El umbral de la ética
Miguel García-Baró
Facultad de Filosofía
Universidad Pontificia Comillas-Madrid
La existencia ética empieza en el momento –en el
acontecimiento- en que un hombre comprende y acepta –obedece con su
inteligencia y procurando ya predisponer su acción en el sentido
correspondiente- que hay posibles actos que se deben omitir aunque nos cueste
la vida el hacerlo, o que hay que llevarlos a cabo aunque la consecuencia sea
también la muerte. La muerte física o la muerte en vida, que suele ser peor; o
sea, el descrédito absoluto, la definitiva pérdida de la salud o de la
integridad del cuerpo, la persecución tenaz.
La verdad que abre la puerta de la existencia ética es, pues, que resulta
preferible ser maltratado que hacerse uno mismo un hombre perverso; que hay que
escoger, si llega el caso de una elección así, sufrir el mal a hacerlo, porque
el auténtico mal que me alcanza y que sufro es precisamente el hacer yo mal, no
que me lo hagan otros, o sea, que intenten dañarme otros –si no lo consiguen no
es porque no lo procuren sino porque la realidad no se pliega a su voluntad y
no consiente el perjuicio profundo de aquel que resiste al mal-.
La existencia que aún no conoce este nivel es o bien la del niño ignorante,
ansioso por entrar en un mundo cuyo espectáculo ve pero cuya entraña se le
escapa; o bien la de aquel que ha escogido, llegado su momento serio, hacer
cuando pueda el mal con tal de no sufrirlo. Este segundo es también ignorante,
ya se ve. Ignora las verdades más decisivas: que el mal auténtico que sufro es
sólo el que yo mismo cometo, y que el miedo que me inspiran la naturaleza y los
otros hombres y, quizá, la divinidad, es ilusorio. El niño aún no ha sufrido el
decisivo acontecimiento de que se le ofrezca la vida ética. Su ansia no le
proporciona lo que sólo la realidad puede darle cuando a ella misma le plazca
–o cuando su ley inexorable se lo dicte-. Así, el niño es sencillamente
ignorante. El hombre perverso es reduplicadamente ignorante: su ignorancia se
ha ahondado de modo terrible cuando él no ha sabido distinguir el mal pésimo
del mal ilusorio.
Hay aquí un enigma abismal: el miedo al dolor conduce al dolor real y nos evita
el meramente fantástico –o, por lo menos, el que es comprensible, dominable,
consolable-. El dolor real se experimenta en un vértigo de ignorancia y de
miedo que gira cada vez más de prisa sobre sí mismo. Como no supe calibrar la
importancia del miedo a la vida y a los hombres, heme ahora perdido en la
voluntad de ignorancia y de maldad, sometido al terror de atrincherarme contra
todo y contra todos, cuando lo más probable es que yo no sea ni el más fuerte
ni el más sagaz de los hombres y, por tanto, pese a mis esfuerzos, algún flanco
de mi castillo quede desguarnecido.
¿Hay acaso modo de explicar por qué este miedo esencial y esta ignorancia?
Sobre todo, ¿hay modo de explicar por qué hay hombres que logran levantarse por
encima de su terror a sufrir y de su ignorancia y afrontan con valentía una
vida sin perversidad, cueste lo que cueste, mientras que otros, quizá los
Muchos, no lo logran –ni se lo proponen?
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