domingo, 16 de febrero de 2014

Franciscanismo. La castidad

                   La castidad en San Francisco

                                                                II


La pureza de un corazón la une San Francisco a un cuerpo casto cuando se trata del seguimiento radical de Cristo: «… dejándonos ejemplo, para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos nos salvemos por él y le recibamos con corazón puro y con nuestro cuerpo casto. Pero son pocos los que quieren recibirlo y ser salvos por él, aunque su yugo sea suave y su carga ligera»[1].
No obstante la visión y la experiencia de Francisco sobre la castidad y la pureza del corazón, sabe que la carne es débil, por eso legisla según la cultura medieval sobre la sexualidad, con los prejuicios griegos afirmados antes. El mundo monacal del tiempo de San Francisco concibe a la mujer, muchas veces, como encarnación del mal por su capacidad de seducción. De ahí la relación que establece entre la mujer y el pecado y el control personal que se debe tener ante ella: «Enseñaba que no sólo se deben mortificar los vicios de la carne y frenar sus incentivos, sino que también deben guardarse con suma vigilancia los sentidos exteriores, por los que entra la muerte en el alma. Recomendaba evitar con gran cautela las familiaridades, conversaciones y miradas de las mujeres, que para muchos son ocasión de ruina, asegurando que a consecuencia de ello suelen claudicar los espíritus débiles y quedan con frecuencia debilitados los fuertes. Y añadía que el que trata con ellas ―a excepción de algún hombre de muy probada virtud―, difícilmente evitará su seducción, pues ―según la Escritura― es como caminar sobre brasas y no quemarse la planta de los pies.
Por eso, él mismo de tal suerte apartaba sus ojos para no ver la vanidad, que manifestó en cierta ocasión a un compañero suyo que no reconocería casi a ninguna mujer por las facciones de su rostro. Creía, en efecto, peligroso grabar en la mente la imagen de sus formas, que fácilmente pueden reavivar la llama libidinosa de la carne ya domada o también mancillar el brillo de un corazón puro.
Afirmaba, de igual modo, ser una frivolidad conversar con las mujeres, excepto el caso de la confesión o de una brevísima instrucción referente a la salvación y a una vida honesta. “¿Qué asuntos -decía- tendrá que tratar un religioso con una mujer, si no es el caso de que ésta le pida la santa penitencia o un consejo de vida más perfecta? A causa de una excesiva confianza, uno se precave menos del enemigo; y, si éste consigue apoderarse de un solo cabello del hombre, pronto lo convierte en una viga”». Por eso no extraño que legisle así: «Mando firmemente a todos los hermanos que no tengan sospechosas relaciones o consejos de mujeres; y que no entren en los monasterios de las monjas, fuera de aquellos a quienes les ha sido concedida licencia especial por la Sede Apostólica y no hagan de padrinos de hombres y mujeres, ni con esta ocasión se origine escándalo entre los hermanos o de los hermanos»[2].
Seguir a Jesús en la condición de itinerantes lleva consigo más peligros que los que existen en los monasterios. De ahí la preocupación de San Francisco y sus exigencias de controlar a los hermanos que andan por el mundo. Tan es así que el que cayere en la tentación se le expulsa de la Orden, equiparándolo a un hereje.
La alternativa que da Francisco al descontrol posible de la itinerancia y al control de las tendencias corporales es doble, siguiendo con fidelidad a Jesús. El primero es la pureza del corazón, que según hemos analizado, comporta una profunda relación con el Señor. El segundo es la relación fraterna. La fraternidad se presenta como  el complemento a una vida de religación con el Señor. «Mando firmemente a todos los frailes que no tengan sospechosas relaciones o consejos de mujeres; y que no entren en los monasterios de las monjas, fuera de aquellos a quienes les ha sido concedida licencia especial por la Sede Apostólica; y no se hagan padrinos de hombres o mujeres, no se origine escándalo, con esta ocasión, entre los frailes o de los frailes»[3]
La itinerancia, en contraposición a la vida encerrada en los monasterios, hace que los hermanos viajen con frecuencia y se desplacen de un sitio a otro para proclamar el Evangelio[4], porque su claustro es el mundo[5]. Al ser su claustro la tierra, la fraternidad no es una realidad espacial, sino humana. Es el sentido de vida de los religiosos lo que los convierte en hermanos. San Francisco al experimentar al otro como hermano por ser un don filial del Señor, convierte la relación con él en franca, expresiva, sencilla, natural, como corresponde a la cultura latina. No hay una careta entre los que forman las comunidades franciscanas, y menos desniveles personales en cualquiera de las dimensiones que comportamos los humanos. Todos somos iguales, aunque la procedencia sea muy diferente de unos y de otros. «Y dondequiera están los frailes y en cualquier lugar que se encontraren, deban volverse a ver espiritual y caritativamente y honrarse mutuamente sin murmuración. Y guárdense de manifestarse tristes externamente y sombríos hipócritas; sino que se manifiesten gozosos en el Señor, y bien humorados y convenientemente amables»[6].
Por consiguiente, debemos abrir el corazón a los hermanos, rompiendo la soledad o el aislamiento personal. De esta manera podremos manifestar nuestras necesidades y comprender y compartir las carencias y valores de los demás hermanos: «Y confiadamente manifieste el uno al otro su necesidad, para que le encuentre lo necesario y se lo suministre»[7]. Y la intensidad y calidad de la necesidad y asistencia se define por la caridad mutua, el amor gratuito y libre, más que por el amor humano o, en el caso de la fraternidad, la amistad lógica que puede nacer de la convivencia fraterna. Francisco usa  la imagen materna que se da en toda familia humana para acentuar el amor espiritual que nace al participar en un mismo sentido de vida fundado en la recepción y diálogo del amor divino. Como él lo hizo con el Hermano León[8], y manda para el trato con los enfermos: «Bienaventurado el siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo, que no puede recompensarle, como cuando está sano, que puede recompensarle»[9].






[1] 2Carta a los fieles 13-15; cf. 1Ped 2,21; Mt 11,30. Es lo que testimonia San Buenaventura: «Y como había llegado a tan alto grado de pureza que, en admirable armonía, la carne se rendía al espíritu, y éste, a su vez, a Dios, sucedió por designio divino que la criatura que sirve a su Hacedor se sometiera de modo tan maravilloso a la voluntad e imperio del Santo», Leyenda Mayor 5,9.
[2] Leyenda Mayor 5,5; Regla Bulada 11,1-3; cf. 2Celano 112-114. En la Regla no Bulada 12-13 se dice asimismo: «Todos los hermanos, dondequiera que estén o que vayan, guárdense de las malas miradas y del trato con mujeres. Y ninguno se aconseje con ellas, o vaya de camino él solo con ellas, o coma a la mesa en un mismo plato. Los sacerdotes hablen honestamente con ellas administrándoles la penitencia u otro consejo espiritual. Y ninguna mujer en absoluto sea recibida a la obediencia por hermano alguno, sino, una vez que le haya sido dado el consejo espiritual, que ella haga penitencia donde quiera. Y vigilémonos mucho todos y mantengamos puros todos nuestros miembros, porque dice el Señor: El que mira a una mujer para desearla, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5,28); 6y el Apóstol: ¿O es que ignoráis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo? (1 Cor 6,19); por consiguiente, al que profane el templo de Dios, Dios lo destruirá a él (1 Cor 3,17).  Si alguno de los frailes, instigándolo el diablo, fornicara, sea despojado del hábito, que perdió por su torpe iniquidad, y quíteselo totalmente y sea rechazado absolutamente de nuestra Religión. Y después haga penitencia de los pecados (cf. 1Cor 5,4-5) ».
[3] Regla Bulada 6,7-9. Citas de la Escritura: 1Tes 2,7; Mt 7,12.
[4] Francisco imita a Jesús y sus discípulos en la predicación del Reino. Mc 6,30-31: «En aquel tiempo los Apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: -Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer».
[5] Sacrum commercium 63: «Después que se hubieron saciado con la satisfacción de compartir escasez tan grande más que si hubieran saboreado hasta la hartura toda clase de manjares, bendijeron al Señor, ante cuyos ojos habían hallado tan singular gracia. Seguidamente condujeron a dama Pobreza a un lugar donde pudiera descansar, pues se encontraba fatigada. Y, desnuda como estaba, se acostó sobre la desnuda tierra. Pidió entonces que le trajeran una almohada para apoyar en ella la cabeza. Al momento le trajeron una piedra y se la pusieron de cabezal. Ella -tras haber dormido sobria y muy plácidamente- se levantó con toda presteza y suplicó se le enseñara el claustro. La llevaron a una colina y le mostraron toda la superficie de la tierra que podían divisar, diciendo: «Este es nuestro claustro, señora».
[6] Regla no Bulada 7,15-16; cf. 1Pe 4,9; Filp 4,4.
[7] Regla no Bulada 9,10.
[8] Carta a Fray León: «Hermano León, tu hermano Francisco te desea salud y paz. Así te digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven».
[9]  Regla no Bulada 10,1-4: «Si alguno de los frailes cayere en enfermedad, dondequiera estuviere, los otros frailes no lo abandonen, sino que se designe a uno de los frailes o más, si fuere necesario, que le sirvan, como querrían ellos ser servidos (cf. Mt 7,12); pero en una necesidad extrema, pueden dejarlo a alguna persona que deba satisfacer por su enfermedad. Y ruego al fraile enfermo que dé gracias de todo al Creador; y que desee estar tal cual le quiere el Señor, ya sano ya enfermo, porque a todos los que Dios predestinó a la vida eterna (cf. Hech 13,48) los instruye con los aguijones de los azotes y enfermedades y con el espíritu de compunción, como dice el Señor: Yo a los que amo corrijo y castigo (Apoc 3,19). Y si alguno se turba o irrita, ya contra Dios ya contra los frailes, o si por casualidad exigiere con inquietud medicinas, anhelando en demasía liberar la carne que en seguida morirá, que es enemiga del alma, del malo le viene esto y es carnal, y no parece ser de los frailes, porque ama más el cuerpo que el alma».

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