domingo, 15 de diciembre de 2013

Cultura. Reflexiones sobre la Constitución


Lo que fué del Porvenir, sin perjuicio de unas remembranzas.
XXXV  Aniversario de la Constitución
                                              
Antonio López Pina

                                           Sumario

 1.    Unas remembranzas
1.1 El transcurso histórico
1.2  Problemas, búsqueda de soluciones y constreñimientos fácticos
      2. Lo que fue del Porvenir 
          2.1 La realidad constitucional
          2.2  El procesamiento de nuestra historia
       Epílogo: Hacia el futuro



Entre  las cohortes de edad de 30 y  40  años,  las preguntas   por las Cortes Constituyentes son  bastante frecuentes. Y los jóvenes no solamente inquieren por datos, sino que esperan  que  uno les ofrezca el relato de las propias impresiones y  experiencias  En estos tiempos vertiginosos y desorientados, no es así indiferente responder a  tal preocupación de la generación de vanguardia. Veré, cómo puedo responder al compromiso, al que nos convoca el XXXV aniversario de la Constitución, en primer lugar, (1.) relatando algunas remembranzas; a continuación, (2.) trayendo a colación los problemas de la vigencia de la Constitución y finalmente, (Epílogo) pergeñando  unos grandes trazos hacia el futuro.

1. Unas remembranzas

Trataré, así,  de trasladar a los lectores   mis experiencias  desde la campaña electoral y  la presentación del Grupo parlamentario socialista,  vía  la solemnidad del momento constituyente, a los debates en la Comisión constitucional del Senado y en el Pleno de la Cámara.

1.1 El transcurso histórico

Érase la primavera de 1977. Una sociedad ansiosa por recuperar el tiempo perdido, se desembarazaba de un pasado enojoso. Un monarca impuesto y desconocido servía de metáfora a  las ambigüedades de la situación. España estaba en trance de dar a luz, negando el pasado, pero sin llegar a disponer de una visión para el futuro. A cuestas con dos siglos de aberraciones, una vez más nos las habíamos con el problema de España; y todos los españoles, a mis cuarenta años yo el primero, nos hacíamos la ilusión de que la Historia  podía volver a empezar.

En medio de las contradicciones e incertidumbres de la época, el deseo de  formar parte de las Constituyentes vibraba en mi ánimo.   Debo a unos amigos [1]  que el Partido Socialista de Murcia  me propusiera como candidato independiente para la Coalición por un Senado democrático – en Madrid, encabezada  por Joaquín Satrústegui.

De mis giras por Munich, Berlin,  Paris  y Estados Unidos (1960-1966),  había  regresado el otoño de 1966, todo lo cosmopolita que se quiera, pero políticamente  sólo como un demócrata  antifranquista. El verano de 1973,  leo cuanto puedo  en la biblioteca de la Friedrich Ebert Stiftung, en Bad Godesberg. El provecho no sólo fué intelectual: bajo la carismática Cancillería de Willy Brandt, me  avecindé  ideológicamente al Partido Social-demócrata alemán – que en su Langzeit Programm se proponía  nada menos que, en el plazo de cincuenta años,  invertir las relaciones de fuerza con el capitalismo.

En la primavera de 1975, Bruno Friedrich, Vice-presidente del SPD, está de visita en Madrid con el encargo de su  partido de diseñar una  política alemana para España. En tiempos venturosos en que Google [2] no existía, Friedrich me preguntó, si  para el mes de agosto podría conseguirle en Llanes, Asturias un chalet en alquiler. Nada más fácil: aquellos años, mi familia y yo  acostumbrábamos   veranear en Celorio, un caserío  en la periferia justo de Llanes. A  toda una serie de encuentros con los socialistas asturianos daría lugar la presencia del Vice-presidente del SPD. El Canciller Schmidt y Friedrich, todo un hombre de Estado, eran sensibles a la grandeza de la Cultura española, sin la que ambos no concebían Europa: puede muy bien  imaginarse  mi placer  de un  mes intenso de conversaciones con Friedrich.

El otoño de 1975 llega,  como delegado de la Friedrich Ebert Stiftung, a Madrid,   Dieter Koniecki, comisionado por la dirección del SPD para apoyar  la transición política española a la democracia. Del encuentro a  iniciativa suya, pareció  evidente que mi estancia en Bonn, del verano de 1973, y mis conversaciones con Bruno Friedrich, del verano de 1975, me habían deparado  la confianza como interlocutor  de la dirección  del SPD.

Desde la investidura de Suárez como Presidente de Gobierno, tres  temas estrechamente imbricados  acaparaban el primer plano del foro público: la integración europea, la alternativa reforma frente a ruptura y la legalización del Partido comunista. Una instantánea de unas Jornadas “constituyentes” que, bajo el título de La España democrática y Europa, organicé  en la Primavera de 1976 en el Instituto Alemán, puede  ayudar  a visualizar lo que estaba en juego.  De acuerdo con Friedrich y con Eckart Plinke, director del Instituto Alemán, y previa  autorización de Manuel Fraga, ministro del Interior, invito a un contraste de pareceres con representantes de los grupos parlamentarios en el Bundestag (SPD, CDU/CSU, FDP) a todo el espectro político español a la izquierda del Gobierno de UCD. Entre los presentes se contaban  desde Felipe González (PSOE) y Alfonso Guerra (PSOE) a Manuel Azcárate (PCE) ,   Juan Ajuriaguerra (PNV) y Javier Arzalluz (PNV); desde Fernando Álvarez de Miranda (PP) y José Mª Gil-Robles (FPD) a  Antonio Fontán (PD),  Joaquín Garrigues (PD) y  Jaime Miralles (UE); desde Vicente Piniés (UE), Joaquín Satrústegui (UE) y Carlos Ollero  a  Raúl Morodo (PSP),  Pilar Brabo (PCE), Jordi Solé-Tura (PCE),  Joaquín Ruiz-Giménez (ID) y José Vidal-Beneyto. Era la primera vez que el Partido comunista - un año antes de su legalización -- aparecía en público como tal. Son  de  imaginar el interés y el apasionamiento de las mismas [3]. La Embajada de Alemania y el  ministro Fraga, a cincuenta metros de distancia en el ministerio del Interior,  no contaban con la complicidad de  Plinke para que yo invitara  al Partido comunista. Furioso,  el Embajador von Lilienfeld abandonó abruptamente el auditorio. Como glosa, valga el comentario del Agregado cultural de la Embajada, Sr. Niemwegen:  “López Pina hat uns aufs Kreuz gelegt! (¡Qué faena!, nos ha hecho  este López Pina).  Ni qué decir tiene que Plinke fue convocado  por el Embajador a dar explicaciones, habiendo el último de soportar que aquél reivindicara  la autonomía, respecto del ministerio  de Asuntos Exteriores,  de la política cultural del Instituto Alemán.

Pero ahí acababan  los avales políticos para mi candidatura al Senado. A tales credenciales se sumaron, en Murcia, a propia iniciativa, Carlos Calleja, José Mª Aroca,  Adolfo Fernández y el periodista José García Martínez. El primero, catedrático de Hacienda pública y miembro de la ejecutiva del PSOE medió en mis relaciones con la dirección del partido.   Aroca, médico de profesión y notable de amplio reconocimiento entre la burguesía murciana,  transmitió a la misma su  imagen positiva del recién llegado candidato. En fin, Fernandez Aguilar, un profesional de la radio amigo de la infancia, orientó desde la sombra mi campaña, sugiriéndome, desde su conocimiento de Murcia,  a qué puertas y personajes locales  debía llamar y qué temas era políticamente oportuno plantear. Con una entrevista de gran eco, García Martínez, desde  el diario La Verdad, lanzaría  a todos los vientos mi candidatura.

Mi aterrizaje en el Partido Socialista de Murcia no fué fácil. Con las excepciones de rigor, aquello era un enjundio de pequeñas ambiciones, intrigas  e incompetencia,  que me resultaba extraño. El cabeza  de  lista de los candidatos al Congreso, enviado desde la Comisión Ejecutiva federal del PSOE, no ayudó precisamente a mi integración partidaria. Para mí, se trataba de una jungla, en dónde no solo no acertaba a saber cuál era mi lugar, sino tan  siquiera  si podía estar  seguro de la firmeza del suelo bajo mis piés.

Hice caso omiso del escenario interno del partido y me volqué  en la campaña electoral, una fuente  de emociones sin fin. Había dejado   Murcia en 1959 y volvía dieciocho años después. A los sones de la Internacional, me pateé arriba y abajo Lorca, Cartagena, Cieza, Caravaca, San Javier y un sin fin de pueblos.  Mis sensualidades  vibraban ante cada hermosa puesta de sol, ante la vista de la Huerta y del mar, con los amplios públicos, que, entre curiosos e interesados,  acudían a los mítines del Partido Socialista. Contra viento y marea  de las mentalidades de campanario y de las frondas partidarias,  con un discurso colorista autóctono de tonos igualitarios, gano limpiamente a mis competidores a derecha e izquierda.  En el último mítin, en Murcia capital,  creí percibir el clamor,  de que Murcia me había reconocido como uno de los suyos  y  me iba a dar la victoria sobre mis  contrincantes. Como así sucedió. Solamente que las relaciones de poder imponían al PSOE y a mí nuestro lugar en la Oposición: el caso es que  la mañana del 16 de junio me encontré con  mi elección al Senado, como mandato  para alzar en España un Estado de Derecho como instrumento para la democratización de Estado y sociedad. 

En Madrid, hablé con Alfonso Guerra  quién por supuesto, tenía ya abierto un archivo con todos los chismes  del partido en Murcia,  y me incorporé al Grupo Parlamentario Socialista. En la primera sesión, en la que se nos pidió una presentación personal, fué de ver el contraste entre el compromiso político en  la lucha contra la dictadura de tantos socialistas de todos los rincones de España, y mi hoja de servicios en blanco. Sin perjuicio de ello, los compañeros me votaron por unanimidad para las Comisiones constitucional y de Asuntos exteriores.     

La solemnidad del momento constituyente se plasmó  tanto en la Mesa de edad, del Congreso, con la presencia de Dolores Ibárruri y Rafael Alberti, como en el rechazo mayoritario del proyecto de Suárez de presentar a las Cámaras una constitución hecha por expertos juristas, léase García de Enterría, y en la aprobación por el Congreso como contraste, a iniciativa de González, de que debatiéramos y aprobáramos en las Cortes una nueva Constitución.

En el primer Pleno del Senado, fue una grata sorpresa apreciar en los cuarenta Senadores por designación real – desde Landelino Lavilla, Enrique Fuentes Quintana, Antonio Hernández Gil y Luis Sánchez Agesta  a José Ortega Spottorno, José  Ángel Sánchez Asiaín, Guillermo Luca de Tena   y Carlos Ollero -- la excelente representación del conservadurismo ilustrado. Morodo ha dejado constancia [4] de  que, habida cuenta de la presencia en el Congreso de los líderes políticos, más bien  tejedores del consenso en nocturnidad, el gran debate constituyente tuvo lugar en el Senado.  Puede parecer exagerado, pero en medio de la menesterosidad  de la sociedad española de entonces, el Senado  me resultaba lo más parecido a  la Escuela de Atenas, de Rafael, que cuelga en el Museo Vaticano.


1.2  Problemas, búsqueda de soluciones y constreñimientos fácticos

En la descripción del trabajo concreto en el Senado, me referiré a los debates en los que estuve personalmente envuelto tales como  la parte dogmática de la Constitución, la forma de gobierno,  el Orden territorial y la apertura  de España al Derecho internacional y a la integración en Europa

De la parte dogmática de la Constitución, fue significativo del ambiente reinante,  la naturalidad del consenso en torno al Estado social y democrático de Derecho,  la soberanía popular y la democracia como forma de Estado,  y  la descentralización del Orden territorial.

Una fuerte pugna se planteó respecto de la textualización  normativa  de los derechos fundamentales. Temiendo el Gobierno la división  de las Cortes en torno a los derechos fundamentales – como había sido   en 1869 y 1931 el caso --, propugnó una escueta  remisión al Derecho internacional sobre Derechos humanos. Los socialistas, a través del portavoz Peces-Barba, lograron imponer una buena parte de sus enmiendas, reflejo del XXVII Congreso del PSOE (diciembre de 1976, Madrid), y concurrieron a  escribir de su puño y letra lo que es hoy el Título I  de la Constitución [5].

Especial emoción me depararon, de un lado, la abolición de la pena de muerte, art. 15, y el principio de justicia fiscal, del art. 31, normas ambas  resultado de las enmiendas y el debate en el Senado.  Es evidente que el Grupo socialista del Senado no fue insensible a la igualdad material garantizada por el art. 9.2, a la función social de la propiedad privada y de la herencia (art. 33.2) y a la subordinación de toda la riqueza del país al interés general (art. 128.1);  pero en tales casos, la redacción traía causa del texto aprobado en el Congreso.

Una rara  dicha me embargaba, al sentirme co-legislador de tal  conjunto de normas:  ello se explica porque  los derechos fundamentales dibujan, de un lado, la idea del hombre contenida en la Constitución; de otro, dotan de relieve a una determinada idea de España fundada en el trabajo y la educación, como comunidad moral de destino en la Historia. En cuanto tal,  abraza y da morada en solidaridad y respeto recíproco  al conjunto de españoles y no-españoles igualmente libres. En fín, en la ordenación jerárquica de fines, la igual libertad de todos  fue proclamada el fin del Estado. No es de admirar que, al ratificar, con las enmiendas descritas, el dictamen del Congreso, me sintiera en trance.

El debate sobre la forma de gobierno se cifró de un lado, en el art. 1.3; de otro en el art. 92.  Actualmente, puede sonar extraño que, con la norma  sobre el referendum, se pretendiera hacer de nuestro Estado un régimen  plebiscitario. Pero ello se debe a que se ha olvidado la enmienda a la totalidad de la Constitución del Abate Xirinachs, un populista del grupo Entesa del Catalans. El caso es que, como portavoz  socialista, defendí la naturaleza representativa del Estado democrático que queríamos alzar, encontrando en el camino  la espontánea alianza  del Grupo de la UCD.

Ello sólo era una lógica consecuencia del debate que había planteado  el art. 1.3 sobre monarquía o república como forma de gobierno. El Grupo socialista había definido la propia posición en un texto pronunciado en el Congreso por el Diputado Gómez Llorente, conforme al cual  “Sin ocultar sus preferencias republicanas, el socialismo, en la oposición y en el poder, no es incompatible con la monarquía cuando esta institución cumple con el más escrupuloso respeto a la soberanía popular…Si en la actualidad el Partido Socialista no se empeña como causa central y prioritaria de su hacer, en cambiar la forma de gobierno, es en tanto en cuanto puede albergar razonables esperanzas en que sean compatibles la Corona y la democracia[6]. Cuando llegó el texto al Senado, el debate entre monarquía o república parecía zanjado. Pero no contábamos con que, mediante un sinfín de  enmiendas de alto bordo, los Senadores reales iban  a reabrirlo. Como portavoz socialista,  logré arrastrar al Grupo parlamentario del Gobierno a la adjetivación de parlamentaria para la Monarquía, que es cual ha quedado en la versión definitiva.

Como nota menor   puede constar,  que como Consejero  del Gobierno de González y en respuesta a una pregunta, en 1984, sobre el Título exterior de España en sus relaciones internacionales, del ministro de Asuntos Exteriores, llevé al Consejo de Estado en Pleno a proponer la fórmula de Reino de España, que como tal se ha mantenido. La verdad es que en mi interpretación del texto constitucional jurídicamente me parecían  más lógicos los términos de España o Estado español. Desde La Moncloa, el Gobierno me impuso, sin embargo,   que  disciplinadamente propusiera Reino de España. ¡Allá el Gobierno con su responsabilidad!, me dije yo. Justo es reconocer que al pronunciarme así, no venía sino a converger con el dictamen previo de la Comisión permanente del Consejo.

No hubo prácticamente debate respecto del principio de legalidad y de la reserva de ley – aunque eso sí, con su aprobación pasamos del concepto formal de ley, de García de Enterría, el Kronjurist  de la dictadura,  al nuevo concepto democrático material de ley. El Grupo socialista jugó fuerte en sus enmiendas respecto del control judicial de los poderes públicos, logrando la vinculación constitucional de los actos políticos. Respecto de esta última,  coincidimos  con la visión del ministro de Justicia, Lavilla: nuestra forma de gobierno no se deja, sin más, remodelar como parlamentarismo dirigido por el Presidente del Gobierno. En nuestro texto constitucional no tiene cabida una voluntad unitaria del Estado determinada, como se ha mantenido  en cierta  doctrina,  por una función autónoma si no jurisdiccionalmente inmune de gobierno.

Como portavoz del Grupo socialista intervine, adicionalmente, en el debate   sobre la libertad de cátedra (art. 20. 1 c)),  la naturaleza ius-pública de la  televisión (art. 20.3), una teoría constitucional del Senado (art. 69)  y la  competencia exclusiva del Estado y la consiguiente garantía del dominio público de  las vías pecuarias (art. 149.1.23 ª) [7].

No fuimos capaces de traducir,  en un título VIII  políticamente pacífico e institucionalmente  viable, el acuerdo mayoritario sobre la descentralización territorial. El portavoz socialista en el Congreso Peces-Barba presentó tres relaciones de competencias, exclusivas para el Estado, exclusivas para las Comunidades Autónomas y compartidas, semejante al de la República. Pero la voluntad socialista y centrista  de consenso nos llevaría a ceder  a  la redacción originaria  del Diputado Roca i Junient, de Convergencia i  Unio, que es la que ha quedado. 

Por más que sea cierto que ningún grupo parlamentario tenía en el Congreso la mayoría absoluta, no lo es menos que  en todos nosotros, llegar a un acuerdo con nuestros antagonistas,  era más importante que imponer las propias  posiciones: lo que se ha convenido en llamar el espíritu de la transición [8]. De ello se beneficiarían especialmente los Grupos parlamentarios catalán y vasco.  Hasta el extremo, de  obligarnos a aceptar, no sólo a nosotros sino incluso a un desolado ministro de Justicia, la transferencia a las Comunidades Autónomas, en el art. 150.2, de competencias exclusivas del Estado.

En un par de ocasiones  he intentado, en el Consejo de Estado y desde  la doctrina, racionalizar el Orden territorial con los principios constitucionales de autonomía y de la la equiparación solidaria de condiciones de vida [9]. Con el resultado que es conocido.

Con las normas  sabidas  (arts. 74.2, 93, 94.1 y .3, 96.1 CE en conexión con los arts. 9.1 y  10.2 CE), de las que  hago gracia a los lectores, España se abrió al Derecho internacional y a la, entonces soñada, integración en Europa.

Como broche de cierre, un pasaje literario les ayudará a visualizar el valor que tuvo entonces para mí la aprobación de la Constitución: Con la idea del Derecho se ha erigido una Constitución, y sobre tal base deberá a partir de ahora fundarse todo. Desde que el sol está en el firmamento y giran en torno suyo los planetas, no se había visto (nunca antes) que el hombre se colocara de cabeza, es decir, sobre el pensamiento, y que configurara la realidad a partir del mismo … ahora el hombre ha llegado al conocimiento de que el pensamiento debe regir la realidad de las ideas.  Es una hermosa aurora [10].

Si entre 1976 y 1979 España resuelve, mediante la Constitución, buena parte de los contenciosos que a lo largo de la Edad contemporánea habían dividido a los españoles – forma de gobierno, Orden territorial, régimen de la economía, cuestión religiosa --, entre 1982 y 1986, mediante leyes que incorporaron  los correspondientes Tratados al Ordenamiento jurídico español, se zanjan las dos grandes incógnitas pendientes para definir nuestro modelo de sociedad: las relaciones internacionales y la economía de mercado. Así, bajo los gobiernos de Calvo-Sotelo y de González, España se configura y compromete como un país de orientación militar atlantista  -- con el referendum sobre la pertenencia de España a la OTAN, España asume su parte de responsabilidad militar y legitima moralmente a uno de los, entonces, dos bloques en litigio. Con la incorporación, en 1986, a la Comunidad Económica Europea, España ratifica  como propia la economía capitalista de mercado.


2. Lo que fué del Porvenir

De quedarme en las remembranzas, no haría justicia al propósito de este relato, anticipado más arriba.  Hablaré, así, a continuación tanto de la realidad constitucional como  del procesamiento de nuestra historia, los dos grandes temas conexos pendientes.

2.1 La realidad constitucional

Hasta aquí la Constitución interna y exterior de España como mandato del Derecho. Cuando se examina la realidad práctica de la vigencia y aplicación de la Constitución durante 35 años,   los cuantiosos logros son indudables: desde la subordinación de las fuerzas armadas, la integración política de las elites y de la mayoría de la población y la juridificación de relaciones y procesos con robustecimiento de los derechos y libertades; al turno pacífico de poder y a la descentralización de competencias, con márgenes abiertos para articular una España federal  e integrarnos  en Europa.

Sin perjuicio de ello, hemos ido encontrándonos, al paso del tiempo, con toda una serie de fenómenos que compiten por el dudoso honor de cuartear el mandato constitucional: desde la subversión de los valores constitucionales, la apropiación privada de la política y  el vano empeño de hacer de España una sociedad privada de iguales -- en consumo, se entiende -- a  la indigencia institucional de la Constitución y a  las tensiones con el Derecho europeo; desde los atisbos de despotismo en algunos de nuestros gobernantes y la corrupción de mandatarios públicos, vía la oligarquización de los partidos y el cuestionamiento territorial del Orden constitucional a la politización de la justicia y la anomia generalizada en gobernantes y gobernados.

2.2 El procesamiento de nuestra historia

Con todo,  de mayor calado si cabe aún deviene  el problema no resuelto del procesamiento de nuestra historia. ¿Seremos como ciudadanos, capaces de poner  al día nuestra dramática  memoria histórica[11],  al servicio de una religión civil [12] indispensable para nuestro progreso en la Historia?

La victoria de la reforma sobre la ruptura, la transacción con la monarquía,  el consenso de la transición, la asunción de la economía capitalista de mercado y la (posterior, pero anunciada) integración en la OTAN fueron  las condiciones materiales del parto constitucional de 1978. Difícilmente cupo al poder constituyente  alzarse como revolucionario, subversivo o rupturista. Para la fundación religadora, de Historia viva en marcha cívicamente integradora y preñada de futuro, de una comunidad política, no llegó a observarse  así la plena negación de la dictadura: la instauración de la democracia careció del acontecimiento y de la carga emocional y energética populares [13] que son condición material de la autolegislación constituyente y de la integración colectiva.

El comienzo de la nueva fase histórica vino marcado, más bien, por la continencia autoimpuesta de las Cortes y del Gobierno de Adolfo Suárez. Y héte aquí que, por si en la actualidad  no tuviéramos suficientes problemas públicos los españoles, como efecto no-querido de la transición,  se nos viene encima el problema no resuelto entonces, de qué hacer con la memoria de la guerra civil y de la dictadura.

Las dos primeras leyes aprobadas por las Cortes democráticas, el 14 y el 25 de octubre de 1977, fueron las de amnistía y de régimen fiscal. La amnistía iba dirigida a satisfacer el clamor popular de perdón para las acciones, entre 1936 y 1977, en defensa de la libertad o en ejercicio de los derechos de los trabajadores en el seno de las empresas – ejercicio del derecho de huelga, sin ir más lejos. Se trataba, como con particular rotundidad se subrayó, de “una medida de justicia, no de gracia”. Por otra parte, la Unión de Centro Democrático obtuvo de socialistas, comunistas y nacionalistas vascos y catalanes la disposición a una amnistía para los delitos de las autoridades, los  funcionarios y los agentes del orden público asociados a la investigación o persecución de los actos ahora perdonados o contra el ejercicio de derechos fundamentales y libertades.

El espíritu de tal   reforma  jurídica   inspiraría la Constitución, en el sentido de garantía de los derechos fundamentales y libertades públicas. Pero tales progresos no se impondrían sin un pacto de silencio sobre el pasado que, a medio plazo, no dejaría de evidenciar sus contradicciones. En este sentido, no prosperaría una enmienda de los diputados Tierno Galván y Morodo, dirigida a dejar constancia, en el Preámbulo de la Constitución, de la condena moral de la dictadura. Por otra parte, sin embargo, las fuerzas de izquierda lograron, en enero de 1978, mediante una interpelación parlamentaria, impedir que fueran destruídas las fichas de la policía franquista sobre delitos políticos. Se llegaría así al acuerdo con el Gobierno, de que, a efectos de documentación histórica del pasado, las mismas fueran conservadas.

Tales temas han cobrado inusitado relieve con la Ley, primera, sobre la declaración del año 2006 como Año de la Memoria Histórica, y, dos años después, con la Ley de reconocimiento de todas las víctimas de la dictadura y de recuperación de la memoria histórica, de 26 de diciembre de 2007. 

¡Cómo negar la generosidad y emoción sentidas en los escaños de la izquierda, en el momento -- 14 de octubre de 1977 -- de aprobar la Ley de Amnistía, que hacía borrón y cuenta nueva de todos los delitos, entre 1936 y 1977, tanto de rojos como  de franquistas. Tal decisión nos liberó de formidables obstáculos para abordar los desafíos futuros. Aún cuando ello comportaba el perdón para las ofensas de la guerra civil y de la dictadura, a día de hoy, no encuentro  sino toda suerte de razones para ratificarme  en la amnistía, en cuanto tenía de acto de perdón y de renuncia a cualquier suerte de desquite. En aquellos momentos, yo tenía para mí que la Oposición condensaba su postura, por un lado, en la fórmula de perdonar, sin perjuicio de no  olvidar; y, por otro, sin echar en saco roto, cuanto un día significaron las tradiciones republicanas de Ilustración, virtud pública, democracia y Estado de Derecho así como  el heroísmo a lo largo de la guerra y frente a la dictadura, indispensables para una reconstrucción que haga posible el “progreso en libertad de la Historia” (Hegel) en España.

En los años siguientes, íbamos  por desgracia a tener  ocasión de experimentar,  que tal planteamiento  no era sino minoritario en el seno de la Oposición. La posición indiferenciada de las generaciones  del 68 y del 89 – las cohortes de Felipe González, José Mª Aznar y Mariano Rajoy – de no sólo perdonar, sino a partir de diciembre de 1982 de, simultáneamente,  pasar un tupido velo y reprimir el pasado, no ha dejado de tener sobre nosotros secuelas negativas desde entonces.

Cabe objetar  que la crisis de la izquierda es un fenómeno generalizado de Occidente y en modo alguno una singularidad española. Por otra parte, nadie debería admirarse, de que no haya día en que unos cuantos  de nosotros dejemos de  preguntarnos, ¿hasta qué extremo no estará pesando en nuestras vacilaciones ideológicas y en el actual desconcierto de la sociedad española, la forma en que nos planteamos las diferentes visiones de la República?; ¿en qué medida no se explica el hodierno desmoronamiento institucional, por la forma en que arrumbamos acríticamente nuestro ayer, en  que prestamos nuestro acuerdo a hacer  historia ya pasada, sin más, de nuestra memoria colectiva?

Plegarnos  a echar en olvido los valores ilustrados que podría brindar la memoria del pasado, sin disponer de un ambicioso proyecto público alternativo, significa para la  sociedad española, exponernos  de forma indemne a políticas pragmáticas inspiradas en la ambigüedad calculada de un puro diseño de poder personal. Desde ese momento, el proyecto de ocupación del poder por políticos plebiscitarios – desde González y  Pujol, vía Arzalluz a  Aznar y Mas --, la ofensiva neo-liberal a la que, con raras excepciones, concurre  la clase política y demás comparsas españoles  del capital financiero transnacional y la anomia como pauta general de conducta tenían terreno abonado para moldear la sociedad española.


Epílogo: Hacia el futuro

De todos modos, aún  cuando  en un contexto europeo y mundial de severas desigualdades, llevamos     camino de contarnos entre los perdedores (1989- … ¿hasta cuando?),  nunca he excluido los márgenes permanentemente abiertos a la autonomía de la voluntad en la conquistada  libertad en democracia.

Ha llegado el momento de regenerar  España y de  rearmar  institucionalmente Europa. El programa lo tenemos ante nuestros ojos: fundir en una síntesis superior los ideales de emancipación e igual libertad de la República con los  de nuestra Constitución del 78 y, desde ellos, determinar el Derecho europeo [14] y el Derecho internacional [15].

Que nadie piense que la igual libertad de todos en una Europa de vocación cívica universal sea un proyecto a la defensiva de ¡ay! solo el  magro puñado de constituyentes  que restamos. Por fortuna, contamos con cohortes de avanzada, cuya capacidad de configurar mediante el conflicto nuestra vida colectiva  no es de infraestimar. Los constituyentes de otro tiempo estamos simplemente a la espera de que una legión de vanguardia devuelva España y Europa a la hegeliana “hermosa aurora”.




[1]  En particular, a Eduardo Ruiz Abellán
[2] Vid. A. López Pina, El Orden de la Información, 2013;  id., Internet: un pretexto para discurrir sobre los límites y las potencialidades del Derecho, revista Sistema, Nº 231, julio 2013
[3] La España democrática y Europa, edición de A. López Pina, 1977
[4] Vid. Raúl Morodo, La transición política, 1984
[5] Cfr. Anteproyecto constitucional del PSOE, en Gregorio Peces-Barba Martinez, La Elaboración de la Constitución de 1978, 1988
[6] Constitución Española. Trabajos parlamentarios, vols. I, II, II y IV, Cortes Generales, 1980
[7]  Constitución Española. Trabajos parlamentarios, vols. I, II, III, IV, Cortes Generales, 1980
[8] L. Lavilla Alsina, Política de la Memoria, Discurso de recepción , Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 2006
[9] Vid. A. López Pina, La Constitución territorial de España. El Orden jurídico como garantía de la igual libertad, 2006
[10] Vid., G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, 1970
[11]  Vid. A. López Pina, La Interpretación y el Procesamiento de la Historia en España, revista Sistema, nº 214, enero 2010
[12]  Vid. A. López Pina, Constitucionalismo y religión civil, a modo de Prólogo para españoles, en VVAA. División de Poderes e Interpretación, edición de A. López Pina, 1987
[13] Sobre el particular,  he venido conversando  con Alfonso Ortí a lo largo del último cuarto de siglo. Mi gratitud por su ilustración y generosidad es honda. 
[14] Vid. A. López Pina, Hacia la determinación constitucional del Derecho europeo, en Libro – Homenaje a Luis Díez-Picazo, 2002
[15] Cfr., Ignacio Gutiérrez, El Derecho constitucional, Memoria y Proyecto ante la globalización, en El Derecho constitucional de la globalización, M. Stolleis, A. Paulus, Ig. Gutiérrez, 2013; id., De la Constitución del Estado al Derecho constitucional para la Comunidad internacional, en La Constitucionalización de la Comunidad internacional, edición de A. Peters, M. J. Aznar, I. Gutiérrez, 2010