domingo, 19 de abril de 2015

Apariciones a los discípulos III.


                                                        La Apariciones



                                                                III

                                                   A los discípulos



Hay una tercera aparición en el Evangelio de Juan junto al lago de Tiberíades y recuerda el encargo que da Jesús a las mujeres que visitan el sepulcro en Jerusalén para que comuniquen a Pedro y a los discípulos que los verá en Galilea (Mc 16,7). Los discípulos recuperan las tareas que desempeñaban antes de embarcarse en la aventura del Reino con Jesús. La escena parte de una invitación para pescar que Pedro hace a seis discípulos: Tomás, Natanael, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo (cf. Mc 1,19-20), y dos innominados, de los que seguramente uno es el que Jesús ama. «Salieron, pues, y montaron en la barca; pero aquella noche no pescaron nada» (Jn 21,1-3). El hecho responde a una cita de la llamada de los primeros discípulos después de una pesca infructuosa (Lc 5,1-11; Mt 4,18-22) y el sentido estéril de la «noche» en Juan, contrapuesto al de la «luz», que en este relato se identifica una vez más con Jesús (Jn 9,4; 11,10).
Pescar sin él es una trabajo inútil (Jn 15,5; Lc 5,5). En efecto: «Ya de mañana estaba Jesús en la playa; pero los discípulos no reconocieron que era Jesús», como María Magdalena en el jardín (Jn 20,14). Jesús resucitado se adelanta a los discípulos para que le identifiquen (Jn 20,15; Lc 24,16); él toma la iniciativa y les pide algo de comer. Al no tener ellos nada por el fracaso de la noche, les invita a que echen las redes a la derecha de la barca con la promesa de que encontrarán peces. Y así sucede. Con la palabra eficaz que conduce al bien de la gran pesca, llega también el reconocimiento del discípulo amado: «Es el Señor». Se lo dice a Pedro que, de inmediato, se tira al agua para reunirse con Jesús.
Cuando arriban el resto de los discípulos hallan «unas brasas preparadas y encima pescado y pan [...] Les dice Jesús: Venid a almorzar. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, pues sabían que era el Señor. Llega Jesús, toma pan y se lo reparte y lo mismo el pescado» (Jn 21,4-13).


El discípulo desconocido, que descubre a Jesús ahora y es el primero que llega a la tumba ante la indicación de María (Jn 20,5), es el mediador que encamina a Pedro y a sus compañeros al Señor resucitado, porque reconoce a Jesús en su nueva dimensión divina e identifica a quien les convoca al banquete eucarístico. Jesús les distribuye el pan y el pescado como en la multiplicación de los panes y de los peces lo hace con la multitud que le sigue (Jn 6,1-21) y como símbolo de su presencia en el ámbito eucarístico, que él personalmente preside. Como sucede con los discípulos de Emaús, la eucaristía supone el lugar en el que se manifiesta el Señor resucitado y se da a conocer a los creyentes de todos tiempos. Y en el contexto de la comida, Jesús interroga a Pedro en presencia de los seis discípulos sobre su fidelidad con clara referencia a las negaciones en el proceso religioso (Jn 18,15-18). Con la respuesta afirmativa de Pedro de fidelidad en el amor y de fe en su identidad mesiánica (Mc 8,29), Jesús le encarga la misión de ser pastor y guía de los creyentes (Jn 21,15-23). El evangelio de Juan cuenta la fidelidad de Pedro a Jesús que mantiene hasta la muerte: «Te lo aseguro [le dice Jesús]: cuando eras mozo, tú mismo te ceñías e ibas donde querías; cuando envejezcas, extenderás las manos, y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieres. (Lo decía indicando con qué muerte había de glorificar a Dios)» (Jn 21,17-19).

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