domingo, 6 de abril de 2014

Pobreza IV. Enseñanzas de Jesús

                                                             LA POBREZA

                                                                      IV

En los casos analizados no se da una visión de la riqueza y la pobreza en términos absolutos, y menos una valoración por sí mismas, que sean buenas o malas en esta vida, malas o buenas en el más allá. No hay una catalogación moral al margen de la historia. Son las situaciones concretas las que determinan la prohibición y maldad de la posesión de los bienes, y corresponde a cuando se erigen en dioses y sus poseedores vuelven la espalda a Dios y a los necesitados, o provocan situaciones inhumanas. En estos casos Dios reacciona cambiando las condiciones de vida o condenando. Tampoco es válida la renuncia sin más a los bienes para alcanzar una supuesta paz interior anulando los deseos y sentimientos que provocan las riquezas. Jesús vive y enjuicia las posiciones de los hombres por el Reino, por la cercanía de la bondad de Dios que trueca las circunstancias para salvar a los que no tienen o se les ha despojado de su esperanza.
           
En este sentido, merece la pena comentar el relato de Lucas sobre el administrador sagaz, en principio desconcertante. A un hombre rico le llegan noticias de que su administrador le defrauda. Le pide cuentas para echarlo. El administrador piensa: «Qué voy a hacer ahora que el amo me quita el puesto? Para cavar no tengo fuerzas, pedir limosna me da vergüenza», al estilo del proverbio: «Hijo mío, no vivas de limosna; más vale morir que andar mendigando»[1]. Entonces llama a los deudores de su amo rebajándoles los débitos a fin de que una vez relevado de su puesto, lo acojan en sus casas. A los deudores los convierte en cómplices de su fraude. Pero el caso no termina aquí: «El amo alabó al administrador injusto por la astucia con que había actuado», con lo que no se fija ni en lo que le ha robado ni en la actitud moral del administrador, sino en su picardía. Con el dinero confiado hace una injusticia para granjearse amigos, y Dios, que refleja el amo defraudado, encima lo premia recibiéndolo en su gloria. Alaba el ingenio para salir de la emergencia, pero el administrador sigue siendo un truhán para evitar la pobreza, en este caso, justificada. Al elogio del amo se une el que Jesús lo presenta como modelo. La conclusión, pues, no es menos desconcertante: «Pues los ciudadanos de este mundo son más astutos con sus colegas que los ciudadanos de la luz. Y yo os digo que con el dinero sucio os ganéis amigos, de modo que, cuando se acabe, os reciban en la morada eterna». Lucas trae otros dos ejemplos parecidos donde los protagonistas no son nada ejemplares, como es el caso del amigo importuno y el juez inicuo[2].
Se añaden a continuación tres máximas sapienciales de Jesús: «El que es de fiar en lo menudo, es de fiar en lo mucho; el que es injusto en lo menudo, es injusto en lo mucho. Pues si con el dinero sucio no habéis sido de fiar, ¿quién os confiará el legítimo? Si en lo ajeno no habéis sido de fiar,¿quién os encomendará lo vuestro? Un empleado no puede estar al servicio de dos amos: pues odiará a uno y amará al otro o apreciará a uno y despreciará al otro. No podéis estar al servicio de Dios y del dinero»[3]. Jesús dice a los discípulos que fijen la atención en la astucia del administrador para evitar su ruina futura. En el ministerio que ejercen para la extensión del Reino también deben preocuparse por saber lo que la gente hace para salvar sus negocios, y evitar la candidez, porque sus obras tienen repercusión en el más allá. Así el uso de los bienes implica ganarse amigos, para que nos abran las puertas de la eternidad. Pero la riqueza para el Evangelista siempre es injusta. La comprende a partir de la expoliación de los pobres y de una distribución desigual. Por tanto, los discípulos deben darla a los pobres, y al regalarla, compran una morada en el cielo, en el que serán acogidos por ellos. Ése es su futuro del más allá que nos tiene preparado el Señor, distinto al histórico del administrador, y ganado con su fidelidad al dinero legítimo porque se distribuye a los que no lo tienen. En esto reside la diferencia de servir a Dios ayudando a los pobres o servirse a sí mismo acumulando (idolatrando) riquezas.





[1] Eclo 40,28; relato Lc 16,1-13.
[2] Lc 11,5-8; 18,1-8.
[3] Lc 16,10-13.
Die Apokalypse
                                               


                                           De  Hermann Lichtenberger



Por Miguel Álvarez Barredo



Poco a poco la colección  “Theologischer Kommentar zum Neuen Testament” va ofreciendo un comentario a todos libros del NT, colección que cuida la tradición textual y crítica, al tiempo que abre la temática judeo-cristiana  a la problemática actual y a los interrogantes que el creyente  y la comunidad eclesial puede plantear a la palabra divina. Y a fe que esta obra se ajusta a este esquema, sobre todo en la introducción.
La obra está dividida en tres partes, que se ocupan del comentario y traducción literal del libro del Apocalipsis, precedidas de una amplia introducción.
Ésta última comienza con una nota hermenéutica sobre este escrito apocalíptico, que alerta al lector del perfil del mismo e insiste en la conexión con la realidad actual. De gran valía es la sección dedicada a la historia de la investigación sobre apocalíptica judía y su revalorización en el pensamiento teológico actual (W.Pannenberg, J. Moltmann, K.Rudolph, etc).
En cuanto a la bibliografía (págs. 13-31) el autor proporciona una información muy completa, no sólo en cuanto atañe al Ap del NT, sino que de una manera ordenada y sistemática señala los textos y las fuentes sobre la corriente apocalíptica en el seno del ámbito intertestamentario: textos judíos primitivos, versiones bíblicas, libros apócrifos, textos de Qumran, obras de Flavio Josefo, papiros e inscripciones, textos rabínicos, testimonios de la literatura cristiana primitiva, y obras paganas del área latina y griega.
Sopesada aparece la sección dedicada a los comentarios sobre el Apocalipsis, aunque predominan las investigaciones de cultura inglesa y alemana, ésta última sobre todo. Amplia también es la literatura complementaria sobre el asunto apocalíptico, en donde se observa que H. Lichtenberger ha publicado numerosos estudios monográficos, y es conocedor de este filón.
No es frecuente encontrar una tan escalonada y completa información bibliográfica, aunque, como aludíamos, campea la vertiente alemana e inglesa, pero indispensable, por otra parte, para esta cuestión.
En la sección introductoria el autor ofrece a su vez un enfoque sintético del fondo apocalíptico judío, bien sea en temas y obras concretas, que encuentran resonancia en este libro del NT.
Se concluye la introducción con las cuestiones clásicas sobre el autor y fecha de composición, que son tratadas detalladamente y con criterio histórico y de manera rigorosa.
 El comentario propiamente dicho se ajusta a las divisiones habituales. La primera parte se centra en los caps. 1-3, el testimonio de Juan, la visión de la llamada, y las cartas dirigidas a las comunidades que sufren persecuciones y son objeto también de correcciones por parte del vidente.
La segunda parte abarca la serie de sellos, las trompetas, las copas, etc, (Ap 4,1-19,10), y la tercera (Ap 19,11-22,5) se concentra sobre el sentido de la historia: el retorno de Cristo y la nueva Jerusalén.
Una breve exposición de la conclusión del libro (Ap 22,6-21) corona este comentario, amén de los índices habituales.

Como el autor señala, en las últimas décadas se han producido innovaciones a la hora de considerar este escrito neotestamentario, atentas a sus conexiones históricas y literarias con el mundo de su entorno.
Tal afán se nota en la lúcida introducción, que anticipa ya las claves de interpretación del libro. Dichas fuentes y bibliografía son utilizadas en el cuerpo del comentario al texto, que en sí es breve y conciso. Es de agradecer este enfoque, pues la atención recae sobre el texto en sí, y es iluminado con resonancias de otras citas de dicho libro. De esta manera se libera al texto de ampliaciones temáticas complementarias, que a veces oscurecen la frescura y rigor el texto en sí. Hay que recordar que H. Lichtenberger piensa que su lector es alemán, pues cita versiones en tal lengua sobre textos bíblicos, que supone un conocimiento de dicha lengua.
Como afirmábamos antes, el autor se atiene a la estructura aceptada y convergente en los estudiosos contemporáneos.
Se ofrece, pues, un comentario lúcido y ordenado al libro del Apocalipsis, liberado de cuestiones paralelas al fondo apocalíptico. Precisamente en la introducción el autor adelanta criterios que ahorran aclaraciones posteriores, siempre avaladas por una bibliografía escogida, pero contenedora de las tendencias científicas actuales.
Las notas exegéticas al texto suelen ser muy acertadas, y las referencias, bien sea a las fuentes intertestamentarias o libros canónicos, ayudan en gran medida a la comprensión del mensaje esta obra que cierra la revelación divina.
Quisiéramos, además, notar que el autor aporta la mentalidad luterana en su interpretación, pues salpica sus reflexiones con citas del reformador.
En definitiva, un comentario que sitúa con maestría el Ap en el ámbito bíblico y pensamiento judío a finales del primer siglo. Una obra necesaria para conocer el mensaje del Ap, dados los apoyos constantes en la bibliografía selecta. Se echa de menos la atención a la simbología, elementos litúrgicos, etc, cual elementos unificadores del libro a nivel estructural. Tal carencia la suple el autor con un enfoque sabio del texto.
                       
Verlag W.Kolhhammer, Stuttgart 2014, 288 pp.,  23 x16 cm.


San Juan de la Cruz 
y la forja de un poeta universal


Francisco Javier Díez de Revenga
Facultad de Letras
Universidad de Murcia

En el complejo panorama de la literatura española el siglo XVI, la literatura renacentista, y más ampliamente en el panorama total de la literatura española, la figura de San Juan de la Cruz es una de las más excelsas y unánimemente alabada por las generaciones posteriores, tan sólo por tres poemas, dos de ellos no muy extensos, Noche oscura del alma, Cántico espiritual y Llama de amor viva, poemas que hay que integrar, por la puerta grande, en el campo de la literatura mística del Renacimiento, obras maestras de espiritualidad, que además han sido consideradas por las generaciones posteriores, composiciones poéticas magistrales y únicas en la literatura de todos los siglos.
            Pero Juan de la Cruz es mucho más. Participante, desde su juventud, en la reforma del carmelo que iniciara Santa Teresa de Jesús en 1562, se convirtió en uno de los seguidores inmediatos de la santa, del que podríamos considerarlo discípulo directo, si ella no lo hubiese tenido como maestro y confesor, a pesar de ser mucho más joven. Cuando se conocen, Juan tiene veinticinco años; Teresa cincuenta y dos. Juan acaba de ser ordenado sacerdote; Teresa está en la plenitud de sus empresas reformadoras. Juan, austero desde su más tierna infancia, pobre y mísero en el sentido más literal desde sus difíciles años infantiles y juveniles, hará de la sobriedad y de la austeridad la más decidida norma de vida, y, por ello, tropezará con los ambiciosos y acaparadores de poder, y no será comprendido ni siquiera en sus años de estudiante, en la Universidad de Salamanca, donde ya se distinguía por la severidad en el cumplimiento de sus obligaciones. Por eso, cuando dudaba si hacerse cartujo, para estar más cerca de su ideal de Dios, encontró en la reforma del carmelo y en Teresa de Jesús el espacio adecuado para llevar a cabo sus anhelos y ansiedades espirituales.
           
Fue un activo reformador y fundador de conventos, participó de manera directa en la erección de nuevos edificios y le correspondió dirigir y gestionar, como prior, importantes sedes de los descalzos masculinos. Muy relacionado con las fundaciones de la santa, de las que fue asesor espiritual y confesor en diferentes ocasiones, alcanzó entre las monjas del carmelo verdadera fama de santo. Y por todo ello fue perseguido y encarcelado en ignara prisión conventual durante nueve meses hasta que pudo escapar de forma si no milagrosa, como aseguran los devotos de su figura, sí al menos incomprensible y arriesgada, sorprendentemente astuta e, incluso, novelesca.
Testigos de aquellos nueve meses aseguran que fue sometido a toda clase de vejaciones por sus enemigos los carmelitas calzados, lo que Juan recibió como mortificación añadida a las que eran habituales en su vida conventual. Persecución que volvería a padecer, esta vez por sus mismos hermanos descalzos en los últimos meses de su vida, simplemente porque tenía un concepto distinto de cómo se debía proveer los cargos de la orden. Partidario de la votación secreta y de la participación de todos en las decisiones de los superiores, lo que hoy día no puede sino parecernos de lo más normal, fue por ello perseguido y vejado hasta en su mismo lecho de muerte en el convento descalzo de Úbeda, donde murió un 14 de diciembre de 1591, cuando sólo contaba con cuarenta y nueve años, nueve años después de que Santa Teresa entregase su alma a Dios en el convento de las descalzas de Alba de Tormes.
           
Y, además, fue escritor fecundo y constante, sobre todo a partir de su salida del cautiverio conventual en 1578, en el que se asegura que había empezado a escribir parte de sus poemas mayores, para los que escribió cuatro explicaciones, dos para el poema de la Noche oscura (una con el mismo título y otra con el de Subida del Monte Carmelo) y uno para cada uno de los otros dos poemas, Cántico y Llama. Naturalmente, junto a las composiciones poéticas, los tratados constituyen excepcionales textos escritos, como hiciera también Santa Teresa  para que fuesen leídos por las monjas y los frailes carmelitas, que le requerían aclaraciones sobre el sentido de sus versos misteriosos. Explicaciones de tipo religioso que han servido también para alcanzar el sentido literario de sus representaciones poéticas, como no podía ser de otro modo.
           
Porque una de las notas que caracteriza la figura de San Juan como poeta es su misterio, la condición de inefable que adquieren sus representaciones poéticas, que ponen de relieve, como caso único en la literatura de su tiempo y de otras épocas, la secreta representación de la unión amorosa, que el poeta configura con una retórica dificilísima y que los estudiosos se han esforzado, a veces estérilmente, en descifrar. El misterio de la figura de San Juan de la Cruz es el misterio que encierra y encerrará siempre su propia poesía, misterio que desprendía su propia persona, retraída y reservada, como advirtieron sus compañeros de convento en Salamanca, como percibían todos cuantos lo trataban, hasta el punto de que su propia maestra y protectora, Santa Teresa de Jesús, lo consideraba demasiado refinado y que espiritualizaba demasiado, su “senequita” lo llamaba la madre con buen humor.
Una de las formas de comprender bien la obra literaria de San Juan de la Cruz, es conocer su figura y la trascendencia de su magisterio, desde el punto de vista literario, pero también desde el punto de vista humano, religioso, espiritual, ya que es muy difícil, por no decir imposible, prescindir de la significación de una de las más significativas  e influyentes personalidades de la vida religiosa española y universal, aspecto en el que compartía con Santa Teresa de Jesús tanto fama como devoción. El hecho de que Karol Wojtyla, que llegaría al papado con el nombre de Juan Pablo II, realizase su tesis doctoral en Roma, en 1948,  sobre El tema de la fe en San Juan de la Cruz puede responder con claridad al valor universal de su figura y de sus escritos desde el punto de vista religioso.
           

Pero en la forja del autor de tan excelsos poemas y de tan sustanciosos comentarios, estaba el propio contexto histórico que le tocó vivir, los lugares en los que habitó, su participación activa en la reforma de los carmelitas, y en especial el beneficioso trato con Santa Teresa de Jesús. La humildad, la moderación y austeridad, la pobreza, y hasta casi la miseria, que caracterizó su paso por este mundo, también tienen su justificación contextual.