lunes, 29 de septiembre de 2014

La reconciliación: Jesús

                      LA RECONCILIACIÓN

                                                                                        III


                                                                                  Jesucristo

La reconciliación de los hombres con Dios, de los hombres entre sí, con ser experiencias de futuro si se trata de vivirlas en plenitud, se deben concretar con actos parciales que prueben la veracidad del amor de Dios a su criatura y la veracidad del sentido fraterno de la condición humana. Y Jesús prueba la voluntad y compromiso divino al comenzar sendas reconciliaciones con su presencia en la historia; reconciliaciones que no todos están dispuestos a secundar (cf. Mc 4,1-9; 10,17-22par). Jesús relaciona y une, tanto el amor a Dios y el amor al prójimo, el punto de partida al que hay que volver (cf. Mc 12,28-34par), como la reconciliación con Dios y con el prójimo: «Si mientras llevas tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene queja contra ti, deja tu ofrenda delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y después ve a llevar tu ofrenda» (Mt 5,23-24; cf. Lc 6,37). El Padrenuestro proclama la reconciliación y la coloca en el corazón de las relaciones entre los seguidores de Jesús y Dios (cf. Lc 11,4; Mt 6,12).
           
Con la Resurrección, la reconciliación entre Dios y los hombres, y de los hombres entre sí pasa por la historia de Jesús: «No hay más que un solo Dios, no hay más que un mediador, el hombre Cristo Jesús» (1Tim 2,5). Si el pecado que ha alejado al hombre de Dios se ha dado en la historia humana, Dios decide personalmente eliminarlo en la misma historia (cf. Jn 1,14; Rom 8,3; Gál 4,4). Jesús entraña la presencia de Dios en la vida humana, como revelador de su Palabra y comunicación de su voluntad salvadora y, a la vez, es un ser humano que le obedece y ama hasta el extremo (cf. DH 301). Con eso se sitúa en el centro de todas las relaciones de los cristianos, tanto para Dios, como para los hombres y la creación. De ahí la confesión de fe: «... para nosotros existe un solo Dios, el Padre, que es principio de todo y fin nuestro, y existe un solo Señor, Jesucristo, por quien todo existe y también nosotros» (1Cor 8,6, cf. Col 1,16, Jn 1,3), mediación de la creación que continúa con la de la reconciliación (cf. Col 1,19-20; Jn 1,14). La vida de Jesús la asume Dios para realizar la Nueva Alianza que los profetas habían prometido (cf. Jer 31,31-33), pero también la ofrece a los hombres para que accedan a su salvación; éste es el convencimiento de la comunidad cristiana desde sus inicios: «Ningún otro puede proporcionar la salvación; no hay otro nombre bajo el cielo concedido a los hombres que pueda salvarnos» (Hech 4,12; cf. 2,21; Heb 7,25).
           
La vida de Jesús, el lugar donde se encuentran Dios y el hombre, se realiza en un determinado momento de la historia humana. Pero Dios la ha tomado como el camino de acceso a su creación, y la ha ofrecido a los hombres para que puedan encontrarse con Él y salvarse. Jesús, pues, lleva consigo una doble función: contemplado desde Dios es su Palabra, su Revelación, el Hijo enviado al mundo (cf. Heb 1,5-14); contemplado desde la vida humana es el hermano misericordioso que actúa en favor de todos ante Dios (cf. Heb 2,5-18). Si esto es así, la vida de Jesús logra una importancia que va más allá de su influjo en la Palestina de su tiempo. Este convencimiento de los primeros cristianos, citado en los párrafos anteriores, coloca a Jesús como el mediador de la salvación y el reconciliador de todos los seres creados con Dios, y, por ello, también ha estado en el origen mismo de toda la realidad: «[Jesús] puede salvar plenamente a los que por su medio acuden a Dios, pues vive siempre para interceder por ellos» (Heb 7,25).
           
La iniciativa de la reconciliación y la fuerza para conseguirla proceden de Dios, que nunca ha dejado de amar a su criatura aunque viviera alejada de Él (cf. Rom 5,8; 8,35.39). Él no ha tenido en cuenta ni la rebeldía ni la distancia que el hombre ha establecido con Él: Dios no le apunta los delitos ni se venga de sus desprecios (cf. 2Cor 5,19). El amor divino, aunque sufre el pecado, sobrevuela la justicia y reconcilia por medio de Jesús: «Todo es obra de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo» (2Cor 5,18). En el apartado del sacrificio se ha expuesto que el amor, y un amor llevado hasta dar la vida (cf. Rom, 5,8-10; supra 7.5.2), es el sentido de la vida de Jesús y el que conduce a una reconciliación verdadera entre Dios y los hombres. Jesús se da a sí mismo y se entrega hasta el extremo de sus fuerzas (cf. Gál 2,20). Por eso Pablo centra la expresión máxima del amor reconciliador de Jesús en su muerte en cruz: «Pues siendo enemigos la muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios» (Rom 5,10). De hecho, define el Evangelio como la «palabra de la cruz» (1Cor 1,18), y su anuncio lo resume al proclamar «a Cristo crucificado» (1Cor 1,23), porque tiene capacidad de salvación o de reconciliación.
            Si Dios ha cumplido su parte, queda la de los hombres, es decir, iniciar y culminar el proceso que conduzca al encuentro con Dios y con los demás haciendo posible la estructura filial y fraterna de la creación. De ahí que Pablo justifique su ministerio, y el de todos los apóstoles, como continuación de la vida reconciliadora de Jesús: «Dios estaba por medio de Jesús reconciliando al mundo consigo, no apuntándole los delitos, y nos confió el mensaje de reconciliación» (2Cor 5,19). Esta es la propuesta permanente de Pablo: «Somos embajadores de Cristo y es como si Dios hablase por nosotros. Por Cristo os suplicamos: Dejaos reconciliar con Dios» (2Cor 5,21). Mas el camino de la reconciliación con Dios en Cristo pasa por la reconciliación entre los hombres. Y Dios ha allanado el camino para ello: «Él [Jesús] es nuestra paz, el que de dos hizo uno, derribando con su cuerpo el muro divisorio, la hostilidad; anulando la ley con sus preceptos y cláusulas, creando así en su persona de dos una sola y nueva humanidad, haciendo las paces. Por medio de la cruz, dando muerte en su persona a la hostilidad, reconcilió a los dos con Dios, haciéndolos un solo cuerpo» (Ef 2,14-17).
            La reconciliación y paz entre los hombres es factible cuando el hombre se entiende de una forma nueva. Del «viejo Adán» proceden la división, la violencia y la muerte. Con él no hay que contar, y menos pactar, para tratar de estructurar filialmente la obra de Dios. De ahí que no pueda existir la unión de la humanidad, sino con una nueva perspectiva de la vida: el estilo de ser y situarse en la historia que ha tenido Jesús: «Si uno es cristiano, es criatura nueva. Lo antiguo pasó, ha llegado lo nuevo» (2Cor 5,17). La «forma nueva» de la vida humana supone el «nuevo hombre», el «nuevo Adán» que simboliza la vida de Jesús (cf. Gál 4,19; 2Cor 3,18). Los discípulos se conforman con Cristo, entran en común-unión con él, y tan es así que se constituye un nuevo ser animado por el Espíritu (cf. 1Cor 6,17; Gál 2,20). Al «habitar» Cristo en el creyente, el «estar» en él (cf. 2Cor 13,5; Rom 8,10) hace que esto adquiera una nueva forma de vida que proviene de la conformidad con el sentido de la existencia que mostró Jesús en Palestina.
            
Por consiguiente, el creyente no debe ahora «seguir», sino «configurarse», «tomar forma», «comulgar» con la existencia de Jesucristo. El que cree en Cristo muerto y resucitado «nace de nuevo» (cf. Jn 3,3-8), porque ha sido revestido del nuevo ser que supone la existencia de Jesús (cf. Gál 3,27; Rom 13,14). Pablo está convencido de que, por un lado, se da un mundo cerrado en sí mismo, que sólo provoca dolor y muerte y que recluye al hombre en su orgullo y poder; por otro, de que con Jesús aparece una existencia nueva fundada en el amor; entendido éste como él ha vivido y enseñado. El paso de una forma de existencia a otra se realiza gracias a la fe. Por ella el hombre abre su corazón a Dios, renuncia a alcanzar la salvación por sus fuerzas, y por la obediencia a la fe (cf. Rom 1,5.8; 10,14.16; 15,18; etc.) une su existencia a la de Cristo. Al caminar con Cristo recibe la reconciliación que Dios ha ofrecido a la humanidad por medio de él. De esta forma la reconciliación equivale a la justificación por la fe (cf. Rom 5,9-10) y a la plena santificación: «Vosotros un tiempo estabais alejados, con sentimientos hostiles y acciones perversas; ahora, en cambio, por medio de la muerte de su cuerpo de carne, os han reconciliado y os han presentado ante él: santos, intachables, irreprochables» (Col 1,21-22).


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