domingo, 3 de agosto de 2014

«¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!». Domingo XIX (A)

Domingo XIX (A)

                                                           
              

                                                 «¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!»

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 14,22-33.

Enseguida Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».
            Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua». Él le dijo: «Ven». Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame». Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?». En cuanto subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios».

1.- Contexto. Inmediatamente después de la multiplicación de los panes, Jesús, sin más razón, urge a los discípulos que viajen hacia Betsaisa, de donde proceden Pedro y Andrés (cf. Jn 1,44), situada al nordeste del lago de Genesaret, un poco más arriba de la desembocadura del Jordán en el lago. Según el relato de Juan (6,16), los discípulos bajaron a la orilla del mar y montan en una barca para dirigirse hacia Cafarnaún. Mientras tanto, Jesús despide a la gente y sube al monte para orar (Mc 6,45-46) (en Juan huye al monte solo, porque la multitud quiere hacerle rey, 6,15). La montaña es lugar de revelación de Dios (cf. Dt 33,2) y es aquí donde permanece Jesús, en tanto que los discípulos se adentran en el lago ya casi de noche (cf. Mc 6,47). Con esto se introduce el episodio del caminar de Jesús sobre las aguas (cf. Mc 6,45-52; Mt 14,34-36). Los discípulos se asustan, porque creen ver un fantasma sobre el agua, pero Jesús les calma.

2.- Mensaje. La manifestación de Jesús caminando sobre las aguas y la confesión de sus discípulos de su identidad filial divina es la clave del pasaje evangélico. El miedo de los discípulos y la zozobra del Pedro provienen de una relación con Jesús exclusivamente humana. Y así no se sostiene la comunidad cristiana, pues está fundada sobre la fe en el Hijo de Dios enviado por el Padre para salvarnos. Sabemos que hay muchos redentores, que aparecen con frecuencia en la historia. Y sabemos aún más que el hombre no tiene las fuerzas suficientes para extirpar el mal que su propia libertad genera y, sobre todo, cuando está enquistado en la cultura. Por eso necesitamos del poder divino de Jesús, necesitamos de su presencia, necesitamos de la oración, para mantenernos unidos al Padre como él. 


3.- Acción. El pasaje nos invita a caminar en la vida con la libertad y la seguridad que nos da la relación con Jesús.  Basta con saber lo que San Pablo nos dice, para que no zozobremos ante tanta tentación que se nos presenta para romper la relación con el Señor: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,31-39)


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