miércoles, 15 de enero de 2014

Teología. Hombres nuevos (2)

            El Bautismo
                    Hombres nuevos en Cristo

                                                    II



              Texto

«¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados por él en la muerte para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva…..» (Rom 6,3-11)

              Reflexión ― II

2.- Con ser esto verdad, también se da la corrupción en el corazón del hombre (cf. Gén 8,21; Jer 17,9), por más que se traslade el mal y su responsabilidad a las estructuras e instituciones anónimas. Los desequilibrios personales, las situaciones sociales adversas y la secularización avalan la inconsciencia del mal, o el desconocimiento y aversión del bien personalizado en Dios. El hombre, hemos dicho, comporta una dimensión individual irrenunciable, y que, a la postre, su individualidad es la que funda a la comunidad, o la comunidad tiene como fin primario conducir a sus componentes a tomar conciencia de su individualidad irrepetible. Pues bien, la Escritura, junto a la belleza y bondad de la naturaleza y de la humanidad, relata a la vez su rotura interior que da lugar a la sinrazón de vivir (cf. Ecl 1,3; 2,17.23; 3,19-20; etc.). La rebeldía le lleva a desligarse y alejarse de Dios y le hace campar solo por la historia. La infidelidad a Dios se expresa en la opresión y liquidación de los otros y de la naturaleza. El hombre, pues, se ha desviado de su objetivo y se ha pervertido. De hecho, la fidelidad a Dios en medio de las injusticias y sufrimientos humanos se lee con el sentido de las palabras que la mujer de Job le dirige observando sus desgracias: «¿Todavía persistes en tu honradez? Maldice a Dios y muérete» (Job 2,9).

Es elocuente el testimonio personal de Pablo. En primer lugar relata esta situación en su vida: «...No hago el bien que quiero, sino que practico el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Y me encuentro con esta fatalidad: que deseando hacer el bien, se me pone al alcance el mal. En mi interior me agrada la ley de Dios, en mis miembros descubro otra ley que guerrea con la ley de la razón y me hace prisionero de la ley del pecado que habita en mis miembros» (cf. Rom 7, 14-24). No es Pablo quien actúa, sino el pecado que habita en él y le obliga a realizar actos en contra de su deseo de hacer el bien. Pablo participa de un pecado estructurado por una red que envuelve a la vida humana y que transforma en pecador a todo hombre (cf. Rom 3,23). El poder del pecado es tal que hace de Pablo su esclavo, y se le evidencia como un dinamismo que lo rompe interiormente imponiéndose al bien que quiere llevar a cabo. El resultado es la división interior entre el amor que le infunde su imagen divina y le conduce a vivir según el Espíritu —según la ley de Dios— y la soberbia que experimenta con el peligro de que se puede adueñar de él por completo. La conciencia personal que experimenta Pablo del pecado es que hiere y rompe la relación personal de amor que Dios como Padre ha establecido con él como hijo. Es la quiebra de una relación de amor divino que se ha puesto al alcance de los hombres y que, a la vez, muestra la rotura de la fraternidad humana, toda ella constituida como hija por un amor vivido hasta la muerte, como es la vida de Jesús. En segundo lugar Pablo personaliza la tendencia hacia el mal; es un deseo que no puede evitarlo. La presencia del mal inscrita en las culturas adquiere tal potencia que se vuelve una realidad connatural en todas las personas, y les empuja a practicarlo (cf. Rom 5,12-14). No es que la naturaleza sea en sí mala, pues entonces afectaría a la bondad de Dios que la ha creado y le ha marcado unos objetivos, según señala la Escritura. Es más bien que la historia elaborada por los pueblos se asienta sobre unos pilares agrietados poniendo en riesgo la morada que los cobija; transitan por un mundo cuyo ambiente está corrompido. De esta forma, el hombre al respirar una atmósfera viciada, aviva su tendencia al mal, pervierte su libertad y sus comportamientos, y contribuye, a su vez, a la potencia solidaria y social del mal. Hay dos realidades que corroen la existencia humana: la muerte sin sentido, anunciada por la enfermedad, el dolor y la degradación psíquica y física, que rebela al hombre contra ella, no obstante su dimensión contingente y finita; y la rotura de su integridad personal que incide en su libertad y en su dominio de la concupiscencia, entendida como un apetito que le empuja hacia el mal, y que sortea sus potencias racional y afectiva. La quiebra interior, la distancia entre el ser y el hacer, como experimenta Pablo, hace que la persona discurra por unos vericuetos distintos del camino indicado por Dios y se aleje de su proyecto inscrito en la imagen que lleva impresa. La disociación entre historia humana, persona individual e imagen de Dios hace que la integridad humana se rompa y conduzca al hombre a la práctica del mal, a admitir su responsabilidad y a cargar con la culpa consiguiente.

Dios responde a las acciones humanas libres, que ponen en marcha el mecanismo de destrucción y muerte de la creación, con su presencia en la historia por medio de Jesús. La Encarnación hace posible que el hombre cambie y se rehaga a sí mismo; a la vez, ofrece la oportunidad de la reconciliación personal al reconciliarse con Dios, y que la fuerza del mal se vea superada por la del bien (cf. supra 8.4.2.b): «Pues si por el delito de uno murieron todos, mucho más abundantes se ofrecerán a todos el favor y el don de Dios, por el favor de un solo hombre, Jesucristo. [...] Donde proliferó el delito, lo desbordó la gracia. Así como el pecado reinó por la muerte, así la gracia, por medio de Jesucristo Señor nuestro, reinará por la justicia para una vida eterna» (Rom 5,15.20-21). Aparece entonces una nueva dimensión de la bondad que es más fuerte que la potencia del mal generada por las culturas y la libertad individual. Toda persona percibe en su interior estos ecos de Dios y de la maldad originando una tensión permanente en su vida.

La convivencia del bien y del mal en la persona ¿cómo es factible experimentarla en favor del bien, que es la victoria de Dios en Jesús? ¿Cuál es el camino que hay que recorrer para que el bien se imponga definitivamente en el corazón humano? Todavía más: ¿es acaso posible existir en los parámetros del amor dentro de una historia corrompida capaz de cambiar razonablemente su perspectiva? Veamos.




Libros. De la paz y la justicia

Atonement, Justice, and Peace:
The Message of the Cross and the Mission of the Church.


De Darrin W. Snyder Belousek

                


Por Luis Oviedo Torró




La teología de la expiación, en sentido clásico, se ha vuelto bastante problemática en los últimos decenios. El principio de retribución penal que se habría proyectado en Cristo, en sustitución del castigo que merecían nuestros pecados, sigue siendo un axioma importante en la interpretación del acontecimiento de la cruz, al menos desde San Anselmo. Sin embrago da la impresión de que dicha teología está anclada en visiones de justicia retributiva bastante tradicionales y probablemente superadas en una mentalidad moderna.
El libro de Darrin Belousek, un joven teólogo americano plantea ampliamente los términos del debate; expresa su propia insatisfacción ante la solución clásica; y postula una lectura distinta, en clave de “restauración” de la cristología de la cruz. Además considera las implicaciones prácticas que se derivan de esta nueva comprensión de la cruz, al nivel de las candentes cuestiones de la justicia y la paz.
Este extenso ensayo está dividido en cuatro partes. La primera introduce el tema y plantea las cuestiones en torno a la hermenéutica de la cruz. La segunda parte repasa de forma extensa las bases bíblicas y patrísticas que dan pie a la doctrina de la expiación como sustitución penal; también formula una batería de críticas y dudas en relación con la propuesta tradicional. La tercera parte presenta la propia propuesta: la redención va más allá de la expiación, y como tal invita a una actitud de justicia hacia los menos favorecidos, y en especial para un replanteamiento de la “pena capital”; y de compromiso por la paz, pues en Cristo se “destruye la división y se condena la hostilidad”. Una instancia “cruciforme” inspira nuevas actitudes de paz y de superación de conflictos étnicos y religiosos. La cuarta parte es una invitación a la misión que nace precisamente de la cruz y que se convierte en vocación de la Iglesia.
El ensayo ofrece una relectura en clave crítica y constructiva al mismo tiempo del tema de la expiación; además es capaz de conectar los temas estrictamente teológicos con los retos reales que vivimos en nuestro propio contexto y que son más urgentes en nuestros días. La cristología de la cruz se vuelve de este modo un discurso eminentemente práctico, más allá de los debates académicos, y asume un tono pragmático, en el sentido de una lectura de la revelación cristiana a partir de los acontecimientos y de la revisión de propuestas anteriores que hoy aparecen a la mirada crítica como poco satisfactorias y sobre todo poco funcionales en la praxis de los cristianos. Teniendo en cuenta que el marco en que se mueve el autor es el de la teología evangelista americana, se agradece un desarrollo que ayuda a sacar dicha teología de posiciones cerradas y tradicionalista ante las que surgen cada vez más contestaciones entre las propias filas de dichas iglesias.
Desde mi punto de vista, conviene recordar que existen todavía lecturas del misterio cristiano de la expiación que son plenamente legítimas y corresponden a la sensibilidad de nuestro tiempo. Dichas lecturas reivindican una idea todavía válida: que hay formas de sacrificio y de sufrimiento cuyo sentido sólo se entiende en función de contribuir a frenar el avance del mal, o a reparar el mal que uno mismo u otros han cometido. Dicha lógica no es ni mucho menos racional; sólo tiene sentido en el interior de la fe cristiana.

     Editorial. Eerdmans, Grand Rapids MI, Cambridge U.K. 2012, 668 pp.


Evangelio. II Domingo (A)

                       II DOMINGO. CICLO  A

                                        Descubrir a Jesús


Del evangelio de Juan

Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice: « He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo. Y yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel ». Y Juan dio testimonio diciendo: « He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo». Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios.

Contexto y reflexión

1.- Los discípulos de Juan bautizan para expresar el arrepentimiento de los pecados y afrontar purificados la venida inminente del Señor para transformar un mundo corrompido.  Los cristianos bautizan en nombre de Jesús, se les infunde el Espíritu y entran a formar parte de la comunidad del Cordero que quita el pecado del mundo. Constituyen la comunidad de salvados.
2.- Jesús, el Cordero que quita el pecado, es la persona que vive como un siervo obediente al Señor, que es capaz de dar su  vida inocente, como un cordero, por el bien de los demás. No es el cordero, o la paloma, o la tórtola,  que se sacrifica en el templo para calmar la ira divina por el pecado humano, o cumplimentar una promesa humana. Jesús, el cordero, el siervo, es una historia de amor gratuito y libre  que lo toma el Señor como la relación filial perfecta para hacernos a todos hijos suyos en él y hermanos de él.

3.- Jesús, como cordero, como siervo, es el Hijo del Señor, que nos hace hijos y hermanos entre sí. «La persona de Cristo en la palabra evangélica es un itinerario de revelación, que también poco a poco supondrá un discernimiento en el creyente o no, que escucha sus palabras y observa sus gestos e intenciones en la vida. En palabras breves, se alude a la fe para ir descubriendo progresivamente el significado de su persona para nuestra existencia, y de esta manera sea luz para nuestro caminar» (→ www.franciscanosdecastilla.org)





Para Meditar. II Domingo (A)

                                              Meditación
                          II Domingo (A)


Del evangelio de Juan

Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo. Y yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: « He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo». Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios.

Contexto y reflexión

1.-  Los cristianos bautizan en nombre de Jesús, se les infunde el Espíritu y forman la comunidad de salvados. Pero la salvación de Dios la sentimos de una manera paulatina, si somos fieles al amor del Señor que nos está sosteniendo continuamente en la vida. Y la salvación es una progresiva invasión del amor de Dios en nuestra vida, que casi siempre está centrada en nosotros mismos y en nuestros problemas. Sin embargo, nuestra salvación consiste en orientar nuestras relaciones con los demás según la presencia divina que está en cada uno de nuestros semejantes; nuestra salvación es generar un mundo de hermanos frente al pecado que transmite la cultura, donde la violencia y la venganza se imponen a toda relación humana y servicial.
2.- Jesús, el Cordero que quita el pecado del mundo, es la persona que vive como un siervo obediente al Señor, que es capaz de dar su  vida inocente por el bien de los demás.  Viviendo en la relación fraterna, donde consideramos a los semejantes como hermanos, les damos paso en nuestras vidas. Entonces podemos comprender sus problemas, apreciar sus valores, ayudarles y enriquecernos de las joyas que el Señor ha depositado en su corazón, además de disfrutar de la historia de bondad que transmiten de la familia y etnia a la que pertenecen. Nadie debe ser ajeno a nuestra vida, pues todos tienen un bien para darnos.

3.-  En este comienzo del Tiempo Ordinario se nos presenta como un preámbulo de los misterios de Jesús que se nos irán exponiendo a lo largo del año. Son los misterios de la vida de Jesús, en los que se nos descubre quién es él, qué nos dice, cuál es el camino, la verdad y la vida que nos lleva a la fuente de la felicidad y de la salvación. Por eso no podemos prescindir de Jesús. Y tenemos que descubrirlo poco a poco, para adentrarnos en la gloria divina y enraizarnos en su amor, fuente de nuestra vida.