lunes, 7 de julio de 2014

El Espíritu en Pablo



                    


La vida según el Espíritu

VII
                          
            El proceso humano de desligarse del mal y caminar a la luz del amor, de configurarse con la persona y misión de Jesús, se hace en el Espíritu, que habita en la interioridad humana (cf. Rom 8,9-11). Él une al creyente en Cristo dándole la identidad de hijo de Dios (cf. Rom 8,14-16) y la posibilidad para serlo, pues graba en el corazón la ley de Cristo (cf. Gál 6,2; 1Cor 9,21), que no es otra sino el amor (cf. Gál 5,6.14), el amor de Dios (cf. Rom 5,5), y todos los valores que se derraman de él: «gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio» (Gál 5,22; Ef 5,9). Por eso, el Espíritu es el que reúne a los cristianos concediéndoles la paz (cf. Gál 5,21) y la libertad (cf. Gál 5,18), y también los incorpora al cuerpo glorioso, resucitado del Señor (cf. 1Cor 6,17), dispensándoles la vida eterna (cf. Gál 6,8).

            Con la experiencia del Espíritu de «Cristo» o del «Señor» (cf. Rom 8,9; 2Cor 3,17), que actúa la vida nueva, Pablo parte de este principio: «Por eso doblo la rodilla ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en cielo y tierra, para que os conceda por la riqueza de su gloria fortaleceros internamente con el Espíritu, que por la fe resida Cristo en vuestro corazón, que estéis arraigados y cimentados en el amor, de modo que logréis comprender, junto con todos los consagrados, la anchura y longitud y altura y profundidad, y conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento. Así os llenaréis del todo de la plenitud de Dios» (Ef 3,14-19; cf. 1,15-21). Esto lo desarrolla en tres etapas: abandono de la existencia fundada en el poder gracias a la fe y al amor de Cristo y a Cristo, muerto y resucitado; Cristo crea el sentido y el centro de la vida porque vehicula la salvación de Dios; y la configuración con él, que se hace gracias al Espíritu, inicia la salvación en esta vida y termina en la futura de resurrección.

            Pablo lo resume en un párrafo de su carta dirigida a los cristianos de Filipos: «Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el superior conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo y estar unido a él. No contando con una justicia mía basada en la ley, sino en la fe de Cristo, la justicia que Dios concede al que cree. ¡Oh!, conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos; configurarme con su muerte para ver si alcanzo la resurrección de la muerte» (Flp 3,8-11). El conocimiento de Cristo se entiende como una relación personal, como una revelación personal: quien elige es Dios por medio de Cristo, quien obedece es el hombre; y la comunión con Cristo conduce a reconocer su «señorío» en orden a la salvación. Si esto es así, es lógico que dé por pérdida toda su fe anterior en la justicia de la ley, en la autosuficiencia que lleva pareja una vida dirigida según las tradiciones emanadas de la ley. Pablo desea que Dios le encuentre en Cristo al final de sus días y, además, los cristianos le encuentren en Cristo en la vida presente para aprender a caminar en la vida «nueva» que él ofrece. Y para ello no existe problema alguno, ya que para llevar a cabo la vida «nueva» Dios ha conferido su potencia de gracia, su relación de amor, a Cristo con la Resurrección. Así es posible superar todas las situaciones de la vida provenientes del hombre «viejo», de la debilidad humana (cf. 2Cor 12,9-10), que impiden caminar en la senda del Señor (cf. Flp 1,21). La comunión con Cristo lleva aparejada, por una lado, la participación en sus sufrimientos, en su cruz, en la que quedan fijados todos los males de esta vida y que Pablo los considera muertos en la muerte de Jesús, impotentes para significar algo en la vida «nueva» (cf. Rom 6,6; 8,3; Gál 2,19; 2Cor 4,10); y la comunión con Cristo, por otro lado, entraña la pertenencia a la vida de resurrección que alcanzará todo su esplendor en la plenitud de los tiempos. 




La vida según el Espíritu

                                   VI



                                                 

                                                                      El testimonio de Pablo


La actuación de la bondad y de la gracia en la historia se realiza por la vida de Jesús (cf. Jn 1,14), y se prolonga por la llamada a su seguimiento para compartir su vida, destino y misión; seguimiento que después de la Resurrección se concreta con la fe en Cristo según el Espíritu. La fe en la nueva presencia del Resucitado es posible gracias a su Espíritu (cf. Hech 2,1-4), y Pablo enseña esta nueva relación con Cristo en el Espíritu. Él no tiene la oportunidad del seguimiento histórico, de ahí que su conducta sea una de las pautas que marquen la identidad de los cristianos, continuando en la historia el principio de la acción salvadora que Jesús lleva a cabo en Palestina: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).

            Pablo es consciente de la pretensión de Jesús sobre la iniciativa de Dios para reconducir la historia humana (cf. 1Tes 5,9-19; Rom 5,8.10.38). Por eso se cuida mucho de no utilizar sus ventajas cristianas ante los judíos y paganos; al contrario, se gloría de su debilidad para que prevalezca el vigor de la gracia de Dios y recuerda el aguijón que le mantiene en su fragilidad humana (cf. 2Cor 11,31; 12,7-12). En efecto. Pablo experimenta la llamada de Dios para seguir y anunciar a Cristo: «Pero, cuando el que me apartó desde el vientre materno y me llamó por puro favor tuvo a bien revelarme a su Hijo» (Gál 1,15-16). La elección divina está en la órbita de otras, como la de Sansón (cf. Jue 16,17), del Siervo de Yahwé (cf. Is 49,1) o de Jeremías (Jer 1,5). La llamada es una gracia de Dios con la que le revela a su Hijo; y es una gracia con la que separa a Pablo de su vida y actividad anterior y le confía la misión de predicar a Jesús a los gentiles. Esta gracia, en definitiva, le transforma en un hombre «nuevo»; Dios le recrea por completo para anunciar a su Hijo (cf. Gál 6,15; 2Cor 5,17). Dicha gracia se explicita en el encuentro con el Resucitado, que evoca también la elección de los discípulos por parte de Jesús, o las comidas de Jesús con publicanos y pecadores que les rehacen la vida, como es el caso de Zaqueo (cf. Lc 19,1-9); es lo que significa el «nuevo nacimiento» en la teología de Juan (cf. Jn 3,1-8; Rom 6,4). Él habla repetidas veces de este encuentro con Jesús en el camino de Damasco (cf. Hech 9,3-21; 22,6-10; 26,14-18; 1 Cor 15,8; Ef 1,15-16; Flp 3,12), que entraña un cambio radical en su vida: de perseguir a Cristo en los cristianos a ser valedor de su vida y doctrina de salvación para todo el mundo (cf. Hech 8,1; Gál 1,13). Y esto es gracias al Espíritu: «Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis» (Rom 8,12).

           
Descubrir a Jesús implica asumir el Evangelio como una forma nueva de vida fundada en el poder de Dios (cf. Rom 1,16), y, a la vez, el Evangelio es configurarse con la vida de Jesús como experiencia personal y no como una actividad intelectual que aprende una historia o sigue una creencia (cf. 1Cor 4,16; 1Tes 1,6). Pablo expresa su experiencia de fe y su programa de vida en esta frase: «He quedado crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-20). Pablo no vive según la forma judía (cf. Flp 3,5-6), o pagana, sino se ha introducido en una nueva dimensión de la existencia determinada por la presencia del amor de Cristo gracias al Espíritu; deja que Cristo actúe en él para que destruya la capacidad de autosuficiencia que excluye a Dios en la existencia. Y tal es su experiencia que el auténtico sujeto de su actividad es Cristo: él es su ser, su obrar, su vivir mientras permanezca en la historia humana (cf. Flp 1,21). La relación entre su vida y la vida de fe en Cristo, hace que, sin dejar de ser él, pueda configurarse con Cristo, o transformarse en Cristo, constituyéndose Cristo en el soporte de su existencia. Pablo aplica esto a los cristianos en la carta a los Romanos: «... consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (6,11; cf. 14,7-8; 1Cor 3,23; 2Cor 5,15). Es entonces cuando asume el dinamismo de la vida de Cristo crucificado y resucitado gracias a la fuerza y al poder del Espíritu.

            Dios, por medio de Jesús, hace que descubra un mundo «nuevo», un hombre «nuevo», un sentido de la existencia «nueva» (cf. Gál 6,15; Rom 6,4). La «novedad» estriba en que Dios se ha decidido a hablar y actuar en beneficio de su criatura por medio de la vida de Jesús. Dios rescata, salva, redime del mal, rompe los círculos infernales que ha creado el hombre por su libertad y sus ansias de poder, y de los que no puede salir. Según Juan, Dios se enfrenta al poder del hombre con un poder que es exclusivamente su relación de amor, porque Él sólo es amor (cf. 1 Jn 4,8-16); y su amor en la historia humana es la vida de Jesús (cf. Jn 3,16). Ese amor es lo testifica el Espíritu. La gracia constituye la relación de amor de Dios a su criatura para Pablo. Así es el nuevo fundamento de la existencia que se puede decir que todo es gracia en la vida (cf. Ef 2,4-10); gracia que se identifica con Jesús, cuya historia se centra en su muerte y resurrección (cf. Rom 6,1-11). Y une los dos términos: Dios para nosotros es la vida de Jesús, que es su gracia, y la gracia se manifiesta en la muerte y resurrección de Jesús.

            Entonces podemos entender que Pablo configure su vida según la de Cristo: él es su amor (cf. Rom 8,39), su esperanza (cf. 1Tes 4,17), su libertad (cf. Gál 2,4; 5,13), su potencia (cf. Ef 6,10), su paz (cf. Flp 4,7), en definitiva, su vida (cf. Fil 1,21), capaz de dominar o extirpar el dominio del pecado que le atenaza (cf. Rom 7,7-25), desactivando su autosuficiencia (cf. Gál 2,16), ciertamente con dolor, con cruz (cf. Gál 2,19; 6,14), pero con la fuerza suficiente para rehacer su libertad y abrirse a la gracia que le capacita para la felicidad y plenitud humana (cf. 2Cor 4,14): El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Como nosotros no sabemos pedir como conviene, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indescriptibles» (Rom 8,26). Pablo, judío fariseo (cf. Hech 21,39; Flp 3,6; etc.), sale del encuentro con Cristo como el publicano de la parábola descrita: justificado, salvado, es decir, es consciente de su incapacidad para salvarse a sí mismo, de la insolvencia de su creencia en la ley judía para arrancarle del mal (cf. Gál 2,21; 5,11; Rom 2,27-23) y de la debilidad de la sabiduría humana para encauzar la existencia con la dignidad que le compete como hijo de Dios (cf. Rom 8,19-27; 1Cor 1,30; etc.). Pero Pablo no es un pecador público, o una persona alejada de Dios; su cambio obedece al sentido de la vida y de Dios que le proporciona Cristo, que no a un simple cambio moral o ético.


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