domingo, 24 de mayo de 2015

La persona en Pablo

                                                Francisco de Asís y su mensaje

                                                           XIX
                                              

                                                                     La persona en Pablo

           
Es elocuente el testimonio personal de Pablo. En primer lugar relata esta situación en su vida: «...No hago el bien que quiero, sino que practico el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Y me encuentro con esta fatalidad: que deseando hacer el bien, se me pone al alcance el mal. En mi interior me agrada la ley de Dios, en mis miembros descubro otra ley que guerrea con la ley de la razón y me hace prisionero de la ley del pecado que habita en mis miembros» (cf. Rom 7, 14-24). No es Pablo quien actúa, sino el pecado que habita en él y le obliga a realizar actos en contra de su deseo de hacer el bien. Pablo participa de un pecado estructurado por una red que envuelve a la vida humana y que transforma en pecador a todo hombre (cf. Rom 3,23). El poder del pecado es tal que hace de Pablo su esclavo, y se le evidencia como un dinamismo que lo rompe interiormente imponiéndose al bien que quiere llevar a cabo. El resultado es la división interior entre el amor que le infunde su imagen divina y le conduce a vivir según el Espíritu —según la ley de Dios— y la soberbia que experimenta con el peligro de que se puede adueñar de él por completo. La conciencia personal que experimenta Pablo del pecado es que hiere y rompe la relación personal de amor que Dios como Padre ha establecido con él como hijo. Es la quiebra de una relación de amor divino que se ha puesto al alcance de los hombres y que, a la vez, muestra la rotura de la fraternidad humana, toda ella constituida como hija por un amor vivido hasta la muerte, como es la vida de Jesús.

           
En segundo lugar Pablo personaliza la tendencia hacia el mal; es un deseo que no puede evitarlo. La presencia del mal inscrita en las culturas adquiere tal potencia que se vuelve una realidad connatural en todas las personas, y les empuja a practicarlo (cf. Rom 5,12-14). No es que la naturaleza sea en sí mala, pues entonces afectaría a la bondad de Dios que la ha creado y le ha marcado unos objetivos, según señala la Escritura. Es más bien que la historia elaborada por los pueblos se asienta sobre unos pilares agrietados poniendo en riesgo la morada que los cobija; transitan por un mundo cuyo ambiente está corrompido. De esta forma, el hombre al respirar una atmósfera viciada, aviva su tendencia al mal, pervierte su libertad y sus comportamientos, y contribuye, a su vez, a la potencia solidaria y social del mal. Hay dos realidades que corroen la existencia humana: la muerte sin sentido, anunciada por la enfermedad, el dolor y la degradación psíquica y física, que rebela al hombre contra ella, no obstante su dimensión contingente y finita; y la rotura de su integridad personal que incide en su libertad y en su dominio de la concupiscencia, entendida como un apetito que le empuja hacia el mal, y que sortea sus potencias racional y afectiva. La quiebra interior, la distancia entre el ser y el hacer, como experimenta Pablo, hace que la persona discurra por unos vericuetos distintos del camino indicado por Dios y se aleje de su proyecto inscrito en la imagen que lleva impresa. La disociación entre historia humana, persona individual e imagen de Dios hace que la integridad humana se rompa y conduzca al hombre a la práctica del mal, a admitir su responsabilidad y a cargar con la culpa consiguiente.

           
Dios responde a las acciones humanas libres, que ponen en marcha el mecanismo de destrucción y muerte de la creación, con su presencia en la historia por medio de Jesús. La Encarnación hace posible que el hombre cambie y se rehaga a sí mismo; a la vez, ofrece la oportunidad de la reconciliación personal al reconciliarse con Dios, y que la fuerza del mal se vea superada por la del bien: «Pues si por el delito de uno murieron todos, mucho más abundantes se ofrecerán a todos el favor y el don de Dios, por el favor de un solo hombre, Jesucristo. [...] Donde proliferó el delito, lo desbordó la gracia. Así como el pecado reinó por la muerte, así la gracia, por medio de Jesucristo Señor nuestro, reinará por la justicia para una vida eterna» (Rom 5,15.20-21). Aparece entonces una nueva dimensión de la bondad que es más fuerte que la potencia del mal generada por las culturas y la libertad individual. Toda persona percibe en su interior estos ecos de Dios y de la maldad originando una tensión permanente en su vida.


       
     La convivencia del bien y del mal en la persona ¿cómo es factible experimentarla en favor del bien, que es la victoria de Dios en Jesús? ¿Cuál es el camino que hay que recorrer para que el bien se imponga definitivamente en el corazón humano? Todavía más: ¿es acaso posible existir en los parámetros del amor dentro de una historia corrompida capaz de cambiar razonablemente su perspectiva?

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