La castidad
en San Francisco
I
San Francisco se mueve con la idea
de la castidad en una cultura claramente griega, donde el hombre se compone de
alma y cuerpo, y éste es esencialmente malo. El espíritu humano es el que se
asemeja al Señor y a él hay que cuidar al máximo. Al ser una realidad
inmaterial, el alma ni se destruye ni se corrompe. Sin embargo, el cuerpo entra
en la dimensión contingente y temporal de la historia; una realidad cambiante y
degenerativa que termina pulverizándose bajo tierra, pues el espacio y el
tiempo en el que está inserto lo lleva a ello[1].
No obstante, San Francisco sigue
los pasos que ha mostrado Jesús sobre la castidad: relación con el Señor
―pureza―, constitución de la familia del Señor abandonando la natural ―castidad―,
con la consiguiente formación de la fraternidad
como sede de las relaciones afectivas. Vivir el Evangelio entraña un hombre
nuevo en un mundo nuevo que nos traslada a un más allá de la descomposición de
la historia humana: «Después de esto, Francisco, pastor de la pequeña grey,
condujo ―movido por la gracia divina― a sus doce hermanos a Santa María de la
Porciúncula, con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios,
había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también -con su
auxilio- un renovado incremento.
Convertido en este lugar en
pregonero evangélico, recorría las ciudades y las aldeas anunciando el reino de
Dios, no con palabras doctas de humana sabiduría, sino con la fuerza del
Espíritu. A los que lo contemplaban, les parecía ver en él a un hombre de otro
mundo, ya que -con la mente y el rostro siempre vueltos al cielo- se esforzaba
por elevarlos a todos hacia arriba. Así, la viña de Cristo comenzó a germinar
brotes de fragancia divina y a dar frutos ubérrimos tras haber producido flores
de suavidad, de honor y de vida honesta»[2].
Desde
esta perspectiva comprendemos la Admonición
sobre los puros de corazón[3]:
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Verdaderamente son de corazón limpio los que desprecian las cosas terrenas,
buscan las celestiales y no dejan de adorar y ver siempre al Señor, Dios vivo y
verdadero, con corazón y alma limpia»[4].
Limpios de corazón son los que se adentran en el mundo divino según ha revelado
Jesús en la proclamación del Reino y se diseña en la mística del cristianismo
griego, en el que todas las cosas se observan y experimentan desde el diseño
del Creador: «Y
tengamos odio a nuestro cuerpo con sus vicios y pecados; porque, viviendo
carnalmente, quiere el diablo arrebatarnos el amor de Jesucristo y la vida
eterna y perderse a sí
mismo con todos en el infierno; porque nosotros por nuestra culpa somos
hediondos, miserables y contrarios al bien; pero para el mal, prontos y
voluntariosos, porque, como dice el Señor en el Evangelio: Del corazón proceden y salen los malos
pensamientos, adulterios, fornicaciones, homicidios, hurtos, avaricia, maldad,
dolo, impudicia, envidia, falsos testimonios, blasfemia, insensatez»[5].
El mundo, la carne, el pecado son sinónimos para Nuestro Padre, porque nos
apartan del Señor y nos introducen en el reino del mal. Por tanto no quiere
decir despreciar la creación, porque es evidente su amor al Creador, sino el
rechazo de todo aquello que nos puede alejar de Él, donde las tentaciones y
hechos malsanos corresponden a una visión del cuerpo y de la vida dominada por
el pecado, o el egoísmo, o la propia satisfacción. Por eso debemos amar al
Señor y dialogar con el mundo por la caridad que nos viene de Él: «Por donde,
hermanos todos, guardémonos
mucho, no sea que bajo apariencia de alguna merced u obra o ayuda perdamos o
quitemos nuestra mente y corazón del
Señor.
Sino que en la santa caridad, que es Dios, ruego a todos los frailes, tanto a
los ministros como a los otros que, alejado todo impedimento y pospuesta toda
preocupación y
solicitud, de cualquier modo que mejor puedan servir, amar, honrar y adorar al
Señor
Dios, lo hagan con corazón
limpio y mente pura, que es lo que Él busca sobre todas las cosas»[6].
Tener un corazón puro entraña, además del amor gratuito
y libre, mantener una relación intensa con su fuente, que es el Señor:
«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios,
danos
a nosotros miserables hacer por ti mismo
lo
que sabemos que tú quieres,
y
querer siempre lo que te place,
para
que, interiormente limpiados,
interiormente
iluminados
y
abrasados por el fuego del Espíritu Santo
podamos
seguir las huellas de tu amado Hijo,
nuestro
Señor Jesucristo,
y
llegar por sola tu gracia, a ti, Altísimo,
que
en Trinidad perfecta y en Unidad simple
vives
y reinas y eres glorificado,
Dios
omnipotente,
por todos los siglos de los
siglos. Amén»[7].
[1] Para este tema, Kajetan
Esser, Temas espirituales
121-138; Lázaro Iriarte, Vocación franciscana, 163-176; Leonardo Izzo, «Castità», en DF 187-203; Julio Micó, Vivir el
Evangelio, 162-196; Fernando Uribe,
La Regla de San Francisco, 305-320;
[2] San
Buenaventura, Leyenda Mayor, 4,5;
cf. 1Celano 82.
[3] En la
Bienaventuranza el evangelista Mateo (5,8) hace hincapié en la actitud humana que está descrita en el Sal
24,3-4: *)Quién puede subir al monte del Señor?, )quién podrá estar en el recinto sacro? El de manos
inocentes y puro corazón, el que no acude a los ídolos ni jura en falso+. Las manos y el corazón refieren la acción que
engloba todos los sentimientos, afectos y pensamientos del hombre, y, en el
caso del servicio al templo, implican la integridad y pureza de vida. La
tendencia intensa que une a los ídolos se contrarresta con la inocencia del
corazón, que abarca todas las potencias humanas, que hace posible la mirada
divina, porque el corazón es el lugar oculto y profundo en el que se da el
encuentro con Dios. Por eso los actos que no proceden del corazón, donde se
tiene la coherencia entre pensamiento, palabra y hecho, son hipócritas (cf. Mc
7,1-23; Mt 15,1-9). Los limpios de corazón, pues, recuerdan a los que mantienen
una relación íntegra con Dios en contra del formalismo y la impureza.
[4] Mt 5,8; Admonición 16; cf. Regla Bulada 10,7-9: «Pero
amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los frailes de toda
soberbia, vanagloria, envidia, avaricia (cf. Lc 12,15), cuidado y solicitud
de este siglo (cf. Mt 13,22), detracción y murmuración; y no cuiden los que no
saben letras de aprender letras; sino que atiendan a que sobre todas las cosas
deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a
él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la
enfermedad»;
cf. 1Carta a los Fieles 2,19.
[5] Regla no Bulada
22,5-7; cf. Mc 7,21; Mt 15,19.
[6] Regla no Bulada
22,25-26; cf. 1Jn 4,46.
[7] Carta a la
Orden 50-52; cf. 1Ped 2,21.