sábado, 21 de diciembre de 2013

Cultura. La familia

                                         
                                                                                                                        
                                               La familia y el respeto

                                                                       Francisco Henares

            Voy a poner hoy dos ejemplos de mujer del Islam. Dos distintos: uno visto por mí en Cartagena; otro, más aireado por la prensa y TV de este verano. El que yo vi es un retrato sin letra, silencioso, que a mí me hacía meditar sobre la cultura árabe. Salían de comprar en una gran superficie tres mujeres de una misma familia. La abuela iba vestida totalmente a la antigua usanza, hasta la cabeza, al estilo de las antiguas monjas, y no llevaba bolsa alguna en las manos. La hija, joven de unos 40 años escasos, ya era mitad y mitad en su vestir. Iba de mora por la vida, y sin el velo siquiera, pero sí con el caftán y las babuchas. Portaba una bolsa de comida en la mano. La nieta, iba con un chándal, como si se dirigiera a un polideportivo a jugar un partido. Y llevaba las dos manos ocupadas por sendas bolsas de ese supermercado. Era la más cargada, por supuesto. Tendría 13-14 años. Y yo me quedaba pensando: fíjate; las mujeres españolas de una familia de hoy darían este retrato: la abuela y la madre cargadas, y la nena libre de manos, no sea que se nos canse la niña y se duela. Ya sé que soy un poco duro, sí, pero no me digan que no es más lógico que se cargue una adolescente con bolsas, que no la abuela. Para eso, están los huesos jóvenes, caray. He ahí una foto, por tanto, de la que sacar lecciones positivas. En buena parte, nos daban una lección de jerarquía familiar a los occidentales. Un ejemplo a seguir. A las abuelas hay que venerarlas, aunque sean todavía jóvenes, como tantas que vemos hoy en día.                                                        
La otra foto proviene de Francia, nuestro país vecino, ejemplo durante siglos de la igualdad, libertad, fraternidad y tolerancia, como siempre se ha dicho. Pues bien, hace sólo unas semanas, una madre islámica, embarazada, perdió su bebé porque un grupo de skinhs la atacaron por la calle a palos, en el barrio parisino de Argenteuil. ¿Qué pecado había cometido la pobre? Ninguno. No tuvo tiempo ni de defenderse de tales bárbaros Pero para ellos estaba marcada por una triple culpa, es decir, era mujer, encima era musulmana, y encima iba con velo en la cabeza. ¡Ya ves que tres culpas más desangeladas a estas alturas de la vida! Y eso ocurre en un estado en el que viven cuatro millones de musulmanes, nada menos. Debemos estar locos los seres humanos, para ser tan bestias. Sólo algunas bestias (animales, digo) atacan a las crías de otras madres. En todo caso para comer, dada la necesidad de la selva. Lo peor de esta islamofobia es que no ve nunca nada que le sea ejemplar para su propia cultura. Y eso que no hay ninguna cultura que pueda creerse superior. Si lo es en algunas cosas, luego, muestra sus peores colmillos en otros mil casos. Ciertamente, la parte solidaria del Islam casi no llama la atención en Occidente. Su entraña religiosa (que la tiene y muy honda) sólo vale para que se hable del Ramadán del verano, acusando a todos de retrógrados y bichos raros.
Este verano, en los mercadillos de la playa, en el pueblo en que estamos nosotros, y en donde vive un grupo de familias de Senegal, una de las bellas madres, negras y bellas con sus vestidos de colores, le decía a mi mujer que ellas eran coránicas y cumplían las leyes del Corán, a mucha honra, pero que nosotros los cristianos cada uno hacía casi lo que le daba la gana con su religión. Fijémonos en que lo que vamos tratando ahora no trata sólo de religión, sino de culturas distintas y solidaridad, cosas que podrían complementarse unas a otras, si se escucharan, o se admiraran en parte y fueran críticas en otra, como está mandado. Todo con el fin de convivir, como ocurre dentro de las mejores familias, entre padres, hijos y sobrinos. Las culturas –durante muchos siglos- casi no han servido para otra cosa que para zurrarse la badana, pero poco para admirarse y ayudarse. Según el Observatorio francés contra la islamofobia, este racismo de ahora se ceba contra las mujeres que practican esta religión. Otra vez es la mujer la pagana. Se les olvida a estos skinhs y castas turgentes que hacer mártires es la peor forma de borrar del mapa a contrarios. Al revés, se reafirman, porque para ser malo, urge  ser inteligente;  para cumplir con las creencias hay que ser fuerte; y para ser solidario hay que abrir bien los ojos a este mundo.       

Teología. El saludo de Gabriel a María

EL SALUDO DE GABRIEL A MARÍA

«La llena de gracia/favorecida» (Lc 1,28)



Gabriel no anuncia el nacimiento de Jesús en el templo santo, ni en la ciudad sagrada de Jerusalén, ni a un sacerdote consagrado al Dios de Israel, como ha ocurrido con Juan el Bautista (Lc 1,9.12), sino a una joven por nombre María, que vive en una pequeña ciudad de Galilea, llamada Nazaret, y en su propia casa (1,26‑27). Del ámbito sagrado de Israel se pasa al espacio en el que cualquier persona lleva a cabo su proyecto vital.
Gabriel se dirige a una mujer, María, y no a un hombre, Zacarías; María vive en un pueblecito del norte de Palestina que, al decir de Natanael, no tiene buena fama ―«¿De Nazaret puede salir algo bueno?», Jn 1,46; cf. 7,52― y no se nombra en la historia sagrada de Israel, al contrario de Jerusalén, centro del culto y de las promesas divinas, lugar santo por antonomasia donde Zacarías recibe la noticia de su paternidad. María se presenta como desposada (Lc 1,27), pero la intencionalidad que subyace en todo el párrafo es su voluntad de permanecer virgen (1,34‑37), condición inusual en las costumbres de la época y excepción en los favores que Dios ha concedido a ciertas mujeres para ser madres. Los casos aducidos en la historia de Israel siempre se han dado a mujeres casadas y estériles, porque Dios es el que abre y cierra el seno materno (Gén 20,28; 29,31). Así se cuentan los casos de Sara (11,30), Rebeca (25,21), Raquel (29,31), Ana (1Sam 1,2.6) e Isabel (Lc 1,7).
Zacarías e Isabel son personas «justas a juicio de Dios y procedían sin falta, de acuerdo con los mandatos y preceptos del Señor» (1,6). Es una justicia fundada en un comportamiento de fidelidad a las leyes divinas con un marcado carácter ético. Zacarías e Isabel caminaban en la vida con una conducta irreprensible ante Dios y los hombres, como más tarde dirá el Evangelista de Simeón (2,25), de Jesús (23,47) y de José de Arimatea (23,50). De María no se sabe nada: ni del oficio, ni de la condición social, ni de la fidelidad religiosa. Nada existe en ella previo al encuentro con Dios que merezca la pena ser reseñado y sobre lo que se base Dios para hacerla madre de Jesús. Se resalta así que su función y su condición de ser madre virginal es una obra exclusiva de Dios. Parece que María nace y se hace con el mensaje de Gabriel.
En efecto. En el relato del anuncio del nacimiento de Jesús se da un diálogo con tres intervenciones del ángel y tres respuestas de María que intensifican progresivamente la escena por su compromiso con la propuesta divina. Se describe la figura de María en las respuestas: A la turbación e interrogación del saludo (1,29) sigue el cómo de la maternidad al no conocer varón (1,34) y termina con la disponibilidad a la voluntad divina: «Aquí tienes a la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra» (1,38). 
La clave de todo está en el saludo del ángel a María. Se expresa en estos términos: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (1,28). Se abre la visita con una invitación a la alegría. Chaire, además de significar el saludo convencional «salve», como de hecho lo usan Mateo (26,49; 27,29) y Marcos (15,18), Lucas le da una significación más intensa. Es la alegría que se solicita de Sión por la salvación que Dios le va a conceder en los tiempos finales: «¡Alégrate, ciudad de Sión; lanza vítores, Israel; festéjalo exultante, Jerusalén capital!» (Sof 3,14; cf. Jer 2,21‑23; Zac 9,9). Este júbilo se centra en María, porque a ella se encaminan las máximas aspiraciones de Israel. Y Lucas lo expande en los acontecimientos que adornan el nacimiento: Juan salta de gozo en el seno de Isabel (1,44); el mensaje de los ángeles a los pastores está transido por la dicha del nacimiento de Jesús (12,10), y María canta en la respuesta al saludo de Isabel: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, mi espíritu festeja a Dios mi salvador» (1,46‑47).
María debe alegrarse porque está plena de gracia. Kejaritomene es el participio perfecto pasivo de charitóo. El verbo proviene de charis que significa amabilidad, benevolencia, gracia. Por otra parte, los verbos que terminan en óo indican el acto que incide en un objeto de tal forma que produce una alteración de las condiciones previas a la acción. En este caso, el cambio que se obra en María obedece a una acción de amabilidad, de benevolencia, de gracia de Dios. Para nada interviene María, porque la forma del verbo está en pasiva, como hemos dicho: Dios ya ha actuado cuando el ángel la visita. María ha sido transformada por la voluntad libre divina sin mediar mérito alguno o sin base previa a la relación que ya ha iniciado Dios con ella. Vendría a decir Gabriel a María: el Señor te ha favorecido, te ha agraciado, por tanto, te ha cambiado o transformado sin que participes, y para bien, porque el acto procede de Dios. Ocurre igual en el texto paralelo de Ef 1,6 en el que la gracia transforma a los cristianos (echarítosen hemás) por medio de Jesús, y no simplemente que Dios la regala sin más incidencia. Por consiguiente, la acción divina sobre María la hace santa, es decir, pasa a la propiedad de Dios al ser transformada por Él. Y la causa por la que Dios la transforma se dice en la propuesta que le hace Gabriel a continuación: ser la madre de su hijo (Lc 1,35).
Termina el saludo con una expresión conocida en el ámbito bíblico y que está en los relatos de vocación: «El Señor está contigo». Cuando el Señor encarga un misión especial, ofrece su compañía para animar a la persona y asegurar el éxito de lo encomendado, como pasa con Jacob para ser padre de una descendencia numerosa y poseer una tierra fértil (Gén 28,13‑22), con Moisés para guiar a su pueblo en la liberación de Egipto (Éx 3,12‑22), con Josué para conquistar la tierra prometida (Dt 31,23) y con Gedeón para salvar a los israelitas de los habitantes de Madián (Jue 6,1‑16). Así resulta con María. La transformación que Dios ha obrado en ella crea la base de la maternidad y del dar a luz al hijo del Altísimo (Lc 1,30‑33), y el que esto sea posible sin concurso de varón es gracias al Espíritu que vendrá sobre ella (1,35). Para ser madre virgen el Señor está con ella.

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,35).

María sabe ya que es de Dios. Dos preguntas dan pie a explicitar su papel dentro del plan de salvación que Dios tiene preparado para la humanidad: Turbación emocional y racional inquisitiva: «Al oírlo [a Gabriel], ella se turbó y discurría qué saludo era aquel» (Lc 1,29), y posibilidad de ser madre: «¿Cómo sucederá eso si no convivo con un varón?» (1,34). Respondiendo a estas dos preguntas Gabriel le anuncia su misión.
La primera información dice de quién va a ser madre. Manifestada su pertenencia a Dios, «gozas del favor de Dios» (1,30), se le dice que será madre de un niño con todas las características mesiánicas atribuidas a la casa de David (cf. 1Sam 7,12‑16) y de clara procedencia divina, por ser «grande» (Sal 77,14) e «Hijo del Altísimo» (Gén 14,18‑20.22). María le pondrá el nombre Jesús y con la imposición del nombre viene la responsabilidad de hacerlo hombre. No termina su misión con la acción de parir, sino que, viviendo en el espacio y el tiempo, la labor encomendada debe llevarla a cabo hasta el final, es decir, hasta que Jesús sea una persona autónoma. Lucas lo recalca dos veces: «Jesús progresaba en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres» (2,40.52).
 La segunda comunicación de Gabriel solventa la objeción de María de no tener relaciones maritales. María pertenece a una familia normal del judaísmo al margen de las situaciones ascéticas y monásticas que, por ejemplo, se vivían en Qumrán (F. Josefo, La Guerra, 2,160, 288‑289). Ella comprueba un hecho: es aún virgen pues no ha llegado el tiempo de formalizar una familia con José al no haberse celebrado los esponsales. Como en los relatos de vocación citados antes, las objeciones clarifican más la misión y ratifican el origen divino de la misma. En el caso de Moisés, Dios estará en su boca y le enseñará lo que tiene que decir, porque no tiene facilidad de palabra, (Éx 4,10‑11); con Gedeón, el Señor le acompañará para derrotar a los madianitas, porque su familia es la más pequeña de la tribu de Manasés y él es el menor de su casa (Jue 6,15‑16). Dios confirma la acción sobre María en coherencia con el primer anuncio de la filiación divina de Jesús y se manifiesta todavía más que María es propiedad divina.