La Iglesia ante el cambio
Por Manuel Lázaro Pulido
Instituto
Teológico de Cáceres
Universidad
Católica Portuguesa (Oporto)
Se dice y con razón que vivimos en un momento de crisis. Lo
sustanciamos todo en la crisis económica como si fuera el eje principal de la
misma. Y damos vuelta en torno a los poderes económicos, o al gasto público, a
las diferencias sociales, o a conceptos que ahora todos manejamos como si
fuéramos economistas de profesión. La verdad es que la situación de
vulnerabilidad económica en nuestras sociedades del bienestar ha venido a ser
la manifestación palpable de que lo que está
haciéndose no cuadra con lo que está
siendo. Y esto afecta a muchas facetas. Lo lógico es que el lector piense:
“es cierto, lo que subyace es una crisis de valores”. No seré yo ahora quien lo
niegue. Pero la crisis es aún más profunda, porque los valores se fundamentan
en realidades y las realidades no son solo metafísicas (o sea de principios
aislados), las realidades se constituyen en
lo que son (en lo que son de por sí siendo en su contexto). Es decir la
realidad está íntimamente relacionada. Y digo todo esto para expresar que la
realidad de la crisis tiene que ver con la realidad que experimentamos. La
crisis afecta pues también a las formas sociales, las estructuras
antropológicas, las culturas y todo ello se retroalimenta. Así que la crisis
también afecta a la Iglesia, a su estructura, a su modo de expresarse, a la
sociología de su constitución teológica. La Aldea global ha cambiado las
comunicaciones, ha cambiado las expectativas, ha trastocado el universo mental,
la forma de relacionarnos. Ayer una investigadora que dirijo de la Universidad
de Saitama en Japón y que viene para España me preguntó por mi WhatsApp para
comunicarnos mejor. Yo que sigo siendo frugal en telecomunicaciones no pude
darle respuesta positiva. Sin embargo más tarde utilicé el Skype para
comunicarme con un profesor de Polonia. La relatividad espacio-temporal ha
llegado a nuestras vidas no en forma de fórmulas matemáticas, sino bajo la
implementación de los modelos que se derivan de ellas.
Y estas nuevas formas relativizan el espacio y el tiempo,
trastocado las fronteras, los lugares de identidad antes conocidos. No han
desaparecido las ansias de identidad, propia de los mamíferos que somos, sino
el espacio físico. Cada vez más volátil. Pensemos en nuestros documentos (en
nuestra memoria): del papel, al disquete, del disquete al Cd, del Cd al USB,
del USB a la nube. Nuestra identidad personal también se ha volatilizado: de la
firma y el sello a la firma digital de la Oficina de Registro virtual. Miremos
nuestras lecturas: de Espigas y azucenas
al blog de F. Martínez Fresneda. Y
todo esto en un tiempo vertiginoso para que muchas mentes lo asimilen. Y esto
es crisis, porque es crisis en tanto “Escasez, carestía; y “Escasez, carestía” (significados 6 y 7 del
DRAE) como “Mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de
orden físico, ya históricos o espirituales” (significado 2 del DRAE). De hecho,
y muy probablemente, las acepciones 6 y 7 dependan de esta. Y por analogía de la primera acepción: “Cambio brusco en el curso de una enfermedad,
ya sea para mejorarse, ya para agravarse el paciente”. Veremos si nos mejoramos
o agravamos, pero que estamos cambiando seguro.
Y en esta circunstancia a la Iglesia y a su espacio y tiempo
también le tiene que afectar la crisis. La Iglesia es católica, ese espacio
admite muchos vaivenes. Y su catolicidad, su forma de expresión sociológica y
eclesiológica siendo así tiene la capacidad de retroalimentarse (que es lo
propio del cristianismo: pues Cristo siempre da la oportunidad de configurarse
con Él). Hemos de pensar si el espacio eclesiológico que nos hemos dado (con la
ayuda del Espíritu Santo, claro está) es el espacio del siglo XXI. Si la
estructura parroquial del II concilio Vaticano tal como está en el imaginario
diocesano es posible mantenerlo. Si esa identidad puede apegarse al territorio,
hoy cuando la Universidad provinciana tiene que unirse a otras para no sucumbir
y hacer un curso on-line porque sino no podría sobrevivir y lo que es aún más
importante (aunque lo otro es necesario): servir.
Hemos repensar una eclesiología para el cristiano del siglo XXI.
Porque la realidad es que el hombre es cambiante. Y difícilmente en un mundo
del mercado global (que es la realidad y la fundamenta también) hace que los
hombres muden. Un servidor a vivido en más de tres países y en multitud de ciudades
(por ende en multitud de parroquias). Siempre me he sentido diocesano porque
aprendía relativizar el espacio y el
tiempo cuando en mi vida eso acontecía, como muchos cristianos. La mayoría
adoptaron otras realidades eclesiales, aquellas que se hacían carismas y
misterios en Christifideles laici (21),
en realidad nuevas necesidades religiosas nacidas a ritmo de cambio social que
han provocado no pocas tensiones en las parroquias. Pero no es menos cierto que
es obligación conciliar dar salida a las nuevas formas en los nuevos tiempos:
“incumbe a todos los laicos la preclara empresa de colaborar para que el divino
designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los
tiempos y en todas las partes de la tierra. Por consiguiente, ábraseles por
doquier el camino para que, conforme a sus posibilidades y según las
necesidades de los tiempos, también ellos participen celosamente en la obra
salvífica de la Iglesia” (Lumen Gentium
33).
Hace más de ochocientos años, un laico de Asís, anuncio vivo del
Evangelio, enfrentó la ruptura del espacio y el tiempo en un nuevo mundo que se
configuraba, donde el espacio rural quedaba obsoleto como identidad única, y la
realidad religiosa necesitaba de un nuevo lugar en la ciudad del Occidente que
se iba constituyendo (el primer paso a la Modernidad). Los muros de los
monasterios no podían responder a “las posibilidades y necesidades de los
tiempos” y el nuevo ciudadano urbano necesitaba de una luz evangélica nueva,
católica, universal. Aquel hombre pobre supo leer la crisis, supo ver el momento
de la nueva eclesiología al que el IV concilio de Letrán también llegó con
retraso.
Crisis es momento de cambio de la realidad y la Iglesia precisa
de una nueva eclesiología para poder hacer vivo el anuncio del Evangelio en la
perennidad de su mensaje. Y crisis es oportunidad para mejorar “el enfermo” o
para “empeorarlo”. Y eso sí que depende de nosotros, y ahí la queja (mecanismo
de defensa preferido de quien no tiene ni fe ni esperanza ni caridad) es el
mejor mecanismo para empeorar el enfermo. En esto de la eclesiología cómo se
haga, eso, ya no depende de mí: ¡doctores tiene la Iglesia!
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