lunes, 27 de abril de 2015

La viña del Señor

V DOMINGO DE PASCUA (B)


            Lectura del santo Evangelio según San Juan 15,1-8.

            En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: -Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto, lo arranca; y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros pediréis lo que deseéis, y se realizará. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y así seréis mis discípulos.

           
1.- Dios. Los versos siguientes al párrafo citado del Evangelio afirma Jesús la tercera permanencia que deben vivir los discípulos, además de su vinculación que impide perder la identidad de cristianos y crear la posibilidad de poder dar buenos frutos. Dice Jesús: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,9-11). La fidelidad de Jesús nos lleva a la unión con el Padre, la fuente y el origen de todo bien, la génesis de la salvación definitiva. Como Jesús es el Hijo eterno de Dios, también nos hace a todos nosotros hijos y caminar en la vida con un origen y destino muy concreto: destino que nos indica que nos crea, nos cuida con su providencia y nos salva al término de nuestros días. Él es la atmósfera que respiramos en todos nuestros acontecimientos. Así no podemos perdernos en las dificultades y caminos tortuosos que debemos recorrer tantas veces.

           
2.- La comunidad. La Iglesia es consciente que su origen y existencia es un don del Señor. Por más que haya trabajado, amado, servido, entregado hasta ofrecer la propia vida ―nuestros mártires son incontables—, todos sabemos que Cristo nos une, nos impulsa y nos da la fuerza para hacer presente al Padre en todas nuestras misiones. Una Iglesia perfecta, ordenada, limpia de todo mal, purificada de todos sus males, no existe, es imposible que se dé, porque está formada por hombres, que no por ángeles, y donde hay hombres está también el mal: desde Judas hasta el último traidor que huye cuando se pone a prueba su fe, o abre heridas que hace desangrarse la gracia, robando vidas inocentes o cometiendo abusos indecibles a los indefensos. La Iglesia, como dicen los Padres es «virgen y prostituta a la vez», fiel e infiel al Señor en unos cristianos y en otros. Y pertenece a nuestra exclusiva voluntad intentar estar unidos a la cepa para que jamás nos falte la savia de la gracia. La Iglesia existe si permanece unida a Jesús para poder servir, de lo contrario no existe ni es relevante en nada y para nada.


           
3.- El creyente. Cuando Jesús nos dice que permanezcamos unidos a él para recibir la salvación del Padre, sabe lo que nos está diciendo. Porque él ha  experimentado la debilidad humana y ha visto cómo sus discípulos, con la mejor intención del mundo, le han fallado, le han traicionado y le han dejado sólo cuando más los necesitaba. Somos débiles, y encima nos creemos el ombligo del mundo, con una soberbia y orgullo tan fatuos que necesitamos levantar una muralla a nuestro rededor para que no se vean nuestras vergüenzas personales y colectivas. Como el publicano de la parábola, no levantemos los ojos a Dios como pecadores que somos, abracemos a Jesús para que nos transmita la savia y entonces comenzaremos a sentir y vivir lo que nos dice San Pablo: «amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio; etc.» (Gál 5,22). Entonces podremos alzar la mirada a Dios, porque lo hemos reconocido antes en nuestros hermanos.

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