miércoles, 5 de febrero de 2014

Franciscanismo. Castidad

La castidad en San Francisco


                                               
                                                I

San Francisco se mueve con la idea de la castidad en una cultura claramente griega, donde el hombre se compone de alma y cuerpo, y éste es esencialmente malo. El espíritu humano es el que se asemeja al Señor y a él hay que cuidar al máximo. Al ser una realidad inmaterial, el alma ni se destruye ni se corrompe. Sin embargo, el cuerpo entra en la dimensión contingente y temporal de la historia; una realidad cambiante y degenerativa que termina pulverizándose bajo tierra, pues el espacio y el tiempo en el que está inserto lo lleva a ello[1].
No obstante, San Francisco sigue los pasos que ha mostrado Jesús sobre la castidad: relación con el Señor ―pureza―, constitución de la familia del Señor abandonando la natural ―castidad―, con la consiguiente formación de la fraternidad como sede de las relaciones afectivas. Vivir el Evangelio entraña un hombre nuevo en un mundo nuevo que nos traslada a un más allá de la descomposición de la historia humana: «Después de esto, Francisco, pastor de la pequeña grey, condujo ―movido por la gracia divina― a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula, con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento.
Convertido en este lugar en pregonero evangélico, recorría las ciudades y las aldeas anunciando el reino de Dios, no con palabras doctas de humana sabiduría, sino con la fuerza del Espíritu. A los que lo contemplaban, les parecía ver en él a un hombre de otro mundo, ya que -con la mente y el rostro siempre vueltos al cielo- se esforzaba por elevarlos a todos hacia arriba. Así, la viña de Cristo comenzó a germinar brotes de fragancia divina y a dar frutos ubérrimos tras haber producido flores de suavidad, de honor y de vida honesta»[2].
            Desde esta perspectiva comprendemos la Admonición sobre los puros de corazón[3]: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Verdaderamente son de corazón limpio los que desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan de adorar y ver siempre al Señor, Dios vivo y verdadero, con corazón y alma limpia»[4]. Limpios de corazón son los que se adentran en el mundo divino según ha revelado Jesús en la proclamación del Reino y se diseña en la mística del cristianismo griego, en el que todas las cosas se observan y experimentan desde el diseño del Creador: «Y tengamos odio a nuestro cuerpo con sus vicios y pecados; porque, viviendo carnalmente, quiere el diablo arrebatarnos el amor de Jesucristo y la vida eterna y perderse a sí mismo con todos en el infierno; porque nosotros por nuestra culpa somos hediondos, miserables y contrarios al bien; pero para el mal, prontos y voluntariosos, porque, como dice el Señor en el Evangelio: Del corazón proceden y salen los malos pensamientos, adulterios, fornicaciones, homicidios, hurtos, avaricia, maldad, dolo, impudicia, envidia, falsos testimonios, blasfemia, insensatez»[5]. El mundo, la carne, el pecado son sinónimos para Nuestro Padre, porque nos apartan del Señor y nos introducen en el reino del mal. Por tanto no quiere decir despreciar la creación, porque es evidente su amor al Creador, sino el rechazo de todo aquello que nos puede alejar de Él, donde las tentaciones y hechos malsanos corresponden a una visión del cuerpo y de la vida dominada por el pecado, o el egoísmo, o la propia satisfacción. Por eso debemos amar al Señor y dialogar con el mundo por la caridad que nos viene de Él: «Por donde, hermanos todos, guardémonos mucho, no sea que bajo apariencia de alguna merced u obra o ayuda perdamos o quitemos nuestra mente y corazón del Señor. Sino que en la santa caridad, que es Dios, ruego a todos los frailes, tanto a los ministros como a los otros que, alejado todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, de cualquier modo que mejor puedan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios, lo hagan con corazón limpio y mente pura, que es lo que Él busca sobre todas las cosas»[6].
Tener un corazón puro entraña, además del amor gratuito y libre, mantener una relación intensa con su fuente, que es el Señor:                                

           «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios,
            danos a nosotros miserables hacer por ti mismo
            lo que sabemos que tú quieres,
            y querer siempre lo que te place,
            para que, interiormente limpiados,
            interiormente iluminados
            y abrasados por el fuego del Espíritu Santo
            podamos seguir las huellas de tu amado Hijo,
            nuestro Señor Jesucristo,
            y llegar por sola tu gracia, a ti, Altísimo,
            que en Trinidad perfecta y en Unidad simple
            vives y reinas y eres glorificado,
            Dios omnipotente,
por todos los siglos de los siglos. Amén»[7].





[1] Para este tema, Kajetan Esser, Temas espirituales 121-138; Lázaro Iriarte, Vocación franciscana, 163-176; Leonardo Izzo, «Castità», en DF 187-203; Julio Micó, Vivir el Evangelio, 162-196; Fernando Uribe, La Regla de San Francisco, 305-320;
[2] San Buenaventura, Leyenda Mayor, 4,5; cf. 1Celano 82.
[3] En la Bienaventuranza el evangelista Mateo (5,8) hace hincapié en la actitud humana que está descrita en el Sal 24,3-4: *)Quién puede subir al monte del Señor?, )quién podrá estar en el recinto sacro? El de manos inocentes y puro corazón, el que no acude a los ídolos ni jura en falso+. Las manos y el corazón refieren la acción que engloba todos los sentimientos, afectos y pensamientos del hombre, y, en el caso del servicio al templo, implican la integridad y pureza de vida. La tendencia intensa que une a los ídolos se contrarresta con la inocencia del corazón, que abarca todas las potencias humanas, que hace posible la mirada divina, porque el corazón es el lugar oculto y profundo en el que se da el encuentro con Dios. Por eso los actos que no proceden del corazón, donde se tiene la coherencia entre pensamiento, palabra y hecho, son hipócritas (cf. Mc 7,1-23; Mt 15,1-9). Los limpios de corazón, pues, recuerdan a los que mantienen una relación íntegra con Dios en contra del formalismo y la impureza.
[4] Mt 5,8; Admonición 16; cf. Regla Bulada 10,7-9: «Pero amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los frailes de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia (cf. Lc 12,15), cuidado y solicitud de este siglo (cf. Mt 13,22), detracción y murmuración; y no cuiden los que no saben letras de aprender letras; sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad»; cf. 1Carta a los Fieles 2,19.
[5] Regla no Bulada 22,5-7; cf. Mc 7,21; Mt 15,19.
[6] Regla no Bulada 22,25-26; cf. 1Jn 4,46.
[7] Carta a la Orden 50-52; cf. 1Ped 2,21.

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