IV DOMINGO CUARESMA (B)
Dios envío a su Hijo al mundo para
salvarlo
Lectura
del santo Evangelio según San Juan 3,14-21.
En aquel tiempo
dijo Jesús a Nicodemo: -Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto,
así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él
tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para
que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vicia eterna. Porque
Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo
se salve por él.
El que cree en él, no será
condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre
del Hijo único de Dios. Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al
mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran
malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la
luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad
se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
1.-La
conclusión de la Iglesia cuando ora, medita y enseña la vida de Jesucristo es
que Dios, que le ha enviado, es Amor; es donación de sí al Hijo y del Hijo al
Padre (cf. Lc 10,21-22). Dios no ha retenido para sí al Hijo. Él ha regalado lo
más preciado de su vida para que tengamos vida, sin mérito alguno por nuestra
parte. Dios no aceptó perdernos cuando pecamos al inicio de la historia. Dios
no es el que está sentado en su trono para observar a la creación de una manera
impasible cómo nos esclavizamos y nos matamos.
Es como un padre y una madre, que siempre lo serán aunque los hijos se
alejen o se independicen. Dios entrega a su Hijo a la historia humana y con
ello vive los horrores que hemos creado en nuestra convivencia malsana. Pero
Jesús experimenta nuestro mal sin dejar de obedecer y ser fiel al amor del
Padre, los que ha supuesto nuestro perdón definitivo. Además, su resurrección
nos crea la esperanza de que nuestra vida no termina donde nuestro pecado fijó
su destrucción: la muerte, sino en la vida sin fin de su amor eterno.
2.- El amor que es
Dios nos crea,
nos recrea y nos salva, y las tres funciones están íntimamente relacionadas. No
hay ni oposición, ni distanciamiento entre ellas, sino funciones que se suceden
unas a otras, se complementan y se fortalecen. La comunidad humana y cristiana
es imagen de estas relaciones divinas. La familia crea y desarrolla la vida, de
forma que hace de niños personas. La sociedad y la comunidad cristiana crea al
recrear y desarrollar las vidas que no han tenido la oportunidad de alcanzar su
dignidad, o simplemente complementan desde las relaciones amorosas divinas
nuestros fallos y pecados culturales e institucionales. Como la persona, las
sociedades y las comunidades tienden a buscarse a sí mismas, desconociendo el
nombre de los vecinos, porque hemos
construido muros bien altos para no ver lo que pasa en África, por ejemplo. La
comunidad cristiana vive la presencia de Jesús, que le recuerda constantemente
por su Espíritu cuál es su misión: hacer relevante a un Dios que continuamente
crea, recrea y salva, porque no se cansa de darse sin límite a nuestra vida
común y personal.
3.- Nosotros, al
ser amados por Dios (cf. Rom 5,8-9), adquirimos la capacidad para amar, porque
Dios es el origen y la raíz de todo amor. Cuando amamos al prójimo y amamos a
la creación es una expresión visible del amor a Dios; el sacramento del
encuentro con Él; no hay otra forma de demostrar que el amor a Dios es
verdadero. Por otra parte, Jesús enseña la unión entre el amor a Dios y el amor
al hermano (cf. Mc 12,28-34par). Esto nos conduce a denunciar los dioses que se
han instalado en nuestra conciencia proveniente de una cultura esencialmente
egoísta y mercantil. Creamos dioses al uso, iconos del arte, la ciencia, el
deporte, la política, etc., donde tapamos a Aquel que es el que realmente favorece
la paz interior y la relación pacífica con los otros, reconociéndolos como
parte de nosotros. Debemos pedir al Señor
que tengamos una experiencia verdadera de su amor, para resituar todos nuestros
mitos e ídolos, que impiden una y otra vez un diálogo franco y sincero con el
Señor y con los demás, y poder mirarlos cara a cara para poder salvarnos.
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