sábado, 26 de abril de 2014

Resurrección. 1.

                     RESURRECCIÓN

                              I



1.- Introducción. No cabe duda que el final de la vida de Jesús origina en los discípulos una crisis que les separa de su seguimiento. La crisis que padecen va más allá de la sorpresa que les supone su forma de morir. Y tiene dos razones de fondo: su pertenencia al pueblo elegido y su confianza en la vida y predicación de Jesús. La primera obedece a que todo judío de bien ya no puede garantizar que el mensaje de Jesús se equipare al mensaje de Dios, o que se pueda hacer en su nombre, pues el rechazo de las autoridades religiosas y la condena de Pilato evidencian un alejamiento divino con el que se prueba la falsedad de su doctrina o lo utópico de su enseñanza y vida. Las frases vociferadas por los sumos sacerdotes y escribas cuando Jesús está crucificado van en este sentido: «Si es Hijo de Dios, que baje de la cruz [...] Se ha fiado de Dios: que lo libre si es que lo ama» (Mt 27,40.43). Aunque sean redaccionales, el trasfondo último responde a esa confianza ilimitada en Dios de todo fiel justo. Y los discípulos no comprueban que Dios mueva un hilo en favor de Jesús. La segunda corresponde al sentido de la vida de Jesús, que ha sido proclamar el Reino de Dios, de forma que sus obras y su doctrina implican el inicio de la presencia histórica de la misericordia y el perdón de Dios procedentes del amor ilimitado a sus hijos, a su creación. Y los discípulos se han implicado en este mensaje hasta simbolizar con el Maestro la salvación de Dios en Israel. Por consiguiente, la muerte de Jesús es la «muerte» del Dios que ofrecen a sus conciudadanos. Con la desaparición de estos dos agentes de la salvación se anula toda posibilidad de proseguir su acción en la historia. Se inutiliza la fe en Dios y la confianza en Jesús, y con ellas la esperanza suscitada en sus vidas y el compromiso radical formulado al acompañar a Jesús: «Mira, nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mc 10,28par). La muerte en cruz de Jesús sentenciada en un juicio legal y por una causa tipificada en el derecho del Imperio destruye toda su pretensión y la de sus partidarios. Más aún. Ser acusado como «rey de los judíos» excluye a Jesús de morir como un mártir por la causa que defendió, y sus seguidores quedan incapacitados para esgrimirla en adelante.
Los discípulos desertan y dejan a Jesús solo. Suena su aviso momentos antes de ser apresado: «Todos vais a fallar [...] Lo abandonaron todos y huyeron» (Mc 14,27.50; Mt 26,56). Y lo demuestra el hecho de que ni se presentan para darle sepultura. Las autoridades religiosas llevan toda la razón y la fe en el Señor continúa en las coordenadas que defienden de tiempo, pues han probado que es falsa la vida de Jesús y el ámbito de esperanza que había creado fundado en la historia profética de Israel. Su proyecto queda así aparcado. Humanamente no hay otra salida sino aceptar el fracaso. La única posibilidad de resolver esta situación es que Dios diga otra cosa, porque ésta es una cuestión que atañe directamente a Él, porque es a Él a quien ha obedecido y se ha entregado Jesús por entero.
2.- Los datos históricos. No es tan fácil reconstruir los hechos que rodean la resurrección de Jesús. Con todo, y a pesar de los resultados fragmentarios que se deducen de las antiguas tradiciones muy elaboradas por las comunidades cristianas y los redactores, se pueden entresacar los datos que enumeramos a continuación, aunque siempre de una forma indirecta.
Los discípulos que acompañan a Jesús a Jerusalén regresan a la Galilea natal y retoman sus trabajos como solución al descalabro de la misión; otros permanecen en Jerusalén, quizás los que se le unen en la fase final de su ministerio (Lc 24,13).
Al poco tiempo (Mc 9,2par; 14,28par) y en Galilea (Mt 28,16-20) sucede un acontecimiento en el que los discípulos más allegados creen vivo al que, días antes, ha sido ajusticiado y sepultado (Mc 15,43-46par). Todos los datos disponibles conducen a que Pedro es el primer convencido de este hecho inaudito, o al menos es el más interesado en difundir la noticia a los seguidores de Jesús y proclamarla a los cuatro vientos. Junto a Pedro proponen los textos neotestamentarios otra serie de testigos que no son siempre los mismos, pero indican la persistencia de un encuentro personal con el que aparece ahora vivo: «... se apareció a Cefas y después a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos de una sola vez: la mayoría viven todavía, algunos murieron ya; después se apareció a Santiago y después a todos los apóstoles. Por último se me apareció a mí [Pablo], que soy como un aborto» (1Cor 15,5-8).
Lo cierto es que estos encuentros con Jesús les transforman casi por completo. Lo observamos comparando la nueva disposición que manifiestan y la nueva obligación que asumen ante todo el mundo con el comportamiento seguido días antes en Jerusalén en el prendimiento de Jesús en Getsemaní (Mc 14,50par). La pasión los dispersa; ahora, por el contrario, aparecen juntos y son capaces de establecer relaciones con un Jesús «distinto». Después de encontrarse con él en Galilea regresan a Jerusalén, de donde han huido (Lc 24,33). En la ciudad santa, por ejemplo, Pedro, que le había negado durante la instrucción del proceso de las autoridades religiosas (Mc 14,66-71par), explica sin miedo alguno que la historia de Jesús iniciada en Galilea permanece todavía, que no se ha acabado con su muerte. El primero de los discípulos se presenta a las gentes que viven o visitan Jerusalén con un vigor insólito hasta entonces, insistiendo una y otra vez que: «Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por su medio, como bien sabéis. A éste, entregado según el plan previsto por Dios, lo crucificasteis por mano de gente sin ley y le disteis muerte. Pero Dios, liberándolo de los rigores de la muerte, lo resucitó, pues la muerte no podía retenerlo» (Hech 2,22-24). Los discípulos bautizan, crean comunidades y admiten a otros discípulos que extienden la fe en Jesús resucitado por doquier. Lucas lo indica con una noticia que repite varias veces: «El mensaje de Dios se difundía, en Jerusalén crecía mucho el número de los discípulos» (Hech 6,7). Pero no limita el suceso de que Jesús «vive» sólo a Jerusalén, sino que lo amplía a los núcleos judíos del Imperio e incluso se admite a los paganos. Y los discípulos cobardes, que dejan a Jesús solo ante los sumos sacerdotes y Pilato, se convierten en creyentes valientes que entregan la vida por su causa. Ciertamente los encuentros con el «nuevo» Jesús les transforman por completo.
Por otro lado, con otros testigos y en distinto lugar, Jerusalén, se ofrece el relato de la tumba de Jesús. María Magdalena o unas mujeres se acercan al sepulcro para llorar su muerte (Mc 16,1-8par). El resultado de la visita es que encuentran la piedra corrida y la tumba vacía. Tal hecho, muy diferente al que experimentan los discípulos varones, no les lleva al encuentro con Jesús, como atestiguan los dos adeptos a Jesús que caminan hacia Emaús (Lc 24,22-23).
En este sentido y a raíz de la experiencia de la resurrección se extiende la opinión de que el cadáver ha sido robado. Opinión que se da tanto entre los seguidores como entre los enemigos de Jesús. Se relata (Jn 20,11-18) en la visita que hace al sepulcro María Magdalena en el primer día de la semana y sus encuentros con los ángeles y con Jesús. Compungida al ver el sepulcro vacío, le preguntan los ángeles: «Mujer ¿por qué lloras? Responde: Porque se han llevado a mi señor y no sé dónde lo han puesto [...] Le dice Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a recogerlo». Lo mismo sucede con las autoridades religiosas de Jerusalén, que elaboran una estrategia para convencer a la población de que el cadáver ha sido robado por los discípulos (Mt 28,11-15).
Se piensa que la desaparición del cadáver del sepulcro obedece al robo, y no sólo al principio del cristianismo, sino también por muchos pensadores a lo largo de los siglos. Es la lógica de toda persona sensata que no ve al difunto en su lugar. De hecho los relatos elaborados para cubrir las primeras opiniones sobre el sepulcro vacío se unen a la increencia de los discípulos de que Jesús «vive»: «Pero ellos [los discípulos] tomaron el relato [de las mujeres] por un delirio y no les creyeron» (Lc 24,11; cf. Mc 16,11-14). Esto obliga a escribir nuevas apariciones del Resucitado o a ampliar algunas de ellas para, después de muertos los primeros testigos, enseñar a dar el paso a una creencia más estable y duradera en la resurrección en otra perspectiva, cuando ya se sitúa a Jesús definitivamente en la gloria del Padre. Son los relatos de Tomás y de los discípulos de Emaús que narran Juan (20,19-29) y Lucas (24,13-35).
Al margen de la incoherencia de los relatos y el testimonio de los soldados que no vale para probar que el cadáver ha sido robado si dormidos, lo inexplicable es que una mentira pueda dar pie a la transformación radical de los discípulos y a la proclamación de que Jesús está vivo de una manera tan intensa y permanente. La historia hubiera acabado muy pronto si el cadáver se hubiese robado. Y sería imposible crear una experiencia que transmita la dimensión divina aplicada a un ser de forma tan real. No obstante esto, lo que se difunde es la existencia o realidad de un encuentro personal con Jesús después de muerto, y más tarde se comprueba que Jesús no está en el sepulcro donde depositó su cadáver José de Arimatea. Por eso, los escasos datos aportados provienen de que no hay testigos del hecho de la resurrección. Nadie ve cómo Jesús es devuelto a la vida por Dios, ni cómo se corre la piedra, ni cómo sale del sepulcro. Es lógico que nadie intente describir este acontecimiento y se extienda la opinión del robo del cadáver.
Estos malentendidos responden a que la resurrección no entra dentro de las categorías de los milagros de resurrección que realiza Jesús en el hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11-17), en la hija de Jairo (Mc 5,23.35-42par) y en Lázaro (Jn 11,1-45). Tampoco Jesús sobrevive, por otra parte, al estilo de la existencia eterna de su alma por ser de naturaleza espiritual, como defiende la antropología griega. Ni la comprobación directa con los «devueltos a la vida» ni la racionalidad que prueba la eternidad de los espíritus en contra de la caducidad de lo temporal, contingente e histórico, pueden fundar la explicación de la resurrección de Jesús. Ésta pertenece a la vida nueva en Dios prometida desde tiempo a Israel. Por consiguiente, es un acontecimiento escatológico, es decir, la situación que Dios dará al final de los tiempos a sus hijos y que los humanos no poseemos elementos para describirlo y entenderlo. Está en la línea que Pablo afirma con rotundidad: «Sabemos que Cristo, resucitado de la muerte, ya no vuelve a morir, la muerte no tiene poder sobre él. Muriendo murió al pecado definitivamente; viviendo vive para Dios» (Rom 6,9-10).

Y es que lo que se verifica en la historia necesita del espacio y del tiempo, que es como se identifica todo acontecimiento, y la resurrección no entra dentro de estas coordenadas espacio-temporales. A esto se añade que para delimitar y describir un hecho histórico se necesita de la analogía y la correlación con otro hecho histórico para poder entenderlo. Y esto tampoco se da en la resurrección. Nadie con anterioridad se ha presentado en las condiciones que lo hace Jesús después de su muerte. Además, todo relato histórico reclama la objetividad, la descripción del hecho en sí mismo, para reconocerlo como tal, al margen de toda subjetividad e ideología que lo oriente hacia una determinada perspectiva. La resurrección, por el contrario, prende en el individuo y lo cambia radicalmente. Para ello necesita la fe que introduce al creyente en la dimensión divina y éste entiende que el poder de Dios hace posible recrear la vida de Jesús e influye en rehacer la propia. Lo único que podemos aportar son pruebas indirectas de que tal acontecimiento ha sucedido y que forma parte del contenido de la esperanza de Israel para los tiempos finales. Expongamos primero esto último. 

Pobreza. V.

                          LA POBREZA

                                  V



                                                                San Francisco de Asís
           
 Sobre la pobreza en San Francisco se cuenta una anécdota que le pasó, y responde a ciertas actitudes humanas que suceden en la historia de todos los tiempos, puesto que la aspiración a la posesión de bienes es el principio de las guerras, de las disputas y de las tensiones que se producen entre los humanos. Esto es tan verdad que el Poverello pregunta por todas partes sobre qué es y dónde está su amada la pobreza, y nadie le entiende. «Diligente -como un curioso explorador-, se puso a recorrer con interés las calles y plazas de la ciudad buscando apasionadamente al amor de su alma. Preguntaba a los que estaban en las calles y plazas, interrogaba a cuantos se le cruzaban en el camino, diciéndoles: “¿Por ventura habéis visto a la amada de mi alma?” Pero este lenguaje resultaba para ellos un enigma y como un idioma extranjero. Al no poder entenderse con él, le decían: “Hombre, no sabemos de qué hablas. Exprésate en nuestra propia lengua, y sabremos responderte” […] Saliendo con paso rápido de la ciudad el bienaventurado Francisco, vino a parar en un campo, donde divisó a lo lejos a dos ancianos que estaban sentados y sumidos en profunda tristeza. Uno de ellos se expresaba de esta forma: “¿En quién pondré mis ojos sino en el pobrecillo y abatido que se estremece ante mis palabras?”. El otro, a su vez, decía: “Nada trajimos al mundo, como nada podremos llevarnos; así que, teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos”»[1].
Después de pasar bastante tiempo en oración y de oir la llamada del Cristo de San Damián a que reparase la Iglesia, el 14 de febrero de 1209 escucha el siguiente párrafo evangélico en la Misa: «[Jesús] llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; sino: "Calzados con sandalias y no vistáis dos túnicas". Y les dijo: "Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta marchar de allí. Si algún lugar no os recibe y no os escuchan, marchaos de allí sacudiendo el polvo de la planta de vuestros pies, en testimonio contra ellos"»[2]. Francisco, oída la explicación del sacerdote, exclama: «Esto es lo que ansío cumplir con todas mis fuerzas»[3].




[1] Sacrum Commercium 5-8. Los dos personajes corresponden a Isaías (66,1-2): «Así dice el Señor: Los cielos son mi trono y la tierra la alfombra de mis pies. Pues ¿qué casa me vais a edificar, o qué lugar de reposo, si el universo lo hizo mi mano y todo vino al ser? - Oráculo del Señor -. Pues en esto he de fijarme: en el mísero, pobre de espíritu, y en el que tiembla a mi palabra», y en 1Tm 6,7-8: «Porque nosotros no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él. Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso». Para este tema, Lothar Hardick, «Povertà», DF 1551.1586; Lázaro Iriarte, La vocación franciscana, 5-47; Julio Micó, Vivir el Evangelio, 233-271; Fernando Uribe, La Regla Franciscana, 163-174;
[2] Mc 6,7-12; cf. Mt 10,7-9; Lc 9,-6; 10,1-16.
[3] Leyenda de los Tres Compañeros 25; cf. 1Celano 21-22.