viernes, 28 de marzo de 2014

Los ojos traslúcidos. Elena Conde

                                    LOS  OJOS  TRASLÚCIDOS

                                                                                   Elena Conde Guerri
                                                                                   Facultad de Letras
                                                                                   Universidad de Murcia



                    
Este próximo domingo de Cuaresma, día 30 de marzo, se contempla el Evangelio de la curación de un ciego de nacimiento (Juan, 9) que tan acertadamente comenta el Prof. P. Francisco Martínez Fresneda. El tema de la ceguera, ya de nacimiento, ya contraída por alguna enfermedad  o bien motivada por otras causas, ha sido un recurrente literario y  antropológico, en parte inquietante, desde la remota Antigüedad hasta el mundo coetáneo. No es extraño. La profunda antítesis que marca el juego entre ver con claridad y gozar así de las formas y colores del mundo habitado (que, a veces, puede mostrarse poco habitable pero que siempre remite en perspectiva franciscana a la grandeza y hermosura de su Creador) y no ver absolutamente nada, existir desde siempre en el orfanato anónimo de la oscuridad, se presta a un juego de analogías y símbolos ilimitados, según la óptica de cada cual.
                   

Decía San Agustín de Hipona en sus Confesiones, hablando de los sentidos corporales, que muy probablemente la vista era el más concupiscible. El adjetivo en latín lo indica todo. Se mira, miramos en ocasiones lo que no debemos y el propio placer generado  se venga luego, sin piedad, revolviéndose contra el órgano infractor.  De modo automático, por maquinación de los dioses en la antropología griega, por subsconsciente fatídico, por azar, por causas mil. Pero el castigo llega. Ejemplos que son ya iconos se pasean por nuestra herencia cultural, en campos diversos. Edipo, el héroe que ójala no hubiera sido más inteligente que la Esfinge, se sacó los ojos que habían deseado el cuerpo materno.  En la ceguera más absoluta sobre su filiación, sí, pero con la mirada posesiva que engendró cuatro hijos. Se autolesionó como justo castigo para dejar de ver lo abominable que ya sólo vió en su mente y peregrinó largo tiempo en busca de una compasión y perdón que tardaron en llegar. Relean  la tragedia de Sófocles.
Los dioses castigaron con la ceguera al adivino Tiresias, probablemente por sus juicios de valor sobre la superioridad de la mujer frente al varón en cuestiones íntimas. En otra literatura, a Sansón los filisteos le sacaron los ojos antes de encadenarlo a la rueda del molino. Los ojos habían sido el vehículo principal  para amar y desear a Dalila y caer en su trampa. Instrumentos de placer e instrumentos de dolor. Focos vulnerables de errores tremendos pero no siempre volitivos. Callejones aparentemente sin salida.  Son los ojos opacos, que no permiten el paso de la luz a través de ellos, de ninguna luz. Oscuros como el abismo y la desesperanza.
                    Pero las generaciones y la historia avanzan y las interpretaciones cambian. También hay ojos traslúcidos. Pasa la luz pero no pueden verse los objetos. Al menos, en la experiencia previa de quien pudo ver o de quien nunca vio pero ve a través de los otros sentidos corporales, se abre un sendero a la esperanza, un ancla  para amarrarse a sensaciones y vivencias que suavizan la vida. Dino Risi, en su magnífica Perfume de mujer (1974) que es la peli buena, y no el remake de años posteriores, así lo quiso plantear, creo yo, aun con su dosis de amarga ironía. Y antes, Charles Chaplin ya se había mirado con ternura en los ojos traslúcidos de la jovencita de Luces de la ciudad.
                  
Sospecho que muchos hombres se han acomodado en los ojos traslúcidos. Y aquí entra en escena el pasaje de de Juan.  El ciego de nacimiento es un pobre invidente carente de toda culpa. Está ahí, silente, pues en el Evangelio él no pide al Señor que le cure. Es un instrumento elegido "para que se manifiesten en él las obras de Dios". No es el chivo expiatorio de un miasma antiguo ni la víctima lógica de un uso mórbido de tal sentido. Es un discapacitado humillado por los fariseos y por sus propios padres pero  cuyos ojos, una vez recobrada la vista, se volverán trasparentes y serán capaces de enfocar con nitidez, ver y proclamar con valentía una nueva epifanía de "ese hombre que se llama Jesús" como "el Kyrios, el Señor". Sólo los ojos trasparentes permiten ver por igual  la luz y los objetos, las personas, las cosas que a esa luz pueden trasfigurarse. La mirada trasparente supera la traslúcida y anula la opaca. Redime de la fatalidad y vence los presagios. Ilumina a la propia Esperanza.  Todos los bautizados, y por extensión todos los hombres, somos capaces de reflejarnos mutuamente en la reciprocidad de esa mirada cuando nos despojamos de las  obras de las tinieblas y nos revestimos con la armas de la luz.




Jesús en la cruz. Frases

                         
                                  
                                        II

«Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» 
(Lc 23,34).

Jesús ora por los que le han crucificado, es decir, los soldados y verdugos que tiene en su rededor y ahora le vigilan para que se cumpla la sentencia. Ora también al Padre por los que han sido responsables de su muerte, Pilato (Lc 23,24), los sumos sacerdotes y escribas (23,13.21.23), todos simbolizados en la ciudad santa de Jerusalén. Antes Jesús la acusa de que «mata a los profetas y apedrea a los enviados» (Lc 13,34); y, por la violencia que anida en sus habitantes, sentencia: «... si reconocieras hoy lo que conduce a la paz. Pero ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19,42). Todos ellos ignoran a quién han llevado a la cruz, según afirman Pedro y Pablo en sus primeras predicaciones (Hech 3,17; 13,27), ellos que también han tenido su pequeña historia de traición y persecución al Hijo de Dios (Lc 22,54-62; Hech 26,9).
   
Jesús es coherente en esta súplica al Padre con lo que ha enseñado en su ministerio. Ha revelado al Dios del perdón y de la reconciliación (Lc 15), el Dios que toma una postura decidida de misericordia por el pecador antes de contemplar su conversión, como en el caso del hijo pródigo (Lc 15,20). Jesús ha transmitido la actitud de Dios practicando la misericordia a lo largo de su vida pública, cuando perdona los pecados al paralítico (Lc 5,20), o a la pecadora que le visita en casa del fariseo (Lc 7,47). Se ha expuesto más arriba no sólo la abolición de la ley de la venganza, o la correspondencia al amor recibido u ofrecido entre amigos y familiares (Lc 6,32), sino también el exceso de amor que pide a los que le siguen: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os calumnien» (Lc 6,27-28)(137). Actitud que permanece en la comunidad cristiana en los mártires que, ante el suplicio, oran por sus enemigos, como Esteban y Santiago, el hermano del Señor: «Señor, no les imputes este pecado» (Hech 7,60); Santiago se dirige al Padre, como Jesús: «Yo te lo pido, Señor, Dios Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Eusebio de Cesarea, HE, II 23 16, 110).

.