EL ESPÍRITU SANTO
III
El Espíritu en la tradición de la Iglesia
Hay dos causas, entre otras, que
desarrollan el estudio sobre la identidad del Espíritu. La primera proviene de
las reflexiones de los Padres de la Iglesia sobre el mandato de Jesús a sus
discípulos de ir a bautizar a todas las gentes «en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28 19-20). La segunda versa sobre la
preexistencia de Cristo que Pablo afirma en los himnos cristológicos y Juan en
el «Prólogo» del Evangelio. Dios no es una soledad, o un ser aislado y
abstracto. Tiene un Hijo, al que manda al mundo para salvarlo (cf. Gál 4,4-5;
Heb 1,1-3). Y el Padre y el Hijo envían a los creyentes el Espíritu que habita
en ellos y da la nueva vida en Cristo Jesús, prometiendo la resurrección que el
mismo Padre ha obrado en su Hijo. Y no sólo ofrece la resurrección al final de
la historia, sino que constituye a todos los bautizados en Hijos de Dios: «Y
vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor,
antes bien habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace
exclamar:¡Abbá Padre! El Espíritu
mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos» (Rom
8,15-16).
La
reflexión sobre la divinidad del Espíritu y por ende la formulación de la
Trinidad en Dios proviene en el cristianismo de su función salvadora. En la historia existe una oferta permanente de salvación
que la facilitará por la presencia del Espíritu y que en la reflexión de los
Padres Capadocios se instrumentaliza como un proceso de santificación que
alcanza la unión con Dios. El Espíritu Santo es el Espíritu santificador de la
comunidad cristiana y de cada uno de los bautizados, que purifica del mal,
desarrolla y potencia las virtudes cristianas, transforma a las personas y les
hace alcanzar, finalmente, la divinidad. Pero los Padres también afrontan el
problema de la distinción dentro de la Trinidad Divina con ocasión del
desarrollo de la pneumatología. Se responde a la pregunta de qué hay en la
divinidad que distinga a las tres personas. Ese algo que debe ser por fuerza
divino, que no accidental y como venido de fuera de la misma esencia de Dios.
Lo que distingue a Dios en sí son las procesiones, o las relaciones: lo
distingue sin romper su unidad esencial. Lo que nosotros experimentamos en la
historia de Dios existe en Él mismo: El Padre engendra al Hijo; el Hijo es
engendrado; y el Espíritu también recibe el ser del Padre y tiene la misma
esencia que el Hijo. Estas relaciones internas son las que estructuran la vida
cristiana y la creación por medio de las misiones divinas que hacen al
cristiano aflorar la novedad de la estructura creada de la creación y de la
historia humana, como la intuición de cómo es Dios en sí mismo. La realidad de
Dios es trinitaria, pero también la realidad creada. Si Dios es una triple
relación de amor, también lo es la realidad que ha salido de su bondad.
El Concilio Vaticano II precisa muy bien que el fundamento de toda la revelación cristiana descansa en la Trinidad y ella constituye el centro del misterio divino manifestado en la Encarnación, en la Resurrección de Cristo y en Pentecostés: «La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre. Este designio dimana del “amor fontal” o caridad de Dios Padre, que siendo principio sin principio del que es engendrado el Hijo y del que procede el Espíritu Santo, creándonos libremente de su benignidad excesiva y misericordiosa y llamándonos además por pura gracia a participar con Él en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad y no deja de difundir la bondad divina, de modo que el que es Creador de todas las cosas se hace por fin todo en todas las cosas (1Cor 15,28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad» (Ad gentes 2; cf. Lumen gentium 2).
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