domingo, 16 de noviembre de 2014

                                                        Francisco de Asís y su mensaje


                                                                        IV
                                                                       Pautas actuales

            La comprensión y vivencia que tiene Francisco del universo, fundada en la revelación, entraña una espiritualidad que ilumina a la cultura occidental y a la fe cristiana en la actualidad. Veamos.

           
1º. Queda atrás la omnipotencia que el hombre se dio a sí mismo en la Modernidad, un poder absoluto que reduce a sus intereses al mundo y a Dios. El universo es inmenso y, como hemos dicho, conforme tengamos más medios para conocerlo, más conscientes seremos de nuestra pequeñez. Pero mundo y hombre, y esto también lo hemos aprendido, son contingentes, finitos. Nada hay ni dentro ni fuera de nuestra vida que nos pueda convertir en eternos. Las carencias de la vida humana deben conducir a tomar conciencia de que somos creaturas, ciertamente unidas a un mundo muy grande, pero no infinito. El mundo es nuestro compañero de camino, camino que tiene una meta para los dos. Esto obliga a que no nos demos la espalda. El «problema ecológico» que estamos experimentando en un rincón del universo nos lo ha enseñado.
            E
n efecto. El paso de una sociedad de subsistencia, en la que el hombre se integraba en la naturaleza viviendo de sus bienes, a una sociedad industrializada de crecimiento sin límites ha provocado serios desajustes en el hombre y en la tierra. Se observa al menos en tres campos: las urbanizaciones desmesuradas, el agotamiento de los recursos fundamentales y la contaminación medioambiental. Los cambios sufridos en los ritmos biológicos humanos responden muchas veces a unos excesos de sonido, luz, contaminación, etc., y a una habitabilidad que no responde a las exigencias de la vida humana tal y como se ha desarrollado a lo largo de su historia siempre unida a su hábitat natural. La artificialidad de las grandes urbes separa al hombre de su medio ambiente y rompe su relación esencial con la naturaleza alterando su destino común. Por otro lado, la técnica, desarrollada por la ciencia, incide en la sobreexplotación de los recursos naturales. Es evidente que la explotación de las riquezas naturales ni se aprovecha para mejorar la calidad de vida de toda la población, ni responde al trabajo necesario para mantener la vida humana con dignidad. Obedece muchas veces al interés de enriquecimiento de algunos grupos sociales, que han convertido la productividad y el simple valor material de los bienes en su único objetivo vital. Por último, también observamos el desequilibrio producido en el uso y disfrute de los bienes naturales: la contaminación atmosférica, el calentamiento de la tierra, la escasez de agua, etc., cambian la relación del hombre con su medio ambiente, modificando los ecosistemas que hacen posible la habitabilidad de las especies y de la vida humana.
           
El «problema ecológico» es un simple aviso de la mutación habida en el orden creatural por la actividad productiva del hombre. De nuevo hay que recordar que somos criaturas que compartimos un destino común con el universo, dado por Dios. Y la voluntad divina es que seamos administradores de los bienes del cosmos, lo que conlleva su respeto y solidaridad. Hombre y mundo provienen de un acto libre y amoroso de Dios. Ni el cosmos ha creado al hombre, ni el hombre ha sido capaz de hacer un universo como el que contemplamos. Los dos somos dones gratuitos, y en cuanto tales, no somos objetos de compraventa y explotación. Antes al contrario, la identidad de cada uno se salva en la medida en que preservemos la identidad filial y, entre nosotros, fraterna. Si la salvación de Jesucristo sigue a su participación en la creación divina, recuperar la imagen de él que hay en cada ser con el poder del amor de Dios amplía ciertamente el horizonte salvador que señala el cristianismo y que Francisco lo capta y vive de una forma ejemplar. He aquí su respeto y sentido de gratuidad de la creación: «Abraza todas las cosas con indecible afectuosa devoción y les habla del Señor y las exhorta a alabarlo. Deja que los candiles, las lámparas y las candelas se consuman por sí, no queriendo apagar con su mano la claridad, que le era símbolo de la luz eterna. Anda con respeto sobre las piedras, por consideración al que se llama Piedra (cf. 1Cor 10,4) [...].- Prohíbe cortar del todo el árbol, para que le quede la posibilidad de echar brotes. Manda al hortelano que deje a la orilla del huerto franjas sin cultivar, para que a su tiempo el verdor de las hierbas y la belleza de las flores pregonen la hermosura del Padre de todas las cosas. Manda que se destine una porción del huerto para cultivar plantas que den fragancia y flores, para que evoquen a cuantos las ven la fragancia eterna.- Recoge del camino a los gusanillos para que no los pisoteen; y manda poner a las abejas miel y mejor vino para que en los días helados de invierno no mueran de hambre. Llama hermanos a todos los animales, si bien ama particularmente, entre todos, a los mansos» (2Cel 165; cf. 1Cel 81).
           
2º. Así, pues, hay que relacionar el universo y el hombre. Esto no supone identificarlos, defendiendo un geocentrismo extremo; o un fetichismo naturalista que reduzca a la humanidad a una partícula más dentro del proceso evolutivo y expansivo del universo; o formar parte activa de un ecologismo a ultranza, como si no hubiesen aportado nada los avances científicos para mejorar la dignidad humana y la calidad de vida en los ámbitos de la alimentación, formación y salud; o, por el contrario, tampoco debemos defender la participación en una historia humana centrada en sí misma usando el universo sin más referencia al sentido que tiene y a sus valores que provienen de Cristo. Más bien el creyente percibe su existencia en comunión con el mundo y con un destino común.
             Y esto se puede impulsar por los principios expuestos antes. Dios ha dejado su huella en el universo por crearlo en Cristo. La cristificación del universo es una realidad que hay que descubrir y llevarla a cabo, porque el mundo no sólo ha sido creado, sino también redimido, y redimido en esperanza, cuya salvación total recae sobre Dios, que la ha prometido al resucitar a Jesús, y sobre el creyente, que lleva consigo el Espíritu de Jesús. Dios, pues, es inmanente al mundo y, con esta perspectiva, sigue creando y afiliándolo por el Espíritu. Dios no es un Dios ausente que se desliga de la creación al ponerla en movimiento. Dios la ha creado por amor y, por responsabilidad amorosa, está ligado a él como principio vivificador y regenerador, como lo ha demostrado en la Encarnación y en la Resurrección de su Hijo y en el envío del Espíritu, que es el que asegura la permanencia y continuidad de su relación de amor con él. La relación del hombre con el mundo, si parte de esta verdad de fe, no puede ser de explotación ni de desconocimiento. Es ser conscientes de que los dos son seres creados en gratuidad, que los sustenta la bondad de Dios y cuya relación mutua es la fraterna, que entraña admiración y respeto. El acercamiento creyente a la creación no es un romanticismo vacío, sino una actitud que debe asumir la responsabilidad de un don que Dios ha confiado al hombre.

           
3º. Por último, hombre y mundo caminan hacia una plenitud —aún están realizando su proyecto original—, destino que comparten al ser con-criaturas. Si los dos son los «otros» de Dios, no sólo están destinados a entenderse, sino a la comunión con Dios. Y la comunión con Dios se hace en Cristo, que es el lugar del encuentro de toda criatura con su Creador. Entonces se concreta la relación de Dios como una relación paterno filial: Dios es un amor que engendra, cuida y se entrega permanentemente, y el hombre y el universo son los que responden filialmente a la entrega divina. Jesucristo es quien da la forma a la relación y es que él hace posible el porvenir del hombre y el mundo: su resurrección final. No es extraño que el tiempo escatológico se describa en los Evangelios como un banquete de bodas, en el que se dan la mano la felicidad humana y los mejores frutos de la creación (cf. Mt 22,1-10; Lc 14,16-24). Es la esperanza de Pablo (cf. Rom 8,19-24) y del autor del libro del Apocalipsis (cf. 21,1-5).

No hay comentarios:

Publicar un comentario