viernes, 7 de marzo de 2014

Franciscanismo. La pobreza II.

                                                                          


                                           LA POBREZA


                                                      II



Otro texto clave de la enseñanza de Jesús es la invitación que hace  a un hombre para que se integre en el discipulado[1]. En la tradición de Marcos, un «desconocido» se le acerca para preguntarle sobre el comportamiento que debe seguir para alcanzar la vida eterna[2]. En el evangelista Marcos el hombre pregunta por el camino de acceso al Reino y en el evangelista Mateo sobre el bien que debe hacer para alcanzarlo[3]. A lo que Jesús responde con la serie de mandamientos de la segunda tabla que versan sobre las obligaciones para con los demás: «No matarás, no cometerás adulterio,...». La escena se cierra al comprobar el «desconocido» o el «joven» que los mandamientos los ha cumplido desde la adolescencia. Pero Jesús pasa a otro nivel de la relación y lo mira con cariño, que no es un reconocimiento de su buen hacer, sino que la voluntad de Dios explicitada por medio de la actitud amorosa de Jesús se sitúa ahora en una exigencia nueva, ausente en las llamadas anteriores: «Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Después sígueme». Desde este momento, el discipulado será el ámbito y el camino de la salvación al que se accede por el desprendimiento absoluto de los bienes, ante lo cual el «desconocido» o el «joven» declina la invitación o mandato de seguirle: «Frunció el ceño y se marchó triste; pues era muy rico»[4].
Ante esto, Jesús rechaza toda forma de riqueza como un mal para el Reino en el sentido analizado con el discipulado: sólo Dios basta para vivir, por su cercanía inmediata o su presencia creciente en la historia. Así, envía a sus seguidores inmediatos a la predicación sin nada para el sustento y les exige  abandonar la familia y repartir los bienes y anunciar el Reino sin el más mínimo sostén vital[5]. Incluso añade que dicha renuncia será recompensada por Dios, por lo que hay que excluir toda preocupación por el sustento diario[6].



[1] Mc 10,17-22par: «Se ponía ya en camino cuando uno corrió a su encuentro y, arrodillándose ante él, le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?" Jesús le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino solo Dios. Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre". Él, entonces, le dijo: "Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud". Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: "Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme"».
[2] No arranca el relato de una llamada al seguimiento ni de un deseo de integrarse en su círculo por parte del personaje en cuestión, que según Mateo es un «joven rico» (Mt 19,20) y según Lucas un hombre «importante» (Lc 18,18).
[3] Mt 19,36. «Entrar en la vida» se encuentra en Mc 9,43.45.47 y es equivalente a «entrar en el Reino», cuya acogida e incorporación se indican en el párrafo anterior sobre la bendición a unos niños (Mc 10,15). No obstante, «entrar a la vida eterna» no es igual a «entrar en el Reino». Aquél se relaciona con las obras que hacen a un hombre justo y heredero del estado de gloria y felicidad, cf. Dn 12,2; Sab 3,4; 5,15; para los mártires 2Mac 7,9.14.36. El Reino refiere más la acción divina.
[4] Mc 10,22par.
[5] Cf. Lc 12,31; Mt 6,33; Mc 1,16-20par
[6] Cf. Mc 10,28-30par; Lc 12,22-31; Mt 6,25-34.

Teología. Hombres nuevos (VII)

                                                                EL BAUTISMO
                                          Hombres nuevos en Cristo



                                                           
                                                                               VII

                                                        Configurarse con Cristo


El amor filial. El hombre «nuevo», hecho de amor, establece unas relaciones con Dios según el modo y la forma de Jesús: es un amor filial: «Y no habéis recibido un espíritu de esclavos, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos que nos permite clamar Abba Padre. El Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo: si compartimos su pasión, compartiremos su gloria» (Rom 8,15-16; cf. Mc 14,36). La forma del amor de Jesús a Dios es la del amor filial. La conciencia filial de Jesús, que se traduce en conducirse en la vida como hijo del Padre, lleva consigo la confianza en su persona, que le encomienda la misión de revelar su salvación a los hombres, y la obediencia a dicha voluntad. Lo que interesa a Dios es salvar al hombre, y lo hace por medio de la obediencia y amor filial de su Hijo. Entonces para anular la rebeldía del hombre contra Dios, simbolizada en la desobediencia de Adán y Eva (cf. Gén 2,17; 3,6-7), Jesús y los cristianos obedecen a dicha voluntad amorosa de Dios y, en cuanto amorosa, salvadora de los infiernos que crea la voluntad rebelde del hombre. De esta manera, los cristianos obedecen filialmente al Padre, y mantienen y extienden la salvación al mundo en la medida en que sus vidas se conforman a la de Cristo.
La misión por el amor y en el amor de Dios a sus criaturas, tanto en Jesús como en los cristianos, fundamentan el estilo de vida de amor en forma de entrega total de sí y, a la vez, les confiere su identidad filial: son hijos del Padre. En definitiva, el cristiano transita por las mismas sendas de Jesús. Debe reproducir su imagen, que, a la postre, es la gloria del Padre en la historia humana: «Y nosotros todos, reflejando con el rostro descubierto la gloria del Señor, nos vamos transformando en su imagen con esplendor creciente, como bajo la acción del Espíritu del Señor» (2Cor 3,18). A diferencia de lo que sucedió a Moisés, se revela la gloria de Dios cuando se adquiere y se conforma el rostro del cristiano con el rostro de Jesús (cf. 2Cor 4,6), que es su imagen (cf. Rom 8,29), y se alcanza dicha conformidad cuando se siguen sus huellas y se mueve uno en las actitudes y ámbitos del amor que practicó Jesús. El hombre se libera de la esclavitud del pecado (cf. Rom 5,12), abandona el hombre «viejo», pues ya no tiene cabida en el corazón del creyente (cf. Rom 6,6; Ef 4,22), gracias a la recreación que ha hecho posible el que lleva por naturaleza la imagen de Dios (cf. Rom 8,29; 2Cor 4,4; 5,17).
La imagen de Cristo toma cuerpo poco a poco en la vida del cristiano (cf. 2Cor 3,18), crea las actitudes y el conocimiento propios del amor (cf. Heb 5,14), genera actos que la desarrollan y la explicitan en beneficio de los demás, hasta alcanzar la imagen celeste propia de los hijos de Dios: «Como hemos llevado la imagen [del hombre] terrestre, llevaremos también la imagen [del hombre] celeste» (1Cor 15,49; cf. Col 3,10). El proceso amoroso que cristifica al hombre no sólo le convierte en hijo de Dios, sino también, y precisamente por ser hijo, le transforma en hermano de todos los hombres, marginando la dimensión fratricida permanente que provoca el mal. Siguiendo a Jesús, que constituye una familia con todos los hombres (cf. Mc 3,31-35par) y «no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb 2,21), el creyente establece las bases de la fraternidad universal. La cristificación del creyente, que funda la relación filial con Dios, hace posible la relación fraterna con los hombres y el mundo: «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero no vayáis a tomar la libertad como estímulo del instinto; antes bien, servíos mutuamente por amor. Pues la ley entera se cumple con un precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5,13-14; cf. Lev 19,18; Mc 12,28-34par). La justificación de la fe paulina se equipara a la justificación por amor joánica (1Jn 4,7.19): el amor que es Dios (cf. 1Jn 4,8.16) y hace al hombre «nuevo» encuentra su verificación en la historia cuando descubre a Cristo en todo hombre, haciéndolo hermano y consiguiéndose la plenitud humana y la salvación (cf. Mt 25,31-45). Sea consciente o no de que el amor vehicula el amor divino (cf. Mt 25,37-40), el hombre cumple su dignidad filial si se entrega y sirve los dones de amor que recibe de Dios, ofreciéndose como hermano y donando a sus hermanos lo que ha recibido «gratis» (cf. Mt 10,8).

El futuro de la salvación. La configuración filial en Cristo, la transformación filial del mundo, en definitiva, la religación al Padre personal y colectiva es un proceso que se realiza en la historia, pero cuya plenitud se dará al final del tiempo. Repitamos una vez más la afirmación de Pablo: hemos sido salvados en esperanza y la resurrección de la humanidad y del cosmos es una cuestión de futuro (cf. Rom 8,18-24; 1Cor 15,49). Juan piensa también en este sentido: «Queridos, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Nos consta que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es» (1Jn 3,2). Se fundamenta esta convicción en dos presupuestos básicos del cristianismo: la cruz de Cristo está unida esencialmente a la resurrección, resurrección que es prometida a todos (cf. 1Tes 4,13; 1Cor 15). Y, en segundo lugar, dicha promesa abarca a la persona, a la humanidad y al cosmos (cf. Rom 8,19-27); de ahí el impulso misionero que las comunidades cristianas mantienen a partir de la Pascua. Y lo mismo se dice del hombre individual; él es un proyecto constituido por unas relaciones y dimensiones que debe desarrollarlas y madurarlas en el espacio y en el tiempo; y a ellos se acompasa la experiencia cristiana. Pero el obrar cristiano tiene una sola referencia: el estilo de vida de Jesús, que es el que asume Dios como su última palabra a los hombres al resucitarlo. Y ese estilo de vida, con sus actitudes y actos, componen el contenido del futuro de cada persona, que se debe acrecentar en la vida personal, sabiendo que es lo único que va a permanecer para siempre. Todo lo que no sea configurado en Cristo, no es resucitado y forma parte de un mundo pasado, caduco y destinado a la muerte definitiva. De ahí la importancia de vivir la cotidianidad de la vida como configuración con Cristo. Él vive como hijo, o desarrolla su condición filial en las relaciones con su familia, con la sociedad, con Dios, y realizando sus responsabilidades como técnico de la madera, del hierro, de la piedra, y, finalmente, en la predicación del Reino. La existencia en amor filial no entraña una experiencia paralela a la experiencia cotidiana de la vida, sino que se hace en ella y con ella. La clave consiste en que las relaciones vitales cuando se asientan en la relación amorosa filial adquieren una densidad y una dimensión propia de Dios, que es la que Él prolonga para siempre al final de cada vida personal, o al término del tiempo histórico vivido por cada uno.
El cristiano, habida cuenta de que Dios coloca su salvación definitiva en el futuro, debe considerar su persona como una realidad por hacer. Esto exige el compromiso y la dedicación permanente para alcanzarlo, sabiendo, a la vez, que jamás alcanzará dicha salvación de una manera plena y permanente con sus solas fuerzas y en la historia actual. La índole escatológica de la salvación es clave para no atascar a la comunidad cristiana en la historia y absolutizar los elementos humanos necesarios que acompañan a la gracia de Dios. Esta tensión, que marca la vida cristiana, se inscribe en el proceso de la historia de salvación insertada en la historia universal, y, por tanto, el hombre nuevo está operativo invirtiendo la tendencia a la destrucción personal y al exclusivo predominio del mal. Y debe ser consciente, a su vez, que vive su relación múltiple de amor bajo la influencia del mal. Hay que evitar los desvaríos de creerse salvado definitivamente en la actualidad, y hay que admitir que la vida está aún sometida a las exigencias del mal (cf. Gál 2,20; Rom 6,12; 2Cor 5,6), que el amor se cobija en una morada frágil y terrena (cf. 2Cor 5,1-4). Por eso es un amor crucificado, sometido a sufrimientos y dolores sin cuento (cf. Rom 8,22), por lo que todo triunfalismo y exhibición está fuera de lugar.
Mas la futura manifestación de los hijos de Dios se asegura por la resurrección de Jesús, cuya influencia permanece en la historia por el Espíritu (cf. Rom 8,19). No hay que olvidar que «ver a Dios» en la gloria, o alcanzar la plenitud en el futuro se comienza, no obstante, en la relación personal y colectiva que se establece en la historia con Cristo. La relación con él, adquirir su forma por medio del desarrollo y despliegue del amor, del hombre «nuevo» se mantiene cuando el creyente se relaciona de una forma estable con Dios, con la comunidad de salvados y con la creación, porque «quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9); y viceversa: el triunfo final es la historia de amor que el hombre despliega a lo largo de su vida, porque el Jesús que Dios resucita es el que compartió su vida con todos en Palestina; es el crucificado.