La castidad
en San Francisco
II
La pureza de un corazón la une San
Francisco a un cuerpo casto cuando se
trata del seguimiento radical de Cristo: «… dejándonos ejemplo, para que
sigamos sus huellas. Y quiere que todos nos salvemos por él y le recibamos con
corazón puro y con nuestro cuerpo casto. Pero son pocos los que quieren
recibirlo y ser salvos por él, aunque su yugo sea suave y su carga
ligera»[1].
No obstante la visión y la
experiencia de Francisco sobre la castidad y la pureza del corazón, sabe que la
carne es débil, por eso legisla según la cultura medieval sobre la sexualidad,
con los prejuicios griegos afirmados antes. El mundo monacal del tiempo de San
Francisco concibe a la mujer, muchas veces, como encarnación del mal por su
capacidad de seducción. De ahí la relación que establece entre la mujer y el
pecado y el control personal que se debe tener ante ella: «Enseñaba que no sólo
se deben mortificar los vicios de la carne y frenar sus incentivos, sino que
también deben guardarse con suma vigilancia los sentidos exteriores, por los
que entra la muerte en el alma. Recomendaba evitar con gran cautela las
familiaridades, conversaciones y miradas de las mujeres, que para muchos son
ocasión de ruina, asegurando que a consecuencia de ello suelen claudicar los
espíritus débiles y quedan con frecuencia debilitados los fuertes. Y añadía que
el que trata con ellas ―a excepción de algún hombre de muy probada virtud―,
difícilmente evitará su seducción, pues ―según la Escritura― es como caminar
sobre brasas y no quemarse la planta de los pies.
Por eso, él mismo de tal suerte
apartaba sus ojos para no ver la vanidad, que manifestó en cierta ocasión a un
compañero suyo que no reconocería casi a ninguna mujer por las facciones de su
rostro. Creía, en efecto, peligroso grabar en la mente la imagen de sus formas,
que fácilmente pueden reavivar la llama libidinosa de la carne ya domada o
también mancillar el brillo de un corazón puro.
Afirmaba, de igual modo, ser una
frivolidad conversar con las mujeres, excepto el caso de la confesión o de una
brevísima instrucción referente a la salvación y a una vida honesta. “¿Qué
asuntos -decía- tendrá que tratar un religioso con una mujer, si no es el caso
de que ésta le pida la santa penitencia o un consejo de vida más perfecta? A
causa de una excesiva confianza, uno se precave menos del enemigo; y, si éste
consigue apoderarse de un solo cabello del hombre, pronto lo convierte en una
viga”». Por eso no extraño que legisle así: «Mando firmemente a todos los
hermanos que no tengan sospechosas relaciones o consejos de mujeres; y que no
entren en los monasterios de las monjas, fuera de aquellos a quienes les ha
sido concedida licencia especial por la Sede Apostólica y no hagan de padrinos
de hombres y mujeres, ni con esta ocasión se origine escándalo entre los
hermanos o de los hermanos»[2].
Seguir a Jesús en la condición de
itinerantes lleva consigo más peligros que los que existen en los monasterios.
De ahí la preocupación de San Francisco y sus exigencias de controlar a los
hermanos que andan por el mundo. Tan es así que el que cayere en la tentación
se le expulsa de la Orden, equiparándolo a un hereje.
La alternativa que da Francisco al
descontrol posible de la itinerancia y al control de las tendencias corporales
es doble, siguiendo con fidelidad a Jesús. El primero es la pureza del corazón,
que según hemos analizado, comporta una profunda relación con el Señor. El
segundo es la relación fraterna. La fraternidad se presenta como el complemento a una vida de religación con
el Señor. «Mando firmemente a todos los frailes que no tengan sospechosas
relaciones o consejos de mujeres; y que no entren en los monasterios de las
monjas, fuera de aquellos a quienes les ha sido concedida licencia especial por
la Sede Apostólica; y no se hagan padrinos de hombres o mujeres, no se origine
escándalo, con esta ocasión, entre los frailes o de los frailes»[3].
La itinerancia, en contraposición a
la vida encerrada en los monasterios, hace que los hermanos viajen con
frecuencia y se desplacen de un sitio a otro para proclamar el Evangelio[4],
porque su claustro es el mundo[5].
Al ser su claustro la tierra, la fraternidad no es una realidad espacial, sino
humana. Es el sentido de vida de los
religiosos lo que los convierte en hermanos.
San Francisco al experimentar al otro como hermano por ser un don filial del
Señor, convierte la relación con él en franca, expresiva, sencilla, natural,
como corresponde a la cultura latina. No hay una careta entre los que forman
las comunidades franciscanas, y menos desniveles personales en cualquiera de
las dimensiones que comportamos los humanos. Todos somos iguales, aunque la
procedencia sea muy diferente de unos y de otros. «Y dondequiera están los
frailes y en cualquier lugar que se encontraren, deban volverse a ver espiritual
y caritativamente y honrarse mutuamente sin murmuración. Y guárdense de
manifestarse tristes externamente y sombríos hipócritas; sino que se manifiesten
gozosos en el Señor, y bien humorados y convenientemente amables»[6].
Por consiguiente, debemos abrir el
corazón a los hermanos, rompiendo la soledad o el aislamiento personal. De esta
manera podremos manifestar nuestras necesidades y comprender y compartir las
carencias y valores de los demás hermanos: «Y confiadamente manifieste el uno
al otro su necesidad, para que le encuentre lo necesario y se lo suministre»[7].
Y la intensidad y calidad de la necesidad y asistencia se define por la caridad
mutua, el amor gratuito y libre, más que por el amor humano o, en el caso de la
fraternidad, la amistad lógica que puede nacer de la convivencia fraterna.
Francisco usa la imagen materna que se
da en toda familia humana para acentuar el amor espiritual que nace al participar
en un mismo sentido de vida fundado en la recepción y diálogo del amor divino.
Como él lo hizo con el Hermano León[8],
y manda para el trato con los enfermos: «Bienaventurado el siervo que ama tanto
a su hermano cuando está enfermo, que no puede recompensarle, como cuando está
sano, que puede recompensarle»[9].
[1] 2Carta a los
fieles 13-15; cf. 1Ped 2,21; Mt 11,30. Es lo que testimonia San
Buenaventura: «Y como había llegado a tan alto grado de pureza que, en
admirable armonía, la carne se rendía al espíritu, y éste, a su vez, a Dios,
sucedió por designio divino que la criatura que sirve a su Hacedor se sometiera
de modo tan maravilloso a la voluntad e imperio del Santo», Leyenda Mayor 5,9.
[2] Leyenda
Mayor
5,5; Regla Bulada 11,1-3; cf. 2Celano 112-114. En la Regla no Bulada 12-13 se dice asimismo:
«Todos los hermanos, dondequiera que estén o que vayan, guárdense de las malas
miradas y del trato con mujeres. Y ninguno se aconseje con ellas, o vaya de
camino él solo con ellas, o coma a la mesa en un mismo plato. Los sacerdotes
hablen honestamente con ellas administrándoles la penitencia u otro consejo
espiritual. Y ninguna mujer en absoluto sea recibida a la obediencia por
hermano alguno, sino, una vez que le haya sido dado el consejo espiritual, que
ella haga penitencia donde quiera. Y vigilémonos mucho todos y mantengamos
puros todos nuestros miembros, porque dice el Señor: El que mira a una mujer
para desearla, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5,28); 6y el
Apóstol: ¿O es que ignoráis que vuestros miembros son templo del Espíritu
Santo? (1 Cor 6,19); por consiguiente, al que profane el templo de Dios, Dios
lo destruirá a él (1 Cor 3,17). Si
alguno de los frailes, instigándolo el diablo,
fornicara, sea despojado del hábito, que perdió
por su torpe iniquidad, y quíteselo totalmente y
sea rechazado absolutamente de nuestra Religión. Y después
haga penitencia de los pecados (cf. 1Cor 5,4-5) ».
[4] Francisco imita a Jesús y sus discípulos en la
predicación del Reino. Mc 6,30-31: «En aquel tiempo los Apóstoles volvieron a
reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les
dijo: -Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco. Porque
eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer».
[5] Sacrum
commercium 63: «Después que se hubieron saciado con la satisfacción de
compartir escasez tan grande más que si hubieran saboreado hasta la hartura
toda clase de manjares, bendijeron al Señor, ante cuyos ojos habían hallado tan
singular gracia. Seguidamente condujeron a dama Pobreza a un lugar donde
pudiera descansar, pues se encontraba fatigada. Y, desnuda como estaba, se
acostó sobre la desnuda tierra. Pidió entonces que le trajeran una almohada
para apoyar en ella la cabeza. Al momento le trajeron una piedra y se la
pusieron de cabezal. Ella -tras haber dormido sobria y muy plácidamente- se
levantó con toda presteza y suplicó se le enseñara el claustro. La llevaron a
una colina y le mostraron toda la superficie de la tierra que podían divisar, diciendo:
«Este es nuestro claustro, señora».
[6] Regla no Bulada
7,15-16; cf. 1Pe 4,9; Filp 4,4.
[7] Regla no Bulada
9,10.
[8] Carta
a Fray León:
«Hermano León, tu
hermano Francisco te desea salud y paz. Así te digo, hijo mío, como una madre,
que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en
estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te
aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor
Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y
con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor
consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven».
[9] Regla
no Bulada 10,1-4: «Si alguno de los frailes cayere en enfermedad,
dondequiera estuviere, los otros frailes no lo abandonen, sino que se designe a
uno de los frailes o más, si fuere necesario, que le sirvan, como querrían
ellos ser servidos (cf. Mt 7,12); pero en una necesidad extrema, pueden
dejarlo a alguna persona que deba satisfacer por su enfermedad. Y ruego al
fraile enfermo que dé gracias de todo al Creador; y que desee estar tal cual le
quiere el Señor, ya sano ya enfermo, porque a todos los que Dios predestinó
a la vida eterna (cf. Hech 13,48) los instruye con los aguijones de los
azotes y enfermedades y con el espíritu de compunción, como dice el Señor:
Yo a los que amo corrijo y castigo (Apoc 3,19). Y si alguno se turba
o irrita, ya contra Dios ya contra los frailes, o si por casualidad exigiere
con inquietud medicinas, anhelando en demasía liberar la carne que en seguida
morirá, que es enemiga del alma, del malo le viene esto y es carnal, y no
parece ser de los frailes, porque ama más el cuerpo que el alma».
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