lunes, 5 de mayo de 2014

De la Inmaculada

                 Doña Beatriz de Silva, de Tirso de Molina,
               y la defensa de la Inmaculada Concepción (I)



                                                         

                                                        
                                                      Francisco Florit Durán  
                                                       Facultad de Letras                                      
                                                       Universidad de Murcia


Entre la producción dramática de fray Gabriel Téllez, conocido en el mundo literario con el pseudónimo de Tirso de Molina, contamos con una pieza titulada Doña Beatriz de Silva en la que se relata la vida secular ¾ el autor prometió al final de la obra una segunda parte, donde se escenificaría la vida religiosa de Beatriz, que no nos ha llegado¾ de esta dama portuguesa pionera en la defensa de la Inmaculada y fundadora de la Orden de la Inmaculada Concepción. Nuestro dramaturgo siempre colaboró muy activamente en difundir la devoción a la Inmaculada. Así lo hizo, por ejemplo, durante los tres años que estuvo en la Isla de Santo Domingo, tal y como él mismo lo cuenta en su Historia de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes (1639):

«Se introdujo en aquella ciudad y isla la devoción de la limpieza preservada de la Concepción purísima de nuestra Madre y Reina, cosa tan incógnita en los habitantes de aquel pedazo de mundo descubierto [...] Mandóse a todos los de nuestra Religión, en el capítulo general de este maestro [fray Francisco de Rivera] que se defendiese en la cátedra y los púlpitos esta verdad piadosa y ya más que opinable, siendo una de las principales instrucciones que llevábamos, y, cuando no lo fuera, la devoción por sí misma hiciera lo que los hijos deben por tal Madre»[1].

No todo queda ahí. Durante su permanencia en la isla participa en una justa poética en honor de la Natividad de María y de su Concepción Inmaculada. Los poemas se incluirán luego en su miscelánea Deleitar aprovechando (1635). También conviene destacar su adhesión a la defensa pública de la Inmaculada Concepción cuando firma, junto con los demás miembros de la comunidad mercedaria de Toledo, en el libro de Sor Luisa de la Ascensión. Lo hace el 30 de septiembre de 1618, al poco de regresar de Santo Domingo, y lo vuelve a hacer, ya en Madrid, el 11 de agosto de 1623. Como muy bien señala Luis Vázquez: «Tirso, pues, tuvo especial interés en inscribirse como defensor de la Inmaculada en dos ocasiones mostrando así su fe ferviente en dicha creencia»[2]. No podía ser de otro modo. Recuérdese que, según la propia historia de la Orden de la Merced, «Ningún mercedario fue admitido a los grados académicos de la Orden ni nombrado Predicador ¾y fray Gabriel Téllez lo fue¾, sin antes hacer el juramento de creer, sostener, defender y enseñar que el alma de la Beatísima Virgen María, en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo, por la gracia proveniente del Espíritu Santo, en previsión de los méritos de Jesucristo Redentor, fue reservada e inmune del pecado original»[3].
            De modo y manera que ese juramento de «creer, sostener, defender y enseñar» lo llevará a cabo Tirso de Molina de dos maneras. Por un lado, tal y como se acaba de ver, a través de su magisterio en tanto que mercedario y, por otro ¾y es lo que ahora me interesa más¾, en virtud de su condición de comediógrafo en la España del Siglo de Oro. En ambas circunstancias la función propagandística y divulgadora de la doctrina inmaculista y el sostenido empeño por promover una devoción entre sus contemporáneos se van a desarrollar a través de cauces distintos, aunque no estaría de más señalar que aquí volvemos a encontrarnos con un nuevo y precioso ejemplo en el que púlpito y teatro cumplen la misma misión catequética.
            Es probable que Triso escribiera Doña Beatriz de Silva durante su estancia en el convento mercedario de Toledo, justamente en la época en la que aparece su firma en el Registro de adhesiones al Misterio de la Concepción Inmaculada de María, es decir en el otoño de 1618. Recuérdese que en la comedia  se cita el Motu proprio, otorgado por Paulo V el 12 de septiembre de 1617, por el cual se prohibía la disputa entre los maculistas y los inmaculistas, y más concretamente el que no se sostuviera la opinión de que María fuera concebida bajo el pecado original. De modo que la redacción de la obra tiene que ser necesariamente posterior al breve de Paulo V.
            Sea como fuere lo que también conviene ahora señalar es que para la redacción de la pieza Tirso tuvo que manejar una serie de fuentes documentales que han sido bien estudiadas por un buen número de críticos, especialmente por Manuel Tudela[4]. Estas fuentes irían desde la de historia general hasta las de las propias biografías de Beatriz encontrables en documentos internos de la Orden de la Concepción.
Pero lo que me interesa ahora es mostrar cómo Tirso se sirve de una serie de mecanismos y recursos teatrales, radicalmente teatrales, para alcanzar su propósito, para hacer llegar al espectador de la España del siglo XVII un mensaje bien definido y del que ya he dado cuenta: el fomento de la doctrina de la Inmaculada Concepción. Lo que hace Tirso, pues, es echar mano de su ingenio y de su capacidad para construir una comedia que va a ser puesta sobre un escenario por unos actores y en la que la dimensión espectacular del arte escénico con su enorme poder para seducir visual y sonoramente al auditorio está al servicio de una idea. Es un ejemplo, por consiguiente, perfecto de cómo un arte, el del teatro, cumple una función contrarreformista del mismo modo que la cumplieron la pintura, la arquitectura o la escultura en la España del Barroco.
Y esta referencia a otras artes no es en modo alguno casual porque cuando en acto III, que es donde se acumula verdaderamente toda esta fuerza escénica, Tirso elabora la siguiente tramoya: «Abrénse las puertas [del armario en donde la reina Isabel, la mujer de Juan II, había encerrado por celos a Beatriz] y sale doña Beatriz, y sobre ellas, en una nube, se aparece una niña con los rayos, corona y hábito que pintan a la imagen de la Concepción», está, como se ve, diciéndole al autor de comedias (el director de la compañía teatral) que vista a la actriz que va a hacer el papel de Virgen María según se representa en los cuadros sobre la Inmaculada de la época. Y aquí viene bien recordar lo que dejó escrito Francisco Pacheco en su tratado El arte de la pintura (1649):
Hase de pintar [...] esta Señora en la flor de la edad, de doce a trece años, hermosísima niña, lindos y graves ojos, nariz y boca perfectísima y rosadas mejillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro. [...]. Hase de pintar con túnica blanca y manto azul, que así apareció esta Señora a doña Beatriz de Silva, portuguesa. [...]. Vestida de sol, un sol ovado de ocre y blanco que cerque toda la imagen [...]; coronada de estrellas; doce estrellas compartidas en un círculo claro entre resplandores [...]. Una corona  imperial adorne su cabeza, que no cubra las estrellas[5].
Y esa Virgen niña ¾que se aparece ante el espectador barroco con una imagen que reproduce fielmente la que él estaba acostumbrado a ver en los cuadros, con lo que eso supone de establecimiento de una corriente de cercanía, de simpatía entre la actriz que hace de Inmaculada y el público¾ dice, entre otras cosas, lo siguiente:

Yo soy la privilegiada
cuya cándida creación,
hecha por Dios ab initio,
para su Madre eligió,
que, habiéndose de vestir
la tela que eligió amor,
quiso preservar sin mancha
en mí limpio este jirón
al poner el pie en el mundo
donde el hombre tropezó.
Dios, amante cortesano,
la mano de su favor
me dio anteviendo el peligro,
sin que de su maldición
se atreviese a mi pureza
el lodo que Adán pisó.
Por eso el vestido escojo
con que he venido a verte hoy
cándido, limpio, sin mota,
sin pelo de imperfección.
[...]
            También es lo azul mi adorno,
            porque si Pablo llamó
            a mi Hijo segundo Adán,
            siendo el primero en rigor,
            hombre de tierra terreno
            y hombre juntamente y Dios,
            celeste el Adán segundo,
            yo, por la misma razón,
            si Eva fue mujer del suelo,
            la celeste mujer soy,
            que estoy del cielo vestida
            y en Padmos mi águila vio.
                        (vv. 2127-2166)

Nótese cómo a través de la perfecta unión de imagen y palabra Tirso, con un claro empeño catequético, no sólo sintetiza ante el espectador la doctrina inmaculista, sino que también le explica con palabras sencillas el porqué de los dos colores del hábito de la Inmaculada.
Pero esto sólo es un ejemplo de lo que vengo sosteniendo. En una próxima contribución me  ocuparé de otros todavía más sustanciosos.




[1] Historia de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes, edición de Manuel Penedo Rey, Madrid, Imprenta Sáez, 1973-1974, 2 tomos. La cita en el tomo II, pp. 357-358.
[2] Luis Vázquez, «Doña Beatriz de Silva, de Tirso de Molina: aspectos literarios e inmaculistas», en su libro Evangelizar liberando (Ensayos de historia y literatura mercedaria), Madrid, Revista Estudios, 1993, págs. 241-264. La cita en la pág. 260.
[3] Orden de la Merced. Espíritu y vida, Roma, Instituto Histórico de la Orden de la Merced, 1986, págs. 279-280.
[4] Cito por la edición de Manuel Tudela, recogida en el tomo Obras completas. Cuarta parte de comedias I. Pamplona, Instituto de Estudios Tirsianos, 1999. Edición crítica del I.E.T dirigida por Ignacio Arellano. Tudela dedica un documentadísimo epígrafe a estudiar las fuentes principales y secundarias en las que se basó Tirso. Remito al curioso lector a ese apartado de la introducción, que puede encontrar entre las págs. 838-841 de la edición ya citada.
[5]  Tomo la cita de la edición de Tudela, págs. 947-948.

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