le hace ser una persona impura en contraste con la pureza que los fariseos cumplen con rigidez.
             La solución que da Jesús es contraria a la opinión común de la gente: «Os digo que éste volvió a su casa absuelto y el otro no. Porque quien se ensalza será humillado, quien se humilla será ensalzado» (Lc 18,14), y en línea con lo que antes subraya el Evangelista sobre los fariseos: «Vosotros pasáis por justos ante los hombres, pero Dios os conoce por dentro. Pues lo que los hombres exaltan lo aborrece Dios» (Lc 16,15). El publicano, por la confesión de su pecado, es declarado justo ante Dios, es decir, comprende y cree a Dios por el amor misericordioso que le restablece su condición de justo. El fariseo, por el contrario, se hace justo a partir de sus propias obras e invoca la presencia de Dios para que ratifique lo que él ya ha conquistado.
             Jesús extiende la actitud del fariseo a los que apoyan su vida en las riquezas (cf. Mc 10,25par), o en cualquier clase de poder (cf. Mc 10,42; Q/ Lc 4,1-13; Mt 4,1-11) que pueda ocultar la relación gratuita de Dios (cf. Mt 10,7-10). Sin embargo, Jesús no anula la potencia natural que vehicula la eficacia de la acción divina, tanto para el servicio a los demás, como para la unión con Él (cf. Mt 25,14-30). Incluso aconseja lucir las cualidades humanas como focos del amor de Dios para que alumbren al mundo sumido en las tinieblas del mal (cf. Mc 4,21par). El Espíritu de Dios ya está actuando en la vida y ministerio de Jesús.


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