miércoles, 5 de febrero de 2014

Franciscanismo. Castidad

La castidad en San Francisco


                                               
                                                I

San Francisco se mueve con la idea de la castidad en una cultura claramente griega, donde el hombre se compone de alma y cuerpo, y éste es esencialmente malo. El espíritu humano es el que se asemeja al Señor y a él hay que cuidar al máximo. Al ser una realidad inmaterial, el alma ni se destruye ni se corrompe. Sin embargo, el cuerpo entra en la dimensión contingente y temporal de la historia; una realidad cambiante y degenerativa que termina pulverizándose bajo tierra, pues el espacio y el tiempo en el que está inserto lo lleva a ello[1].
No obstante, San Francisco sigue los pasos que ha mostrado Jesús sobre la castidad: relación con el Señor ―pureza―, constitución de la familia del Señor abandonando la natural ―castidad―, con la consiguiente formación de la fraternidad como sede de las relaciones afectivas. Vivir el Evangelio entraña un hombre nuevo en un mundo nuevo que nos traslada a un más allá de la descomposición de la historia humana: «Después de esto, Francisco, pastor de la pequeña grey, condujo ―movido por la gracia divina― a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula, con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento.
Convertido en este lugar en pregonero evangélico, recorría las ciudades y las aldeas anunciando el reino de Dios, no con palabras doctas de humana sabiduría, sino con la fuerza del Espíritu. A los que lo contemplaban, les parecía ver en él a un hombre de otro mundo, ya que -con la mente y el rostro siempre vueltos al cielo- se esforzaba por elevarlos a todos hacia arriba. Así, la viña de Cristo comenzó a germinar brotes de fragancia divina y a dar frutos ubérrimos tras haber producido flores de suavidad, de honor y de vida honesta»[2].
            Desde esta perspectiva comprendemos la Admonición sobre los puros de corazón[3]: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Verdaderamente son de corazón limpio los que desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan de adorar y ver siempre al Señor, Dios vivo y verdadero, con corazón y alma limpia»[4]. Limpios de corazón son los que se adentran en el mundo divino según ha revelado Jesús en la proclamación del Reino y se diseña en la mística del cristianismo griego, en el que todas las cosas se observan y experimentan desde el diseño del Creador: «Y tengamos odio a nuestro cuerpo con sus vicios y pecados; porque, viviendo carnalmente, quiere el diablo arrebatarnos el amor de Jesucristo y la vida eterna y perderse a sí mismo con todos en el infierno; porque nosotros por nuestra culpa somos hediondos, miserables y contrarios al bien; pero para el mal, prontos y voluntariosos, porque, como dice el Señor en el Evangelio: Del corazón proceden y salen los malos pensamientos, adulterios, fornicaciones, homicidios, hurtos, avaricia, maldad, dolo, impudicia, envidia, falsos testimonios, blasfemia, insensatez»[5]. El mundo, la carne, el pecado son sinónimos para Nuestro Padre, porque nos apartan del Señor y nos introducen en el reino del mal. Por tanto no quiere decir despreciar la creación, porque es evidente su amor al Creador, sino el rechazo de todo aquello que nos puede alejar de Él, donde las tentaciones y hechos malsanos corresponden a una visión del cuerpo y de la vida dominada por el pecado, o el egoísmo, o la propia satisfacción. Por eso debemos amar al Señor y dialogar con el mundo por la caridad que nos viene de Él: «Por donde, hermanos todos, guardémonos mucho, no sea que bajo apariencia de alguna merced u obra o ayuda perdamos o quitemos nuestra mente y corazón del Señor. Sino que en la santa caridad, que es Dios, ruego a todos los frailes, tanto a los ministros como a los otros que, alejado todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, de cualquier modo que mejor puedan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios, lo hagan con corazón limpio y mente pura, que es lo que Él busca sobre todas las cosas»[6].
Tener un corazón puro entraña, además del amor gratuito y libre, mantener una relación intensa con su fuente, que es el Señor:                                

           «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios,
            danos a nosotros miserables hacer por ti mismo
            lo que sabemos que tú quieres,
            y querer siempre lo que te place,
            para que, interiormente limpiados,
            interiormente iluminados
            y abrasados por el fuego del Espíritu Santo
            podamos seguir las huellas de tu amado Hijo,
            nuestro Señor Jesucristo,
            y llegar por sola tu gracia, a ti, Altísimo,
            que en Trinidad perfecta y en Unidad simple
            vives y reinas y eres glorificado,
            Dios omnipotente,
por todos los siglos de los siglos. Amén»[7].





[1] Para este tema, Kajetan Esser, Temas espirituales 121-138; Lázaro Iriarte, Vocación franciscana, 163-176; Leonardo Izzo, «Castità», en DF 187-203; Julio Micó, Vivir el Evangelio, 162-196; Fernando Uribe, La Regla de San Francisco, 305-320;
[2] San Buenaventura, Leyenda Mayor, 4,5; cf. 1Celano 82.
[3] En la Bienaventuranza el evangelista Mateo (5,8) hace hincapié en la actitud humana que está descrita en el Sal 24,3-4: *)Quién puede subir al monte del Señor?, )quién podrá estar en el recinto sacro? El de manos inocentes y puro corazón, el que no acude a los ídolos ni jura en falso+. Las manos y el corazón refieren la acción que engloba todos los sentimientos, afectos y pensamientos del hombre, y, en el caso del servicio al templo, implican la integridad y pureza de vida. La tendencia intensa que une a los ídolos se contrarresta con la inocencia del corazón, que abarca todas las potencias humanas, que hace posible la mirada divina, porque el corazón es el lugar oculto y profundo en el que se da el encuentro con Dios. Por eso los actos que no proceden del corazón, donde se tiene la coherencia entre pensamiento, palabra y hecho, son hipócritas (cf. Mc 7,1-23; Mt 15,1-9). Los limpios de corazón, pues, recuerdan a los que mantienen una relación íntegra con Dios en contra del formalismo y la impureza.
[4] Mt 5,8; Admonición 16; cf. Regla Bulada 10,7-9: «Pero amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los frailes de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia (cf. Lc 12,15), cuidado y solicitud de este siglo (cf. Mt 13,22), detracción y murmuración; y no cuiden los que no saben letras de aprender letras; sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad»; cf. 1Carta a los Fieles 2,19.
[5] Regla no Bulada 22,5-7; cf. Mc 7,21; Mt 15,19.
[6] Regla no Bulada 22,25-26; cf. 1Jn 4,46.
[7] Carta a la Orden 50-52; cf. 1Ped 2,21.

Teología. Hombres nuevos. V

           El Bautismo

                            Hombres nuevos en Cristo



                                       Texto
«¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados por él en la muerte para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva…..» (Rom 6,3-11)


Reflexión ― V
c. El Espíritu. El proceso humano de desligarse del mal y caminar a la luz del amor, de configurarse con la persona y misión de Jesús, se hace en el Espíritu, que habita en la interioridad humana (cf. Rom 8,9-11). Él une al creyente en Cristo dándole la identidad de hijo de Dios (cf. Rom 8,14-16) y la posibilidad para serlo, pues grava en el corazón la ley de Cristo (cf. Gál 6,2; 1Cor 9,21), que no es otra sino el amor (cf. Gál 5,6.14), el amor de Dios (cf. Rom 5,5), y todos los valores que se derraman de él: «gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio» (Gál 5,22; Ef 5,9). Por eso, el Espíritu es el que reúne a los cristianos concediéndoles la paz (cf. Gál 5,21) y la libertad (cf. Gál 5,18), y también los incorpora al cuerpo glorioso, resucitado del Señor (cf. 1Cor 6,17), dispensándoles la vida eterna (cf. Gál 6,8).
Con la experiencia del Espíritu de «Cristo» o del «Señor» (cf. Rom 8,9; 2Cor 3,17), que actúa la vida nueva, Pablo parte de este principio: «Por eso doblo la rodilla ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en cielo y tierra, para que os conceda por la riqueza de su gloria fortaleceros internamente con el Espíritu, que por la fe resida Cristo en vuestro corazón, que estéis arraigados y cimentados en el amor, de modo que logréis comprender, junto con todos los consagrados, la anchura y longitud y altura y profundidad, y conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento. Así os llenaréis del todo de la plenitud de Dios» (Ef 3,14-19; cf. 1,15-21). Esto lo desarrolla en tres etapas: abandono de la existencia fundada en el poder gracias a la fe y al amor de Cristo y a Cristo, muerto y resucitado; Cristo crea el sentido y el centro de la vida porque vehicula la salvación de Dios; y la configuración con él, que se hace gracias al Espíritu, inicia la salvación en esta vida y termina en la futura de resurrección.
Pablo lo resume en un párrafo de su carta dirigida a los cristianos de Filipos: «Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el superior conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo y estar unido a él. No contando con una justicia mía basada en la ley, sino en la fe de Cristo, la justicia que Dios concede al que cree. ¡Oh!, conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos; configurarme con su muerte para ver si alcanzo la resurrección de la muerte» (Flp 3,8-11). El conocimiento de Cristo se entiende como una relación personal, como una revelación personal: quien elige es Dios por medio de Cristo, quien obedece es el hombre; y la comunión con Cristo conduce a reconocer su «señorío» en orden a la salvación. Si esto es así, es lógico que dé por perdida toda su fe anterior en la justicia de la ley, en la autosuficiencia que lleva pareja una vida dirigida según las tradiciones emanadas de la ley. Pablo desea que Dios le encuentre en Cristo al final de sus días y, además, los cristianos le encuentren en Cristo en la vida presente para aprender a caminar en la vida «nueva» que él ofrece. Y para ello no existe problema alguno, ya que para llevar a cabo la vida «nueva» Dios ha conferido su potencia de gracia, su relación de amor, a Cristo con la Resurrección. Así es posible superar todas las situaciones de la vida provenientes del hombre «viejo», de la debilidad humana (cf. 2Cor 12,9-10), que impiden caminar en la senda del Señor (cf. Flp 1,21). La comunión con Cristo lleva aparejada, por una lado, la participación en sus sufrimientos, en su cruz en la que quedan fijados todos los males de esta vida y que Pablo los considera muertos en la muerte de Jesús, impotentes para significar algo en la vida «nueva» (cf. Rom 6,6; 8,3; Gál 2,19; 2Cor 4,10); y la comunión con Cristo, por otro lado, entraña la pertenencia a la vida de resurrección que alcanzará a todo su esplendor en la plenitud de los tiempos. 




Meditar: Luz y Sal de la tierra

V DOMINGO (A)

                        Sois luz y sal de la tierra



Del evangelio de Mateo 5,13-16

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo de un celemín, sino para ponerla en el
candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.

1.- Cuando andamos por la vida con tantos trabajos, quehaceres y responsabilidades, es muy fácil no saber bien el camino a seguir; cuál es la tarea más importante y la menos importante; qué debe ser lo prioritario en nuestra vida, y qué es secundario. La experiencia de Dios es la luz que nos hace ver dónde está cada cosa en la vida, cuál es el nivel de influencia que debemos tener en nuestro corazón, qué cosas debemos dejar como inútiles, y qué relaciones debemos retener como un tesoro que nos ayuda a amar y a servir. Dios nos ilumina y ello hace que nuestra vida, orientada hacia Él, sea capaz de ver las necesidades de los demás, antes que las nuestras, y con ello, también ilumine a los andan a oscuras en medio de felicidades inconsistentes, o sufrimientos desesperanzadores, o egoísmos frustrantes.

2.- Aunque la sal no la recomiendan los médicos a los hipertensos, incluso a la mayoría de la gente en la actualidad, tradicionalmente, en la cultura latina, le ha dado el gusto a las comidas, como el chile en México. Acostumbrados a ella, una comida sin sal es insípida. No tiene sabor. Hoy se la sustituye por mil especias y condimentos, cuya finalidad es la misma: darle sabor a las patatas, a la carne, al pescado. Y nos arreglamos los que tenemos un régimen de comidas para que los condimentos no nos priven del gusto y aburran a la misma vida. La relación de amor de Dios es la que da el sabor a la vida, porque le abre el horizonte de darse a los demás en aquello que les hace personas dignas. Cuando descubrimos que nuestro gozo está en el que hagamos sonreír a los otros, les infundamos esperanzas y les abramos nuevas posibilidades a su corazón y a su mente, entonces sabremos cómo  sabe la vida y se saborean sus frutos.

3.- Hay acciones que sólo buscan nuestros intereses; las hacemos porque nos convienen a las pretensiones que tenemos en la vida. No nos importa si son buenas o malas; si les cae bien a los que nos rodean; o más aún les hacen daño. La luz sólo ilumina nuestros ombligos, nuestras ideas sometidas a nuestros egoísmos. Esta actitudes las condena Jesús tajantemente y sentencia: que no sepa tu mano derecha lo que hace la izquierda. Es el fariseo que se ensalza a sí mismo ante el Señor, despreciando al pobre publicano pecador. Cuando Jesús manda lo contrario: que nuestras obras iluminen a los demás, indica que nuestra vida debe ser un vehículo del amor de Dios a su criatura, para que el Señor reine en todos por medio de nuestra obediencia a su amor. Ello destruye el yo egoísta y ensalza la vida y las relaciones con los demás.


           



Libros. Clarisas

Ocho siglos de historia de las Clarisas en España

De María Fernanda Prada Camín OSC


Por P. Riquelme Oliva


            Esta monografía sobre las clarisas en España constituye un hito relevante en la historiografía franciscana. María Fernanda Camín, monja clarisa, tiene en su haber una producción historiográfica tan lograda en el presente como prometedora en el futuro. Este trabajo viene a ser el edificio completo que ha ido construyendo con materiales elaborados tras años de pacientes investigaciones provenientes, principalmente, de las obras que realizó: una, con C. Sánchez Fuertes sobre la Reseña histórica de los monasterios de clarisas de España y Portugal, en dos volúmenes (1996 y 2012), y, la otra, sobre los 50 años de historia: Federación del Sagrado Corazón, HH. Clarisas de la Provincia de Santiago (2007). La autora manifiesta que junto a su “intento de ofrecer una visión de conjunto de la Orden de Santa Clara en España, su evolución y algunos aspectos particulares, y consignar también todas aquellas fundaciones realizadas a lo largo de estos ocho siglos [349 monasterios en España]” hay también un merecido homenaje a cuantas “mujeres consagradas a Dios como clarisas a lo largo de ocho siglos, salvo contadas excepciones, no han pasado a la historia, sino que han quedado ocultos en sus monasterios” (pp. 7-8). Es de justicia reconocer, una vez más, el alto valor que la vida religiosa femenina ha tenido y sigue teniendo para el sostenimiento del edificio espiritual de la Iglesia. Uno de los méritos de esta obra, entre otros, está en reconstruir desde sus propios orígenes la historia de las fundaciones de Santa Clara en España desde el siglo XIII al XX. Y al hilo de las fundaciones su autora ha ido, con precisión y rigor, marcando aquellos criterios de la espiritualidad clariana y reformas que se fueron manifestando a lo largo del tiempo y se concretizaron en la diversidad de manifestaciones del carisma de Santa Clara. A la par, justo es decir, el acierto de María Fernanda, que posiblemente sin pretenderlo, ha contribuido a acercar la historia y espiritualidad de la Segunda Orden franciscana a aquellos que, en los campos de la teología, historia o arte …, se hallaban necesitados de unos conocimientos claros y precisos para entender y comprender sus propios ámbitos de estudio. Son doce capítulos con un epílogo, elenco sumario de los monasterios fundados en España, índice de cuadros e índice onomástico y toponímico, los que componen esta monografía. En el primer capítulo presenta el desarrollo legislativo de la Orden de Santa Clara para poder comprender el origen, espíritu, asentamiento y desarrollo de la Orden en España (9-18). En el capítulo segundo se centra en el origen de los monasterios de clarisas en España en el siglo XIII, comenzando el desarrollo histórico por el llamado “protomonasterio de Santa María de las Vírgenes de Pamplona”. (19-44). En el tercero y cuarto se describen las fundaciones de los siglos XIII al XV y sus respectivos patronazgos, condición social de las monjas, motivaciones fundacionales de los patronos. (45-112). Merece una atención especial el capítulo V: La época de las reformas. Una constante en la historia de la Iglesia y particularmente en la familia franciscana ha sido el permanente espíritu de reforma, apoyado por la política de los siglos XV y XVI. (3-112). Capítulo VI: las fundaciones del siglo de Oro, cuyo crecimiento y expansión fue uno de los rasgos más característicos en sus más variadas expresiones, con un número de 88 monasterios de urbanistas, coletinas, descalzas no coletinas y uno de capuchinas. (112-136). En el capítulo VII, sin perder el hilo del devenir cronológico, la autora se detiene en la descripción de la vida interior del monasterio: oficio divino, vida penitencial, trabajo,  gobierno, noviciado, enseñanza de niñas … (136-152). En el VIII describe las fundaciones de los siglos del Barroco (152-181) y en el IX se detiene en uno de los siglos más tumultuosos de la historia de la Iglesia como fue el XIX con el anticlericalismo, supresión de monasterios y nuevos monasterios, en los últimos decenios con la restauración político-religiosa en España (183-204). Concluye la narración histórica  con las fundaciones en el siglo XX, un total de catorce, y sobre todo la incorporación a la Orden de Santa Clara de 23 monasterios de terciarias franciscanas regulares (204-218). Finaliza la monografía con el capítulo XI en la que expone la  legislación a través de los siglos: Constitución Apostólica Sponsa Christi y las Federaciones (218-225) y las Constituciones de la Orden de Santa Clara. Se concluye el libro con un epílogo que reza:  Siglo XXI: ¿Ocaso o amanecer? O Clara multimode titulis praedicta  claritatis. Si son muchos los méritos de esta preciosa obra de historia de la Segunda Orden de San Francisco, no es menor los instrumentos que la autora nos brinda para su lectura.

Editorial Espigas, Murcia 2013,  299 pp., 14,5 x 21,5 cm. (ITM. Serie Textos 4).


Evangelio. V Domingo

V DOMINGO (A)

Sois luz y sal de la tierra



Del evangelio de Mateo 5,13-16

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo de un celemín, sino para ponerla en el
candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.

1.-  Jesús ha elaborado el programa de la misión para proclamar e iniciar el Reinado del Señor. Jesús se propone como la luz verdadera con la que el Señor ilumina el mundo. Con él, Dios se deja ver. Y elige a sus seguidores y los incorpora a su misión. También ellos deben ser como él luz y sal, como su vida y doctrina lo está haciendo para los habitantes que viven en los pueblecitos de Galilea. Pero así como la luz y la sal no existen para sí ni por sí mismos, sino para ver otras realidades y darle sabor a las comidas, así el discípulo no tiene razón de ser por sí mismo, sino para proclamar el Reino.

            2.- Y el Reino se proclama con buenas obras. Éstas tienen una doble vertiente: las relaciones internas que hacen al discipulado símbolo de la presencia del Señor ―para ser el primero hay que servir― y las acciones encaminadas a dignificar la vida de los demás. Las obras de amor son antes que las palabras de consuelo. Las bienaventuranzas señalan cuáles son las buenas obras de los discípulos.


3.- Hay acciones que sólo buscan nuestros intereses; las hacemos porque nos convienen a las pretensiones que tenemos en la vida. No nos importa si son buenas o malas; si les cae bien a los que nos rodean; o más aún les hacen daño. La luz sólo ilumina nuestros ombligos, nuestras ideas sometidas a nuestros egoísmos. Estas actitudes las condena Jesús tajantemente y sentencia: que no sepa tu mano derecha lo que hace la izquierda. Es el fariseo que se ensalza a sí mismo ante el Señor, despreciando al pobre publicano pecador. Cuando Jesús manda lo contrario: que nuestras obras iluminen a los demás, indica que nuestra vida debe ser un vehículo del amor de Dios a su criatura, para que el Señor reine en todos por medio de nuestra obediencia a su amor. Ello destruye el yo egoísta y ensalza la vida y las relación con los demás.

Cultura. Gerardo Diego

Gerardo Diego en el «Misteri» y un villancico



Francisco Javier Díez de Revenga





            Setenta años se cumplieron este pasado verano de la visita que realizara en agosto de 1943 Gerardo Diego a Elche para asistir a la representación del célebre «Misteri», que cada año tiene lugar en la cercana ciudad alicantina, con motivo de las fiestas de la Asunción de la Virgen. En la cronología de Gerardo Diego, elaborada por su hija Elena, figura en 1943 lo siguiente: «Agosto: invitado como huésped de honor viaja a Elche a las representaciones del Misterio.» Y sabemos mucho de esta visita suya a Elche. Como refiere Julio Neira en su reciente libro Trasluz de vida. Doce escorzos de Gerardo Diego, el poeta, en carta a su amigo y asesor bancario Fernando Gómez-Collantes, de 29 de julio le comunica: «La Junta el Misterio de Elche me ha invitado (y yo he escrito aceptando) a las representaciones del Misterio los días 13 y 15 de agosto. Voy como huésped de honor y me pagan los gastos de viaje».
Tras la Guerra de España, se creó una Junta Restauradora del Misterio de Elche, impulsada por Eugenio D’Ors, que rehabilitó la basílica de Santa María, muy deteriorada durante la contienda, y reanudó las celebraciones. En 1943, la Festa se desarrolló en varios días: el 13 hubo ensayo general y por la noche Nit d’Alba; el sábado 14 se representó a las seis de la tarde el primer acto del drama, y el domingo 15 hubo procesión por la mañana y representación del segundo acto por la tarde. Este año excepcionalmente, el día 16, se celebró un acto público en la Basílica con el voto de Elche por el que la ciudad se comprometía a defender el misterio de la Asunción de la Virgen. Intervinieron Eugenio D’Ors, José María Pemán y Adolfo Muñoz Alonso. El misterio de la Asunción sería proclamado dogma de fe por Pío XII en 1950.
Hubo juegos florales y al concurso correspondiente se presentó Gerardo Diego, pero no obtuvo ningún premio. Los galardonados fueron Manuel Machado y José María Pemán. A la fiesta en el Parque  Municipal asistieron D’Ors, Pemán, el presidente del Instituto el Libro Julián Pemartín, el músico Conrado del Campo, el bibliotecario y profesor de la Universidad de Murcia Andrés Sobejano y el pintor Manuel Benedito. Gerardo Diego asistió a todos los actos y permaneció en Elche hasta el día 18 de agosto. Ese día está fechado el artículo que Gerardo publicaría un año después en la revista del Misteri Festa d’Elig: «Por mucha ilusión con que se venga, la realidad es más alta de cuanto se había imaginado. La portentosa unidad del Misterio, su magnífica arquitectura total con elementos tan diversos en el tiempo y en el espacio, están tan logrados que un poderoso sobrecogimiento toma posesión de nosotros desde el comienzo y no nos abandona hasta la arrebatadora apoteosis final. Juzgar el Misterio como obra de arte me parece empequeñecerle. Aquí se debe venir a rezar plástica, poética, musicalmente esa oración incomparable de fe y de belleza, en la que uno no es más que una sílaba muda».
En su visita, durante su estancia en Elche, al célebre Huerto del Cura, Gerardo firmó en el libro de autógrafos y transcribió, de memoria, algunos versos de uno de sus más conocidos y celebrados villancicos, la «Canción al Niño Jesús», que había escrito cinco años antes, en 1938. El texto que el poeta recuerda durante su visita al Huerto del Cura, y que figura en el libro de autógrafos, contiene una distinta ordenación de los versos y una pequeña variante respecto a los dos textos editados por el poeta previamente, sin duda porque Gerardo escribió de memoria recordando su poema, impresionado por sentirse rodeado de palmeras: «Si la palmera supiera / por qué la Virgen María / suspira cuando la mira, / Si la palmera supiera / que sus palmas algún día… / ... si la palmera supiera / ... la palmera. / Gerardo Diego. 16-8-1943»
Podemos advertir, que el poeta, al recordar su villancico, añade un nuevo sentimiento atribuido a la Virgen y concentrado en el verbo «suspira», en la frase «por qué la Virgen suspira cuando la mira», en vez «por qué la Virgen la mira», que figura en todos los textos publicados del villancico y en el definitivo, que aparece en Versos divinos, en 1971, y que ya fue utilizado por Gerardo Diego en el final de su única obra teatral El cerezo y la palmera «Retablo escénico en forma de tríptico», que estrena en el Teatro María Guerrero en la Navidad de 1962.